sábado, 19 de diciembre de 2009

Collioure, Francia: "Eldebate21.com"


En Collioure, costa sur de Francia; entre sus viñedos teñidos de escarlata por el otoño más bonito que yo haya contemplado, conocí de casualidad a una persona con varios años de experiencia en la prensa española. Una noche nos llevaron a todos a comer a un restaurante y la confianza entre nosotros se fue tejiendo, le hablé de mi sueño, esa locura linda de escribir y dedicarme a eso en la vida. El me habló de sus años en “La Razón” (diario español), y con mucho entusiasmo de sus proyectos de prensa personales. Al final de la comida, me pidió que le muestre algunos escritos míos, y yo le escribí en una servilleta, la dirección de mi blog. Me dijo que lo vería con tranquilidad, yo asentí esperanzado. Al cabo de unos días me llamó desde Madrid y me ofreció escribir en la sección Viajes de su periódico El Debate 21.

Cuando lo escuché, los ojos se me humedecieron, no lo podía creer. Aquello que sonaba imposible en algún momento, ahora aparecía frente a mis ojos. Acepté sin dudarlo, “¿Cuándo arranco?” –Le dije, “La próxima semana”-respondió. Entre idas y vueltas, debuté en el periódico la noviembre del 2010 con un artículo llamado: “Las murallas de Hondarribia”, en honor a la joya medieval en donde actualmente vivo, y en cuya estancia, se marcó un antes y un después en mi vida. Lo puedo sentir.

Hoy, en uno de los tantos días fríos que nos regala este invierno vasco, y en los que el mar Cantábrico muestra su ferocidad en el fragor de las olas contra los peñascos, miro al cielo y agradezco las pistas que el universo va poniendo en mi camino, y pienso una vez más en que: “El miedo paraliza, pero son los sueños los que hacen libres a los hombres”.

Fotografía: Carlos Modonese

martes, 22 de septiembre de 2009

París, Francia: "Una luz en Montmartre"


En verdad les digo, hacia las seis de la tarde no había encontrado lo que andaba buscando en Montmartre. Ese barrio que decían había sido cuna de la bohemia parisina a partir de mediados del siglo XIX, lucía esa tarde abarrotada de turistas apretujados, y yo, como una ovejita más del rebaño subía entre ellos, somnoliento y agobiado, por las escaleras que nos llevaría al Sacre Coeur. Mientras los jardines de la empinada cuesta lucían cubiertos de jóvenes porro-en-mano escuchando a un moreno desgarbado cantando “Redemption Song” de Bob Marley, yo luchaba por esquivar a miles de hombres que ofrecían cinco llaveros de la Torre Eiffel a un euro. Cuando llegué a la cima, apareció frente a mí aquella iglesia de enorme cúpula bizantina, vigilante sobre la montaña, tan blanca que parecía hecha de nieve. La escalada había valido la pena pero la angustiante multitud me obligó a refugiarme detrás de ella. Bajo la sombra de su imponente figura y de las gárgolas guardianas incrustadas en sus paredes, lejos del bullicio, los kebabs y crepes de nutella, encontré un café minúsculo con la madera pintada de azul y toldo amarillo. La luz crepuscular invadía su interior cubriéndola con un manto de paz que me invitó sentarme. “Un café largo por favor” – Ordené al único mesero del lugar. Levanté la mirada y vi a un hombre vestido con una camisa blanca y gabán azul desteñido pintando sobre un lienzo en el extremo opuesto del café, casi en la esquina donde dos callecitas se cruzaban. Me puse de pie para apreciar su trabajo, cuando percibió que me acercaba se protegió dándome la espalda. Ante ese gesto me detuve y cuando iba a dar la media vuelta, me lanzó un silbidito de canario e hizo un gesto con la mano invitándome a tomar asiento. Su perfil estaba marcado por un ceño fruncido, concentrado en lo que quería reflejar en el lienzo. Me gustó notar que tomaba lo que hacía con seriedad. Llevaba el pelo engominado peinado hacia atrás y una barba roja tupida con algunas canas sembradas. Lentamente me senté a su lado para no interrumpirlo. De pronto una gata negra salió debajo de la mesa, saltó a sus piernas, abrió sus tremendos ojos amarillos y me miró fijamente como alertándome “¿Cleopatra qué pasa? El señor es un amigo. Debes ser mas amable” El pintor hizo una pausa, relajó su frente y mientras le hacía unas caricias bebió un sorbo del vaso de agua que había sobre la mesa.

− ¿Por qué no mezcla los colores en su paleta? – Pregunté.
− Yo pongo los colores uno al lado del otro –Me explicó señalando el lienzo-. Es la sensibilidad del ojo humano la que debe hacer el trabajo de mezcla.
− Existen infinitas posibilidades mezclando los colores en la paleta - Repliqué.
− Hijo. Yo pinto. No tomo fotografías –Sentenció.
− ¿Qué lo trajo a Paris?
− El arte, la vida, -le decía gesticulando con las manos- pero sobretodo la atmósfera de la que tanto hablan, oxígeno para todo artista.

Él no respondió y luego les juro que me sorprendió.

− ¿Porqué quiere ser escritor? – Me preguntó
− ¿Por qué pregunta eso?
− Veo que lleva una libreta pequeña. Es ahí donde toma apuntes ¿No es así? Tengo amigos escritores que hacen lo mismo. ¡Ay la memoria de los escritores! –decía tomándose la cabeza sonriendo-. Siempre les falla por estar metidos en sus burbujas.

Era la primera vez que sonreía desde que empezamos a conversar. Que tipo tan intuitivo –Dije para mis adentros-. ¿En que momento se habría dado cuenta de la libreta? ¡Si no deja de mirar el lienzo! En fin.

Ensimismado, sobre una noche estrellada, trazaba con pinceladas libres algunas nubes de apariencia arremolinada que se ahogaban en el infinito de su centro.

− ¿Porqué quiere ser escritor? – Insistió.

Dejé el vaso sobre la mesa, me tomé la barbilla y empecé a cavilar algo nervioso.

− Con la escritura siento que libero emociones. Con ella disfruto alegrando a los demás.
− Olvídese de los demás. Piensa en lo que tú quieres de la escritura y proyéctalo.

Les digo que yo no entendía porque ese tipo me decía todo eso, pero su sabiduría callejera me animó a pedir ya no un café sino una cerveza. Le ofrecí una al artista pero se negó a recibirla. Insistí un poco más, él hizo una sonrisa de medio lado y asintió. “Dos cervezas por favor”- Ordené al mesero.

− ¿Usted no libera emociones cuando pinta? – Pregunté.
− Claro que sí, pero la pintura es más que una catarsis muchacho. Con ella lo que busco es expresar Mi Verdad y no La Verdad. Eso te da el carácter en un medio donde lo más fácil es copiar. Lo genuino no tiene precio.
- Fíjate –Decía, sin dejar de mirar la noche estrellada de su lienzo-. Yo adoro los colores intensos, aportan la luz a mis cuadros. Hace un tiempo hice un retrato de un padrecito que me caía bien, años después un escultor francés lo compró y dijo: “Este cuadro tiene demasiado color. Es muy pesado. ¿Dónde está el blanco?”. ¡Preguntaba por el blanco! ¿Puede creerlo? -Bajó el pincel y empezó a reírse a arcadas.
- ¿Entonces porque lo quería? –Le pregunté.
- Porque era auténtico. Eso fue lo que me dijo. Lo vez hijo. Este es un ejemplo de lo que te estaba diciendo. Encuentra Tu Verdad. Encuentra Tu Voz muchacho.

La concentración de ese hombre al pintar y al mismo tiempo hablándome de esa manera tan sensata me tenía anonadado. “¿Otra cerveza?” “Estoy bien gracias”- Me respondió-. Pedí una cerveza más al mesero. Se hacía de noche pero el tipo seguía pintando a la luz del farol que alumbraba el suelo lustroso de la calle empedrada.

− ¿Cuánto cobra por sus cuadros?
− No cobro por ellos- Respondió y yo escupí la cerveza con una risotada. Él me siguió con una risa aún más estruendosa.
− ¡Cómo te preocupa eso! ¿Cierto?
− De algo debemos vivir ¿No?
− No pienses vivir del arte. Vive el arte -Cuando dijo eso yo no supe que responder. Él prosiguió-. Mis cuadros no tienen precio por ahora. Mi hermano está financiando mi carrera. Es un gran tipo y tiene dinero. Algún día, después de mi muerte, tendrán mayor valor y lo que recaude por ellos será para él.

Luego de unas horas, la calle estaba vacía y el aire ahora era fresco, como la noche misma. Mi mente, relajada por las cervezas ya no pensaba, sólo contemplaba como el artista terminaba de moldear con los dedos aquellas nubes de apariencia lúgubre. La gata se subió a la mesa, daba vueltas hasta que eligió una de las esquinas para sentarse. La composición de su pelaje negro, los ojos amarillos y la luna llena al fondo, me pareció la de un afiche estilo Toulouse Lautrec. En ese momento tuve la sensación de que todo estuviese impregnado de una magia especial. De pronto y de golpe, se me vino a la mente el Autorretrato de Van Gogh que había visto en el Museo de Orsay aquella tarde. Su rostro preocupado y la barba roja eran increíblemente parecidos a los de este pintor. “Una cerveza más por favor”. El mesero se había ido pero el artista fue por ella y me la trajo sin decirme nada, como si estuviera en su casa. Me puse de pie y caminé hacia el baño, lavé mi cara y me miré en el espejo intentando buscar un momento de lucidez. “¡Un momento! –Dije-. Este hombre dice que pintó a un sacerdote y que ese cuadro lo compró un escultor famoso. Según recuerdo –me rascaba la barbilla-, El Retrato del Padre Tanguy es de Van Gogh y ¡Lo compró Rodin! Cuenta además que su hermano esta financiando su carrera, tal cual lo hizo Theo con su hermano Vincent. Y hoy, frente a mí está haciendo La Noche Estrellada, el cuadro que pintó un año antes de suicidarse. No, no puede ser –Decía moviendo la cabeza-. Debo estar borracho. Todo es pura y simple coincidencia”. Mi pecho se heló al pensar que podía estar frente a un muerto. ¡Nada menos que frente al loco de Arles! Le rogué a mi mente un poco de calma. En ese momento decidí salir y examinar el otro perfil del artista callejero, porque la historia contaba que Van Gogh se mutiló la oreja derecha en una pelea con Gauguin. “¡Eso resolverá mi duda! – Pensé-. Pero, ¿Y si ese hombre resulta no tener la oreja derecha? ¿Qué haré entonces? ¿Saldré despavorido? Nadie me irá a creer lo que he visto. Me tildarán de loco. Me iré a la tumba con ese recuerdo insólito. ¡Calma! Saldré y lo verificaré yo mismo”. Cuando salí del baño, el pintor ya había guardado el lienzo y estaba desarmando el caballete. Se había puesto una boina negra de gamuza y la gata frotaba el cuerpo entre sus piernas.

− Ya se hizo tarde. Es hora de irme - Dijo.
− ¿Porqué no caminamos juntos? ¿Va a tomar el metro? – Pregunté intentando ponerme a su derecha para ver su otro perfil, pero el tipo me evadía moviéndose de manera sutil.
− Vivo al lado del cementerio de Montmartre. Muy cerca de aquí -Dijo mientras encendía un cigarrillo.
− Me permite acompañarlo –Dije dando un paso adelante, procurando una vez más ponerme del otro lado, pero la gata lanzó un gruñido que me espantó. Él la levantó susurrándole algo en el oído.
− Muchas gracias –Me dijo con un tono amistoso-. Disfruto caminar sólo.

Se empezó a alejar de espaldas mirándome a los ojos y me soltó una frase después de lanzar una enorme bocanada de humo. “Importa Tu Verdad muchacho. Recuérdalo siempre”.

Esa noche no pegue el ojo, escribí una y cada una las palabras que están leyendo, tomé un vaso de whiskey en mi habitación de un hotel barato en Porte de Cliché y me quedé dormido. Al día siguiente me levanté, tomé el metro hacia el Sacre Coeur, subí la colina y llegué al mismo café de la noche anterior.

− Oiga –Le dije al mesero que recogía unos platos de las mesas-. ¿A que hora viene el pintor que estuvo el día de ayer?
− ¿De qué pintor me está hablando? –Preguntó extrañado.
− Aquel que tiene un parecido a Van Gogh. Pelo engominado, barba roja, tiene una gata negra. ¿Lo recuerda?
− No exactamente. A este café vienen miles de pintores todos los días del año.

Cuando dijo esto, una sensación de nostalgia me sorprendió. Era mi último día en Paris. Caminé cuesta abajo y pasé por la casa donde el pintor holandés había vivido durante sus años en Montmartre. Tocando sus paredes y la puerta de la fachada, recordé sus trazos libres, los colores cálidos, la luz de su Verdad. Retrocedí para ver sobre la puerta la placa conmemorativa que grabó el Ayuntamiento de Paris. Sonreí, deslicé las manos en mis bolsillos y me fui.

*Fotografía: Carlos Modonese
París, Septiembre 2009

domingo, 30 de agosto de 2009

Lima, Perú: "El Globo"

Era domingo por la tarde, el sol se extinguía sobre un mar miraflorino disfrazado de balinés, la luz crepuscular calentaba mi corazón y me permitía un suspiro. El parque Salazar había sido invadido por un enjambre de niños; los bebés miraban todo con curiosidad, los que daban sus primeros pasos hacían sólo eso, caminar “Vaya donde el papá”– Decía la mamá, “Vaya donde la abuela” –Decía la tía. Los más grandes corrían detrás de una pelota, otros se pintaban de rosado la boca de tanto comer algodón de azúcar y fabricaban burbujas de jabón gigantescas, como me hubiera gustado hacer eso en ese momento. A unos metros estaba mi padre. Se ponía muy serio cuando negociaba el precio, luego sacaba unas monedas del bolsillo, pagaba y me traía lo que más quería en el mundo: Un globo ¡Qué hermoso era! El color rojo, su enormidad y ese brillo que centelleaba en la parte más hinchada lo hacían lucir perfecto. Me lo entregaba y yo lo sujetaba de una pita impidiendo que se vaya. Lo sentía mío al saber que su suerte dependía de mi voluntad, disfrutaba ver como flotaba por los aires, jalaba de la pita, lo arrastraba de un lado a otro, andaba por donde yo andaba, me acompañaba. Luego de unas horas ¡Lo inevitable! El helio empezaba a escapar y el globo ya no tenía aquella voluntad vigorosa de querer fugarse de mis manos, la pita empezaba a dibujar en el aire una curva lánguida y el globo cada vez bajaba más y más. La ansiedad empezaba a devorarme por dentro, mi padre se arrodillaba y me susurraba al oído: “Debemos soltarlo”, yo me llevaba los dedos a la boca en una reacción nerviosa. “¿Mi globo se va? No se puede ir papá” – le decía balbuceando. Él me tomaba de las manos y me miraba a los ojos “El globo necesita ir para seguir viviendo”. Yo movía mi cabeza negando aquella explicación innecesaria, una nube gris penetraba mis pupilas y las lágrimas empezaban a correr por mis mejillas. “Ya es hora que se vaya con Dios -me decía-. Allá arriba estará bien. Desde muy alto te mirará y volverá a ser el globo robusto, rojo que tú quieres que sea”. Un sentimiento de satisfacción inundaba mi corazón al saber que yo lo estaba redimiendo, lo salvaría de este mundo en el cuál no podría sobrevivir. En ese momento me secaba las lágrimas y asentía, aceptaba su destino, soltaba la pita y lo miraba hasta perderlo de vista. “Ya no estará más conmigo –pensaba- pero estará con Dios. Quiero que sea domingo otra vez en Miraflores”.

Fotografía de Antonio Ljubs (Flickr)
Anglet-Francia, Mayo 2009

Lima, Perú: "El Fenómeno del mono"

El Fenómeno del Niño había llegado con una fuerza inusitada aquel verano de 1998, Lima ardía y allí estaba yo, saliendo de la universidad a las 5:30 pm. Subí a una combi* atestada de gente, cuarenta minutos de condena veraniega y cuando grité “¡Bajo en la esquina!”, comenzó el espectáculo sangriento de ese dúo tenebroso de las combis limeñas, el chofer cerró a cuanto carro pasaba en los carriles de la derecha y luego la “sana sugerencia” del cobrador de boletos: “¡Pie derecho! ¡Pie derecho!”, salté de la combi y afortunadamente caí bien. Entré a un chifa**, pedí un “combinado especial”, mezcla de arroz chaufa y tallarín saltado, cocinados en base de soya, verduras chinas, pollo, cerdo y langostinos. Mientras esperaba el pedido, bebí una Inka-Kola helada con una avidez que entumeció mi cabeza.

Caminé hasta casa, saqué las llaves de mis bolsillos húmedos, entré, y como si estuviera despellejándome, lancé zapatillas, jeans y camiseta al suelo, puse el “combinado” en un plato y subí a mi habitación. Puse el ventilador en el nivel más alto y comencé a devorar mi plato viendo un partido de fútbol “¡Carajo, que bien se come en este país! Y lo mejor, barato” - Pensaba mientras saboreaba. De pronto escuché unos rasguños que venían dentro del closet, pero cuando bajaba el volumen del televisor, los ruiditos desaparecían. “Como jode ese ratón”- Dije. Luego de diez minutos escuché que se cayó una caja. Dejé la bandeja de madera sobre mi cama, me puse de pie y caminé lento hacia el closet. Escuché que jugaba con mis zapatos. Golpeé la puerta y retrocedí unos metros, pero no escuché la réplica del animal. El silencio era desesperante. “¡Gol del Madrid!”-gritó el comentarista y de pronto las dos puertas de mi closet se abrieron, delante de mis ojos salió un mono grande, con mechón blanco y pecho rojo, que se balanceaba en el colgador de ropa. Saltó a la cama y yo en ropa interior salí corriendo a la calle. “¿De dónde salió este primate?”, “¿El fenómeno del niño estará provocando migraciones del amazonas?”.

Toqué el timbre del vecino y corrí a esconderme detrás de un árbol, inmediatamente un anciano se asomó por la ventana. “Señor, tengo un mono en mi casa ¿Será suyo?”. “¿Lorenzo? ¡Mi mono! ¿Dónde está?–Preguntó con una voz calmada. “Saque su animal de mi casa por favor”. “Mas respeto con él–corrigió indignado-. Es estrella de televisión, salió en el programa de Ugo Plevisani”. El señor se puso una bata, bajó y fuimos a mi casa. Mi sorpresa fue gigante al ver los charcos de orín del mono, que no solo estaba mirando televisión sino que comía con palitos chinos lo que quedaba de mi almuerzo. Cuando vio a su amo con los tallarines entre los dientes, saltó descontrolado “Está feliz de verme” -Me dijo el abuelo, parecía que estuviera viendo a un hijo suyo. Lo agarró de la cintura y lo apretó contra su pecho. “Siempre lo saco a comer al jardín a las 2 pm, la memoria me está traicionando, ¿Cómo pude olvidarme de meterlo a su jaula?”. Después de unos minutos de charla, lo acompañé a la puerta y nos despedimos. Luego recogí el regadero, desinfecte el cuarto y me tendí en la cama exhausto. El calor no me dejó dormir hasta las dos de la mañana, cuando una brisa marina susurró por mi ventana y cerró mis ojos. “¡Pie derecho! –las imágenes del día pasaban en mis sueños como una película-, ¡Que buen arroz chaufa!, el mono Lorenzo comiendo con palitos, ¡Gol!”. Me desperté y pensé: “El fenómeno del niño esta enloqueciendo Lima”.

* bus pequeño** restaurant de comida chino-peruana
Fotografía de Anjutee (Flickr)
Providencia-Colombia, Agosto 2007

Barcelona, España: "Un sueño llamado Batlló"


Barcelona me devolvió al mar después de un año de ausencia.

Luego de comer una generosa paella de mariscos, tomé una bicicleta y recorrí la Manzana de la discordia, una calle atestada de fachadas vanguardistas. Sin embargo, fue sólo una de ellas la que me hizo detener la bicicleta y abrir la boca: Casa Batllo.

Gaudí se atrevió a romper los paradigmas de las construcciones rígidas y geométricas de la época. Extrajo lo mejor de la naturaleza y dotó de curvas a todos los rincones de la casa que le encargó reformar el industrial textil, Josep Batlló.

En la entrada, los enormes ventanales parecían bocas de gigantes,y, cuando recorría los salones y pasadizos me sentía en el estomago de una ballena. Las formas arremolinadas de los techos me conectaron con un océano, cuyas mareas me movían de sala en sala sin que me diera cuenta. Las escaleras se contorneaban y junto con las paredes me llevaban de uno a otro nivel del edificio.

De pronto, aquella corriente oceánica de la casa me atrapó en el penúltimo piso, me sacudió y arrojó por un orificio semejante a la de un animal mitológico. Ya estaba en la terraza: un mirador que parecía estar habitado por dragones que, en lugar de escamas, tenían azulejos. Aquella superficie multicolor marcó el final de un recorrido de fantasía.

Eludí a miles de turistas para salir de la casa, y cuando levanté la mirada para observar una vez más aquel edificio vivo, pensé que tal vez, Gaudí, supo desafiar el espacio y construir un cuento de piedra, cerámica y madera, para que las generaciones de todos los tiempos nunca se olviden de soñar.

Ver más de La Casa Batlló


Fotografía de Javier 1949 (Flickr)
Barcelona-España, Agosto 2005

Publicado en About.com, parte de The New York Times Company www.enespana.about.com