martes, 27 de abril de 2010

Toulouse,Francia: "¿Ciudad de un solo color?"


“¿Y por qué Ciudad Rosa?”, le pregunté a un amigo que fui a visitar hace algún tiempo. “Demos una vuelta por la parte vieja”, propuso. Toulouse es la traducción al francés de Tolosa, nombre original con el que los romanos, en el siglo II Ac, bautizaron a esta ciudad francesa que brota del río Garona.

Lo primero que me impactó fue la calidez que transpiraba ese sinfín de vías antiguas tapizadas de ladrillo. La ausencia de la piedra, tan común en los cascos antiguos, no se echaba de menos en esa monocromía de fuego que acogía a los transeúntes. La ciudad me parecía rojiza; no obstante, mi amigo comentaba que a la hora del crepúsculo el color del ladrillo parecía mutar a rosa.

Caminábamos sin pensar, envueltos en ese sopor monocromático que no dejaba de calentar el inconsciente, hasta que desembocamos al Capitolio: un edificio que alberga un Ayuntamiento neoclásico y cuyo frontis domina la plaza más bonita de la ciudad. Un espectáculo para la vista.

Luego del café en la plaza principal, marchamos hasta el Templo de los Jacobinos, piedra angular del catolicismo que libró una batalla religiosa con los cátaros, fundadores de una forma de cristianismo divergente a la de Roma. El saldo de esta guerra de religión no solo fue la exterminación masiva de los cátaros; sino que también, acabó con la autonomía del entonces condado de Toulouse: en 1271 (y de ahí en adelante) el territorio quedaría anexado al reino de Francia.
Una vez dentro del Templo, levanté la cabeza y pude observar que de unas columnas parecían germinar unas nervaduras que se cerraban en unas bóvedas de ladrillo. Una belleza gótica que desafortunadamente, estuvo al servicio de la intolerancia de la Iglesia durante la Edad Media.

De modo que hasta ese momento, para mi desdicha, había palpado una realidad monocromática y mono-religiosa, dado que la romana, en esa época, era la única forma de concebir el cristianismo. Le pedí a mi compañero que me llevará a un lugar abierto, donde pudiera respirar aire puro. Transitamos unos metros hasta llegar a las orillas del río Garona. Y fue ahí que descubrí el Toulouse de hoy: una masa vital de todos los rincones del planeta, atraída no tanto por la oferta de universidades como por la demanda laboral que tiene la industria aeronáutica y espacial.

Por un grupo de mujeres que cuchicheaban a morir, no me fue difícil comprobar que el español era la segunda lengua más hablada (y pensar que la historia comenzó con los exiliados del franquismo). Antes y durante la primera guerra mundial habían llegado los italianos, y en los últimos años, americanos, ingleses, alemanes, latinoamericanos, y africanos: tunecinos, marroquíes y argelinos, en su mayoría musulmanes. A propósito, encontré dos de las cuatro mezquitas desperdigadas por la ciudad. Cuando observé la última, y la más grande, sonreí con desdén recordando que el gobierno de Suiza había prohibido la construcción de mirabetes en su territorio. “Qué ridiculez. Nunca dejarán a Turquía entrar a la Unión Europea”, pensé al instante. “¿A qué le temen?”, me pregunté, “¿A los turcos o a la expansión del Islam?”. Debemos reconocer, de una buena vez, que ya existe un Islam europeo: la mezcla es un hecho y en lugar de seguir viéndolos como una futura amenaza, deberíamos analizar como la diversidad podría beneficiarnos. En fin.

El crepúsculo moría y la luz del Pont Neuf apergaminaba la tierra. Frente a la lividez del Garona, comprendí que la diversidad cultural, sin duda, enriquece a una sociedad. Ahora, ¿Será lo pluricultural la razón por la cual Toulouse es hoy un referente de tecnología? De eso no tengo certeza, no obstante, puedo asegurar que esta Toulouse variopinta no guarda nostalgias por los sedimentos monocromáticos o mono-religiosos del pasado. Toulouse, entonces, ¿Ciudad de un solo color? Nunca más.

Los escondites del Cronista Errante
Hotel Heliot
3, rue Heliot, 31000 Toulouse, Francia

Ubicado a dos pasos del Capitolio y la línea principal de metro. Fred, el dueño, es encantador y maneja perfectamente el inglés y el español. Las habitaciones están completamente renovadas. Aunque no hay ascensor, este parecería ser un problema menor porque el edificio consta de tres pisos y porque Fred siempre estará dispuesto a hacerlo por ti.

Tarifa: 70 euros promedio año

Y para comer…

Le sherpa
Cocina: Crepería, Francesa
46 Rue du Taur, 31000 Toulouse, Francia
Intervalo de precios: 11-16 €

Un extraordinario ambiente familiar percibe quien visita este establecimiento que consta de un variado menú de crepes y tisanas. Son muy amables con la traducción al castellano. Ojo: Sea paciente, el sitio siempre está a tope.

Fotografía: Ouicando.net

Cajamarca, Perú: "¿Cómo un puñado de españoles hizo caer el magno imperio de los incas?"


Esto fue lo primero que cruzó por mi cabeza aquella tarde en la Plaza de Armas de Cajamarca. Los textos escolares peruanos daban cuenta de ello; sin embargo, esa tarde, con la temperatura lindando los 6°, la ansiedad por ir más profundo me quemó el gaznate con el primer sorbo de caldo de gallina. Detrás de todo; en ese rincón de los Andes, el cielo se teñía de un gris apocalíptico, que bien pudo asemejarse a la tarde de Noviembre de 1532, cuando el inca Atahualpa fue apresado por las huestes pizarristas en ese mismo lugar (en el actual norte peruano).

Me preguntaba cuáles habían sido las principales causas de aquél derrocamiento que marcó un giro trascendental en la historia de América y Europa. Los libros le atribuyen a los europeos, la aventajada tecnología en la actividad bélica: corceles adiestrados en una realidad pacífica de llamas y vicuñas o la pólvora de los arcabuces quemando los valerosos pechos indígenas de Manco Inca, Rumi Ñahui, Cahuide, Yurac Huallpa. Aunque me pareció lógico, no entendía cómo un grupo de aproximadamente 10.000 españoles hizo colapsar a un imperio de varios millones de habitantes; y cuyo dominio, se extendió hasta el río Ancashmayo (Colombia) por el Norte, el río Maule (Chile) por el sur, Tucumán (Argentina) al sur-este, toda la altiplanicie de Bolivia, la región selvática al este, y la totalidad de la costa del litoral.
El apocalíptico atardecer invitaba a las tinieblas a aplastar las realidades. Llegó la noche, y con ella mi abatimiento luego de largas horas de viajes en bus desde Lima. El oxígeno fresco y el cansancio me obligaron a abandonar mis interrogantes: al día siguiente, la luz aparecería para resolverlas. Después de saborear las últimas verduras del consomé andino, atravesé la Plaza de Armas hasta llegar a mi hotel; ubicado a solo unos metros de la Iglesia de San Francisco, monumento religioso tallado en piedra volcánica, y cuya primera etapa de construcción corresponde al siglo XVII.

Por la mañana, bien temprano, me dirigí al restaurante, el mismo en el que había comido la tarde anterior; pero esta vez, mi estómago agradecía la exquisitez de un desayuno cajamarquino: jugo de naranja, café con leche, pan fresco; y por si me quedaba con hambre, unos huevos con queso fresco de la región; sí, con queso blanco inmaculado del mejor ganado del país. Y es que Cajamarca es reconocida por la producción de sus lácteos: con menos de 200,000 habitantes (según censo del 2007), produce más de 200,000 litros de leche.

Dada su cercanía al centro de la ciudad, decidí ir caminando hasta el famoso cuarto de rescate, aquél donde fue llevado el inca luego de su apresamiento. Esa tarde de 1532, Atahualpa, levantado en andas, atendió la cita fijada por Pizarro. Días antes, este le había enviado con un emisario: dos copas de vidrio y una camisa; además del mensaje de ayudarlo a combatir los enemigos de su imperio. Sin embargo, el inca se asombró al encontrar una Plaza de Armas desierta; y cuando preguntó por lo españoles, apareció el cura Valverde llevando una cruz entre las manos. El sacerdote caminó a paso lento y seguro hasta ubicarse frente a Atahualpa, le entregó el evangelio y solicitó que se convirtiera al cristianismo. Después de un exacerbado cambio de opiniones, se escuchó el estruendo de la pólvora; y a este le siguió el ataque del ejército español. La emboscada fue un éxito y Atahualpa fue apresado. En aquella famosa habitación, se le obligó llenar dos cuartos de oro y uno de plata hasta la altura de su mano. De igual manera; el inca, acusado de adulterio y herejía, fue ejecutado.
¿Y qué hicieron los indígenas?, me preguntaba, ¿Se quedaron cruzados de brazos? Ese debió ser el momento para que un ejército incaico, indignado por lo ocurrido, se organizara y venciera a los españoles.

Salí de ese cuarto algo desconcertado y decidí relajarme un poco. Caminé hasta la calle Sabogal; tomé una combi, y luego de quince minutos, bajé en el distrito de Baños del Inca. Era ahí donde el inca tomaba sus baños termales. Luego de veinte minutos al aire libre, con el torso cubierto de aguas mineralizadas a setenta grados centígrados, decidí salir. En un estado de somnolencia, me quedé sentado en el borde de aquél foso, observando como exhalaba un vapor denso y cálido que se desvanecía en el aire.

En ese momento, extraje algunos textos de historiadores y cronistas de la mochila, y comencé a inquirir: “¿Qué otras razones hicieron colapsar el incanato? “
Si bien no podemos ser mezquinos con la ambición y coraje desmesurados de los conquistadores; así como tampoco pretendemos menoscabar las diferencias en cuanto conocimiento bélico se refiere; debemos reconocer que durante la llegada de los españoles por el norte, el imperio inca era testigo de una encarnizada batalla fraticida: Atahualpa asesinaba a su hermano Huáscar y se hacía con la totalidad del imperio. Ambos eran hijos del inca Huayna Cápac, quien había dejado el norte a Atahualpa y el sur a Huáscar. Y luego de esto: “Divide y vencerás”. Así reza el viejo adagio que fue seguido a cabalidad por la astucia castellana. De esta forma, los europeos, apoyaron, a los distintos bandos indígenas para conseguir su posterior desgaste. Además de esto, existía una desintegración entre los pueblos que habían sido anexados al imperio inca: los representantes de vastos señoríos, tenían sed de venganza tras haber sacrificado poder sobre sus tierras al ser sometidos por los incas. Por esto, creyeron a ciegas (para su desventura) en la palabra de los conquistadores cuando se les prometió que recuperarían sus privilegios. De modo que, la astucia hispana venció a la ingenuidad de un vasto imperio que ignoraba las gestas imperialistas en el Caribe y México. Como bien refieren los historiadores: “El imperio de los incas era un gigante con pies de barro”.

Los escondites del Cronista Errante

Donde ir….
Complejo arqueológico Cumbemayo

En la misma Plaza de Armas puede tomar las combis que van hacia Cumbemayo. Entre un bosque de piedras y el oxígeno más puro de los Andres a 3,500 msnm; podrá apreciar vestigios de altares ceremoniales y un complejo sistema de acueductos de culturas preincaicas.

Y para dormir y comer….
El Portal del Marqués
Tarifas: Habitación doble 50 €

Este hotel tres estrellas, ubicado dentro de una antigua casa colonial, ofrece además de una cálida atención, habitaciones muy cómodas y computadoras con servicio de Internet las 24 horas. Por otro lado, también es una buena opción para disfrutar de la gastronomía local.
El Querubino
Jr. Amalia Puga 589), Cajamarca, Perú
Teléfono: 51-076-340900
Intervalo de precios: 7-11 €

Ubicado a unos metros de la Plaza de Armas. Después de una memorable comida con lo mejor de la gastronomía basada en ingredientes del mar peruano, dese un gusto pidiendo un generoso coctel en el bar del restaurante.

Fotografía: Fuente, Flickr by Jorge Ar

jueves, 15 de abril de 2010

St. Jean-Pied-de-Port, Francia: "Anfitriona del peregrino"


Cuando llegamos a St. Jean-Pied-de-Port (San Juan Pie del Puerto en español), pequeña ciudad medieval, enclavada en la región de Aquitania, al sur-oeste de Francia, observé muchos árboles pelados que parecían tomarse, unos a otros de las ramas, para soportar los embates del frío.

Subimos por una cuesta, y observé desde arriba unos tejados, que parecían los sombreros rojizos de aquellas casas blancas, desperdigadas al pie de las montañas de los Pirineos Atlánticos.

Detrás de mi, como un riachuelo humano, caminaban los incansables peregrinos, que al igual que yo, se disponían a ingresar al casco viejo, punto de convergencia de tres rutas francesas (Tours, Vézelay y del Puy-en-Velay) pertenecientes al peregrinaje más importante de toda Europa, el Camino de Santiago. Antes de entrar, me volví nuevamente a los tejados rojizos, y observé el contraste con el aire medieval que se respiraba cerca de esa sólida puerta de piedra, que me daba la bienvenida a la ciudadela de St. Jean-Pied-de-Port.

De pronto, me entraron unas ganas enormes de charlar con alguien.

— Este es sólo el comienzo — Le dije a un tipo que estaba a mi lado.
— Restan 950 kilómetros para llegar a Galicia — respondió, con un acento español magullado.

Era delgado y tenía un semblante taciturno, como si recordase con nostalgia todo lo que se cruzase por su mirada.

— ¿Where are you from?— Pregunté.
— I´m from Ireland. Come on, let´s go.
— ¿Tienes dónde pasar la noche?
— No.
— Yo tampoco — Le dije algo desalentado.
— ¿Tienes shell?
— ¿La concha? Sí. Amarrada al cuello, como una cadena de perro.

Cuando descendíamos por el empedrado camino de la Rue de la Citadelle, giramos la cabeza a ambos lados y observamos a varios peregrinos ingresando a los bares o registrándose en los albergues. “Caminemos un poco más rápido que nos quedamos sin nada” — Le dije.

Llegamos a un lugar llamado: Amigos del Camino de Santiago, una casa donde nos dieron: mapas de la ciudadela, una lista de albergues, y el pasaporte del peregrino, un documento que sería sellado en cada ciudad del Camino, los siguientes veinte días, hasta llegar a Galicia.

Mientras avanzábamos, observaba como “la concha”, aparecía de diversas formas, en todos los rincones de aquella callecita; grabadas en las fuentes, como fósiles sobre los umbrales de las puertas, colgadas en las paredes, labradas en piedra o en hierro.

De pronto, encontramos un albergue disponible. Nos acercamos, tocamos la puerta, y apareció una mujer rolliza, de tez blanca, que desnudó su incompleta dentadura cuando nos mostró su sonrisa. Ambos le mostramos la concha que colgaba de nuestros cuellos (como la de su puerta), y nos hizo pasar a su morada, sin más. ¿Esta concha es magia pura? — Pensé.

St. Jean-Pied-de-Port, posee muchos albergues de distintos precios, desde 1 hasta 20 euros la noche, y en algunos, mostrando la concha sólo dejas una colaboración voluntaria. En la Edad Media, durante el s XII, cuando los peregrinos llegaban a Santiago de Compostela, objetivo final del recorrido, caminaban hasta las costas gallegas, y recogían de sus arenas, las conchas varadas por el mar, y se las colgaban en el cuello, como símbolo de haber ultimado el largo peregrinaje. Una vez expandida la costumbre, se convirtió en el emblema del Camino de Santiago.

Mi eventual compañero y yo, dejamos nuestras mochilas en la habitación, devoramos un buen plato de sopa caliente que nos ofreció la anfitriona, y luego, salimos a la calle.

— Mañana tenemos un día duro — Afirmé.
—Cruzaremos los Pirineos, y llegaremos a Roncesvalles, en España.
— Mira — dije —. Esa debe ser la pequeña Iglesia de Notre Dame. ¿Te animarías a entrar?
— Te espero en esa esquina — Me dijo señalando un bar.

Cuando entré a la Iglesia, encontré a varios peregrinos, que levantaban la mirada, escudriñando la fortaleza de sus columnas y el colorido de los vitrales. Percibí que la observaban, no como un lugar donde pudiesen hallar regocijo espiritual, sino como una reliquia curiosa, como un científico examinaría una anómala especie de anfibio. Una forma de apreciar muy alejada de lo que representaba para los reyes del medioevo, en pleno siglo XII. En aquella época: monasterios, iglesias, puentes, caminos, abadías, basílicas; eran los hitos del cristianismo, en un momento donde la presencia musulmana cumplía quinientos años de expansión en la península, y por ello, Sancho VII El Fuerte, rey de Navarra, impulsó el Camino de Santiago, levantando infraestructura en cada rincón, para que el peregrino no sólo transcurra por ella, sino también, de alguna u otra manera evangelice.

Cuando salí de la Iglesia, caminé hasta el bar, y encontré a mi amigo irlandés con una doble sonrisa.

— Une bière — Ordené al mesero.
Luego agregué:
— Oye. No te estaba obligando a entrar.
— Me querías llevar a tu rebaño. Apártate de mí — Me dijo. Acto seguido, soltó una carcajada.
Me quedé algo pasmado.
— Discúlpame. Soy ateo — Dijo.
— ¿Y qué haces en el Camino de Santiago? —Pregunté.
— Tengo motivos personales — Respondió con seriedad.
— Entiendo.
— ¿Y tú buscas indulgencias de la Iglesia? — Dijo en tono de sorna. Yo sonreí.
— Mis motivos tampoco son religiosos.
— Lo importante es encontrarse a uno mismo — Apostilló.

Bebí un gran sorbo de cerveza, y después de una larga charla, volvimos al albergue.

Durante la Edad Media, la Iglesia otorgaba las famosas indulgencias a los peregrinos que realizaban el Camino de Santiago. Una suerte de crédito hipotecario con que el cristianismo premiaba a los fieles que anhelaban lograr un pedazo de terreno en el cielo, sin intereses, y para la vida eterna. Sin embargo, los peregrinos sensatos, lo hacían como un medio de reflexión, para sanar culpas o aliviar penas irresueltas.

Al día siguiente, salimos muy temprano, cruzamos el antiguo puente sobre el Río Nive y empezamos a caminar por la Rue de Espagne, de gran importancia comercial durante la Edad Media, por su estratégica ubicación en la frontera franco-española.

Cuando los rasgos urbanos desaparecieron, encontramos el sendero para ascender a los Pirineos. Luego de dos horas, empecé a resollar y me detuve. El irlandés caminaba cuesta arriba, a pasos largos, sin mirar atrás. Antes de superar los 1,200 metros, lo vi muy lejos. En un momento, se volvió y agitó la mano, como si se estuviese despidiendo de mí. “¿Qué le pasa a este sujeto? Se supone que lo estábamos haciendo juntos”—Dije para mis adentros. Me sentí solo por un momento. Paré, dejé la mochila en el suelo y busqué como un desquiciado el I-Pod en uno de los bolsillos.

En ese momento se me vino a la mente una frase de JJ Rousseau: “Ser adulto es estar solo”. Cuando la leí por primera vez, no entendí el mensaje tan poderoso que se camuflaba en ella. Y eso fue lo que me pasó en ese momento, cuando vi alejarse al irlandés. A veces, precisamos de compañía para esquivar esos momentos de reflexión. Cuando aparecen esos incómodos encuentros con el pasado, buscamos el I-Pod para llenarnos de ruido, en lugar de escuchar la música que corre por nuestra sangre.

Luego de caminar kilómetros contemplando aquella alfombra verde salpicada de ovejas, me encontré con mi niño interno, ese que todos llevamos dentro. Lo cargué, lo abracé, y le dije “Ya está. Todo está muy bien”. No saben lo bien que me sentí.

Manuel Cruz en su articulo: La construcción social de la soledad, logró una frase brillante: “Nos sentimos solos cuando no importamos de la manera que querríamos importar a aquellos que nos importan”. Por eso les digo, a veces es saludable dejar de mirar afuera, y charlar con ese muchachito que llevamos dentro. Curemos esa heridita, que no solemos ver en el día a día, y que con los años, se ha convertido en un lastre innecesario. De este modo, cuando la soledad nos sorprenda, le demos la oportunidad a ese niño de ser nuestro mejor compañero de viaje.


Los escondites del Cronista Errante
Chez l´HabitantRue de la Citadelle 15. Tel. 0559370583
La decoración es básica, pero es una opción a muy buen precio, en el centro del casco viejo, donde percibirá esa atmosfera medieval tan especial, que acoge a peregrinos y no peregrinos. La habitación doble está alrededor de los 20€ y el desayuno está incluido

Restaurante Le Relais de la Nive2-4 place du Général de Gaulle, 64220, St. Jean Pied de Port
Tel. +33(5)59370422
Restaurante de comida regional, con una vista privilegiada del río Nive, en el centro de Saint Jean Pied de Port. Ofrece la posibilidad de comer a la carta o menú del día. Dispone de terraza en el exterior y está equipado para sillas de rueda. Precios medios en el año 2009: de 11€ a 25 € los menús.

Fotografía: Carlos Modonese

Ayutthaya, Tailandia: "El linaje perdido"


Perdido. Así me sentía en ese bus colorido cuya televisión a todo volumen parecía no turbar a nadie, excepto a mí. Recuerdo que aquel ruidoso aparato proyectaba un programa popular, el típico formato de los sábados, un presentador al centro de un anfiteatro atestado con espectadores de ojos rasgados. Hasta que el conductor –gracias a Dios- detuvo el vehículo en medio de la carretera. En ese momento, abrió la puerta y todos comenzaron a descender. “¿Esta es la glamourosa Ayutthaya?” – Me preguntaba. El lugar parecía arrasado por la desolación. Cuando me asomé por la ventana pude ver un restaurante de medio pelo y escasas viviendas a los lados. No podía creer que ese era el destino de la “antigua y señorial capital de Tailandia” como referían los libros. “Y ¿Adónde se fueron todos?” – Decía mientras bajaba del vehículo.

Minutos después el bus partió. Una guía bajita, enjuta y sonrisa exagerada se dirigía a un centenar de turistas chinos, un grupo de gringos entraron a un restaurante a comerse todo lo que había, y yo, cruzado de brazos, desolado y perdido como aquel lugar, di unos pasos inconcientes hacia adelante. De pronto divisé una tienda con muchas bicicletas estacionadas en la entrada, crucé la vía y arrendé una. El dueño me comentó dónde estaba el templo más cercano. Me trasladé unos kilómetros hasta que vi el primero, dejé la bicicleta amarrada a un árbol y entré. Cuando levanté la vista, me quedé impactado por el tamaño de tres torres de forma cónica que parecían naves espaciales apuntando al azul del cielo. A su lado habían torres menores, algunas, parecían cortadas por la mitad, como si alguien, en años pasados, hubiese puesto una bomba.

Seguí caminando por ese mar de conos gigantes hasta que di con la estatua de un buda blanco cubierto con una manta amarilla. Su figura rebasaba los diez metros y parecía reposar tranquilo, apoyando su cabeza sobre su mano derecha. Más adelante encontré otro, tallado dentro de un árbol, como si quisiese salir de la misma naturaleza. El último que robó mi atención era imponente, cruzado de piernas, en posición de loto. Pasé mi mano por su porosa textura gris, bastante desgastada por el tiempo. La escultura, arte sobresaliente de los tailandeses, tuvo siempre la influencia del budismo, religión oficial del país. En casi todas las edificaciones sobresalía la presencia de un buda, como guardián eterno de aquellos lugares sagrados. Aproximadamente el 95% de la población profesa esta religión que vio sus orígenes en Tailandia en el siglo III a.C, cuando el emperador Asoka de la India envío misioneros a extender el credo que él había establecido en su reino.

De todos modos, me parecía que se respiraba cierta melancolía en todo el complejo, como si alguien le hubiese extirpado su alma. Los libros decían que en su apogeo, entre los siglos XIV y XVIII, su grandiosidad y lujo era comparable con el París de aquella época, sin embargo, a mí, eso me parecía una afirmación excesiva. Era bonito, sí, pero hasta ese momento se me hacía una ciudadela en ruinas, triste, desamparada, como un niño huérfano en aquel rincón del sudeste asiático. ¿Cómo pudo ser ésta la capital de Tailandia? – Me preguntaba.

A medida que iba recorriendo sus parajes, mis impresiones iban cambiando. Aparecían más torres, que a diferencia de las primeras (de carácter cónico), guardaban una estructura en forma de cúpula, labradas y talladas minuciosamente en ladrillo y piedra. Poco a poco, la antigua ciudadela me fue convenciendo de lo importante que pudo haber sido como foco cultural, y el gran puerto comercial en que se convirtió durante el siglo XVII. Por los tres ríos que confluyen en Ayutthaya (Chao Phraya, el Lopburi y el Pa Sak) navegaban las embarcaciones europeas, japonesas y chinas, cargadas con teca, azúcar, cueros, marfil, pieles y sedas.
Me fui alejando de ahí, y me crucé con un elefante tailandés que paseaba a unos turistas. Los elefantes, que en algún momento fueron dignos protagonistas del ejército del país, son en la actualidad explotados para el turismo.

Transcurrí por las calles, crucé un puente y llegué a un conjunto arqueológico. Era hermoso, no obstante, los restos - como todo lo que había visto - parecían ser parte de algo más grande aún. Decidí pagarle a un guía para que me contará un poco de la historia. Al cabo de un rato, me enteré que la ciudad fue duramente azotada por la guerra con un país vecino, Birmania. Todo lo que hoy se puede apreciar de ella, había sido cubierto de oro en sus años de gloria, cuando el reino de Ayutthaya era la capital. Desafortunadamente, la ambición de los birmanos los llevó a invadirla en 1569 (por quince años). Ayutthaya recuperó momentáneamente su independencia, pero finalmente, a mediados del siglo XVIII fue capturada, saqueada y quemada por el ejército birmano.

Después de escuchar la historia, entendí la desolación que se puede sentir en aquel precioso lugar. Parecía como si la tierra misma aún estuviese reclamando la gloria que siempre le perteneció. La gloria que jamás volvería a recuperar. Con aquel saqueo y con la deportación de la familia real a Birmania se perdió un linaje glorioso de cuatro siglos.

La tarde se iba extinguiendo e invitaba al sol a tomar un descanso. El cielo empezó a sangrar y ennegrecía la silueta de Ayutthaya. Por primera vez dejé de mirarla como las ruinas desoladas, vencidas por el tiempo, y quise imaginarla, como aquella capital esplendorosa de la cual hablaban con orgullo los tailandeses. Me invadió la nostalgia al saber que aquella ciudad, de excelso pasado, se convertirá en algún momento en olvido, como toda fama, como toda especie, como toda vida sobre la faz de la tierra.

Los escondites del Cronista Errante

Hotel Krungsri River
27/2 Moo.11.Rojchana Rd., Kamuang Ayutthaya. 13000 Tailandia.

No está ubicado en el centro, sin embargo, el precio es razonable, las vistas al río son fantásticas y el restaurante es bueno. Si decide movilizarse en coche, el hotel tiene aparcamiento. Un consejo: Hay un auténtico salón de masajes con una excelente relación calidad-precio. Lo dirige una madre y su hija. Sales por la puerta principal, gira a la izquierda y caminas 50 metros.

Tarifa: Desde 30 euros en temporada baja.

Y para comer….

Baan Khun Phra
48/2 Th U Thong, Ayutthaya, Tailandia


Dentro de una casa tradicional está ubicado este restaurante. Pequeñito, cálido y de buen servicio, donde podrá disfrutar de una excelente comida tailandesa frente al río, en el centro de Ayutthaya, cerca de los sitios arqueológicos.

Fotografía: Carlos Modonese