domingo, 17 de abril de 2011

Madrid-Barza: "Cuando se vive el mito"



¿Qué era lo que me removía las tripas ayer? Quería averiguarlo. A medida que pasan los años hay algunos detalles que se aceptan, como que el día de tu cumpleaños es un día donde pasan cosas normales, o mejor dicho, conocidas. Y es que la memoria es un depósito tan vasto, que a los 36 años, muchas imágenes y experiencias ya se encuentran registradas ahí. Seamos honestos: cuando uno recuerda vuelve a vivir, pero las grandes sorpresas van escaseando. Sin embargo, el pasado viernes, unos amigos tuvieron un detalle tremendo: regalarme de cumpleaños una entrada para el Madrid-Barza. Cuando la vi en mis manos, algo se mezcló dentro de las tripas. ¿Qué era eso que me rasgaba por dentro? ¿Sólo la emoción de la sorpresa? No era consciente de ello hasta que llegué al estadio ayer a las ocho y cuarenta y cinco de la noche.

El punto de encuentro fue en una calle detrás de la parte lateral del Santiago Bernabeu, ese coliseo moderno donde en lugar de gladiadores romanos matándose en la arena, tenemos hoy a veintidós hombres que parecen bailar detrás de una pelota. Llegué a la calle, y en medio de un enjambre de bufandas y camisetas blancas, cervezas de medio litro y pacharanes, se gritaba como un himno de guerra: “Hasta el final, vamos Real”. Pocas veces en mi vida he podido sentir el olor de la adrenalina. Esa fue una de ellas. Me hecho aficionado del Real Madrid por su fútbol y por ser la ciudad que me ha acogido. No obstante, debo reconocer que antes del partido me sentí ajeno; más aún en este momento de la vida, cada vez más alejado de fanatismos de cualquier tipo y viviendo un agnosticismo que me permite ver la realidad con mayor lucidez. De cualquier manera, estaba empeñado en comprender que estaba pasando dentro de mí, ¿por qué mi corazón se aceleraba de esa manera? Y fue subiendo las gradas, cuando apareció en mi mente una imagen que me remontó al 16 de abril del año 1985, el día que cumplí diez años y mi padre me llevó al estadio “Alejandro Villanueva” a la despedida del “Nene” Cubillas, un grande que hizo soñar a generaciones peruanas anteriores a la mía. Esa despedida de Cubillas la recuerdo, también, como la despedida del fútbol peruano del fútbol mundial, ya que el próximo año se cumplen 30 años de ausencia en los mundiales (España 82 fue la última copa del mundo a la que asistimos). Como amante del fútbol, en 1985 comenzó un duelo que arrastraría por muchos años. Algo murió dentro de mí, ya no creía en la selección y esto abrió paso a mi escepticismo en todos los terrenos. Pero cuando pisé las gradas del Bernabeu, rememoré ese instante mágico, el momento en que mi viejo, ese hombre de pelo blanco y corazón bohemio se apuraba subiendo las gradas porque ya se escuchaban las alineaciones. Y yo escuchaba ayer: Casillas, Alonso, Ronaldo y Benzema; y a la vez me rebotaban las imágenes de 1985: Cubillas, Cazzely, Julio Cesar y Cueto.
Pero lo mejor de todo; la última grada, esa que pisas suavemente porque es la que te conecta con ese tapete verde iluminado. La noche parecía de día en el Bernabeu, el público sentado, y yo con la piel de gallina sintiendo el mito. Y por los altavoces, el himno del Madrid por Plácido Domingo. Y el público cantaba, y yo recordando a mi padre que miraba como yo no podía cerrar la boca del impacto. Y el público agitando las banderas blancas y levantando cartulinas de colores para formar el escudo del Real Madrid. Cerré los ojos e imaginé a mi viejo ahí conmigo. Esta vez yo lo miraba y le sonreía. Después del día de ayer no puedo negar que dentro de la naturaleza humana palpita el mito, eso que se siente y da sentido, lo invisible que existe, imposible de comprender en tanto que no pertenece al universo del logos. ¿Y el resultado del partido? Un empate que se jugó a lo macho. Pero yo no me quedo con ello, me quedo con el mito que seguirá vivo.



Fotografía: Arturo Tolmos

martes, 18 de enero de 2011

Atenas, Grecia: “A la luz de la Acrópolis”


Ignorante. Así me llamó alguna vez un profesor de universidad, hace unos años. Recuerdo esto cuando estoy de camino a la Acrópolis de Atenas, el extraordinario complejo arquitectónico que se levantó en la era de Pericles, hace veintiséis siglos. Ignorante, me dijo, y recuerdo como la sangre se agolpó en mis orejas y contesté poniendo emociones en las palabras. Ahora, por estos días, mi respuesta sería muy diferente: “Sí. Soy un ignorante”, diría. Porque desconozco mucho. No obstante, intento, día a día, comprender un poquito más.

Ahora, seamos sinceros, aceptar la ignorancia no es fácil, pero debemos reconocer que es una actitud sensata y humilde. Tan humilde como la frase que iluminó a Sócrates: “Yo solo sé que nada sé”. Y es que, cada vez que rememoró esas seis poderosísimas palabras, me siento insignificante ante la carga de sabiduría que contienen. Sin duda alguna, más sabe el que dice que no sabe nada que el que no sabe que no sabe nada. Y en este último rubro están varios políticos y religiosos, obtusos que dicen tener la verdad absoluta, y que han generado un daño enorme a la humanidad.
Sócrates nunca se creyó dueño de la verdad, por el contrario, era consciente tanto de la ignorancia que le rodeaba como de la suya propia: “La verdadera sabiduría está en reconocer la propia ignorancia”, decía él. Por ello, iniciaba su famoso diálogo abriendo interrogantes, las cuales desembocaban, irónicamente, en la destrucción de lo que el interlocutor conocía. El oyente conseguía descubrir, por sí solo, que lo que daba como verdad se debía a sus prejuicios, creencias y tradiciones arrastradas de generaciones pasadas.

De modo que, luego de una buena caminata, llego a la Acrópolis –en griego: ciudad alta- y subo por la cuesta hasta llegar a la cima. Cuando recorro los primeros rincones blancos, veo un hilo de gente pasando debajo de un arco. Voy tras ellos, y de pronto, se abre frente a mí el imponente Partenón (el templo de la diosa Atenea). Presa de la admiración, lo miro y lo rodeo. Por unos segundos, pienso en los miles de kilómetros que he recorrido para llegar hasta aquí. ¡Está frente a mí! Los rayos del sol reverberan en la superficie marmórea de sus columnas y se estrellan en mis ojos. Luego, camino unos pasos de derecha a izquierda y me encuentro con el templo de Erecteión y sus fabulosas Cariátides: cinco figuras femeninas que se visten de columnas (las originales están en el Museo de la Acrópolis).

Desde la cima de la Acrópolis la vista es maravillosa. Abajo, en medio de la vegetación, reposa el agora ateniense. Comienzo a descender y después de media hora llego a él. Me detengo un rato, camino entre restos de capiteles y columnas y encuentro la stoa por donde ¡el gran Sócrates! solía disertar. Me siento sobre una piedra e imagino en como aquél padre de la filosofía impartía su dialéctica, intentando extraer lo mejor de las mentes de los jóvenes atenienses.

La filosofía surgió en la Grecia clásica como un camino para darle una explicación racional a los grandes interrogantes humanos – como la existencia, la moral, el amor, la belleza o el lenguaje-, dejando a un lado el mythos, el esoterismo, la superstición, y todo aquello, cuya subjetividad ponía oscuridad y niebla en donde la filosofía intentaba poner luz y claridad. Y es que el logos no clausura puertas sino que las abre para generar diálogos fecundos.
Digo esto, porque en el mundo de hoy existen personas con infinitas “verdades” encarnadas en posturas políticas o religiosas; y lo importante no es que se disuelvan o dejen de creer en ello -dado que la pluralidad de pensamientos es la base de un estado moderno-, pero, sí, que sean conscientes de que Su Verdad no es la única, sino una de tantas. Todos sabemos como a lo largo de nuestra historia, el radicalismo ha causado terror cuando ha intentado imponer su verdad como La Verdad. Por eso, tengamos los ojos bien abiertos, porque cuando esto ocurre, hay un riesgo muy grande de que cualquier extremismo político o religioso desemboque en totalitarismo o fundamentalismo respectivamente.
Byron Katie escribió una frase maravillosa en su célebre libro Amar lo que es: “¿Qué prefieres, tener la razón o ser libre?”. Dejemos que la filosofía siga viviendo entre nosotros: nos hace libres.

Los escondites del Cronista Errante
¿Dónde comer?…
Las Tavernas de Plaka
En el barrio de Plaka, entre sus calles estrechas, sinuosas, y además, como si fuera poco, a las faldas de la colina de la Acrópolis, encontraran muchas tavernas típicas de comida griega. Algunas tienen muy buenas opciones de menú (12-14 euros) que llevan incluida la copa de vino. La ensalada griega es una excelente opción de entrada, y para el plato de fondo, está muy bien el cordero al limón o el moussaka, un contundente pastel de carne griego.

¿Dónde dormir?….
Athens International Youth HostelVictor Hugo, 16; doble o triple – 10 euros p/ persona

Este albergue, totalmente reformado, está situado en pleno centro. Es una buena opción no sólo por la ubicación y el precio, sino por los servicios alternos que ofrece: wi-fi y desayuno gratis (es decir incluida en la tarifa) y venta de tickets de todo tipo (ferries, tours, etc). Telemaco (el mismo nombre del hijo de Ulises en La Odisea), el recepcionista, es un gran servidor que hará lo que esté a su alcance para que usted tenga una buena estadía.

Fotografía: Templo de Zeus, Carlos Modonese