lunes, 26 de enero de 2015

Qué no me ha pasado


Ayer, domingo, me sacaron la uña del dedo gordo del pie derecho. Completa. Me dolió mucho. Cuando la Providencia me toca la piel en un momento de paz no lo entiendo y, obvio, me quejo.
Pero la camioneta de un amigo me llevó hasta el pueblo más cercano, Curarrehue. Aunque prometió recogerme una hora después, fueron cinco horas en total las que esperé. Antes que nada, una quitada de uña no se la deseo a nadie. No tanto por la extracción de la uña como por la limpieza que hicieron debajo de ella. Había mucha tierra y cada pasada de algodón era como si rozaran la herida en carne viva de mis intestinos.
Después de la intervención médica, me senté en la sala de espera y llegó un hombre de paso lento. Al entrar al Consultorio Médico de Curarrehue se sentó a mi lado. Ni siquiera me saludó, solo se quitó el sombrerito que se lo quería patear por el dolor que tenía en el dedo. 
Al pasar unos minutos y ver como miraba el piso, le pregunté qué le había pasado. Que no me ha pasado, me respondió con una sonrisa neutra, leve. Quise volver a preguntar, que cosa le había pasado en la vida, pero preferí respetar el silencio y esperar a que me contara algo. No lo hizo. Y a usted, señor, ¿qué le pasó?, preguntó él. Momento perfecto para extenderme y decirle cómo había sido ese pisotón en la fogata, las “No disculpas” del tipo que lo hizo y, finalmente, mi dolor, extenso, variado, de colores. Un mierdón. 
El sujeto asentía con tranquilidad, como queriendo entender lo que me había pasado. Después de la explicación, no dijo nada. Señor, le dije. Mi nombre es Alejandro, corrigió. Alejandro, le repliqué, a mí ya me atendieron, puede pasar. Y él solo asintió, sin apurarse por nada. Qué le ha pasado a usted, le pregunté. Qué no me ha pasado, volvió a decir. Yo asentí, no quise preguntar nada más y miré el piso. Cómo él. Como si el brillo del sol sobre esas losetas sucias le dijeran algo. Te duele mucho, me dijo. Un huevo, le respondí. Él extendió la media sonrisa y se puso el sombrero. Por un momento pensé que algún viento del sur de Chile lo puso a mi lado para algo. Pero, ¿para qué? De pronto llegó la camioneta de mi amigo. Tocó el claxon y yo salí del centro médico. Adiós, Don Alejandro, le dije, pero él me siguió. Voy contigo. ¿Con quién?, le pregunté. Cruzó la carretera conmigo y le preguntó a mi amigo si lo podía llevar hasta el puente, a un kilómetro de ahí, agregó. Mi amigo dijo que sí, que no había problemas, y él subió a la camioneta. ¿Por qué no se quedó en el centro, acaso no tenía alguna dolecia, qué hacía en esa camioneta, con nosotros? 
Todo el camino lo observé por el espejo del copiloto. Alejandro miraba las montañas, con una sonrisa tranquila, contemplando el volcán Lanín y el vasto verde que cubre toda la zona de Curarrehue. 
Justo en el momento en que le iba a preguntar, qué le había pasado en la vida, él dijo que en el próximo puente debía bajar. Adiós, dijo, sin mirarme. Cruzó a paso lento la carretera, mientras yo me preguntaba por qué había llegado al Centro Médico de Curarrehue. 
Mira la cima del volcán Lanin, me dijo mi amigo, mientras yo solo recordaba a Don Alejandro diciendo, Qué no me ha pasado.

miércoles, 21 de enero de 2015

Homenaje a Chiquiturris y Patita


 

 
Mi regreso a Pucón me llena de recuerdos. Algunos buenos, otros agridulces. Es lo que tiene esto de escribir, que los recuerdos se fijan con tinta de sangre. 
No sé por qué algunas personas afirman que la nostalgia es un sentimiento negativo. El pasado importa mucho, te hace sentir vivo.

Este evento ocurrió hace casi un año y siento que le debo un homenaje. 
Apareció una mañana en mi cabaña, en Pucón. Cruzó el cerco vegetal que servía de lindero con la casa de al lado y entró sin pedir permiso. Les confieso que pensé en botarla. Recién me estaba instalando y tenía que acostumbrarme a un hábito nuevo como el de poner leña a la estufa todos los días para no congelarme. Pero, sinceramente, fue porque aún no tenía pensado criar mascotas. Sin embargo, su mirada inteligente me impactó.

Recuerdo que la primera noche sus ladridos a los perros callejeros de la zona me despertaron. Cuando abrí la ventana de mi cuarto para callarla, se volvió a mí sin dejar de ladrar, como diciendo, "estoy haciendo mi chamba, hermano".
Y así se fue quedando. Paula le puso Chiquiturris. El nombre no me gustó pero cambie de opinión al ver como la lamía cuando la llamaba de esa manera.
A las tres semanas sentí un quejido de cachorro por la noche y pasó lo que me temía: al salir a la terraza la miré y vi a su cachorrito negro. Lo había traído sabe Dios, de donde. Parecía una mancha negra, pegado a su pierna. Le puse patita, porque tiene una pata blanca, como si la hubiese metido en un plato de leche, y porque en Perú, los patas son los patas, pues.
Y así, se fueron quedando.
 

Sin darnos cuenta completaron tres meses con nosotros. 

Hoy, estos guardianes de nuestros sueños, carentes de sangre azul perruna, ya no duermen en nuestra casa, sino que descansan en el paraíso. 
Solo sé que les debo un homenaje para sellar nuestro pacto. Para siempre.