viernes, 27 de marzo de 2015

La esquina

Todo iba muy bien hasta que llegué a esa esquina.
Salí de mi casa a las 18:00 horas para encontrarme con un amigo en un café cercano. Para estos días calurosos del verano limeño, una hora agradable para dar un paseo y mimetizarse con esa atmósfera tibia y letárgica que envuelve al malecón de Miraflores. Cuando el sol, un gran ojo rojo, disfruta viendo como flotan las siluetas ennegrecidas de los que hacen parapente, péndulos humanos que sobrevuelan El Faro.
Pero dejémonos de tanta poesía y vamos a la historia. Llegué a una esquina del ovalo de la plaza Bolognesi (No voy a comentar nada de él, la foto es suficiente). 

Foto: Ovalo plaza Bolognesi, Miraflores. IMAVAL / Proyecto Burano

Lo que sí quería compartir con ustedes es que esa esquina es, quizá, una de la más apacibles de Miraflores. Para que los peatones puedan pasar, sobre la calle hay un paso peatonal marcado sobre un badén (rompemuelle para los peruanos, policía acostado para los colombianos, no los busquen en el diccionario, no existen, pero cómo me gustan estos sinónimos latinoamericanos, los nombres ya son un relato). Bueno, decía, a pesar de esa doble señal en el suelo de ¡Pare, Stop!, los conductores pasaban a toda velocidad y los carros se elevaban por los aires sobre los badenes marcados con paso de cebra. Además, cuando varios vieron que yo tenía la intención de cruzar, amagando con la rodilla levantada, cambiaron la marcha y apretaron el acelerador.
Esperé un buen rato hasta que un auto blanco se detuvo al verme, me hizo un ademán para que pasara y los demás, que venían detrás (es decir no podían pasar), se volvieron civilizados de un momento a otro. Hasta me sonreían los desgraciados. ¿Y ese carro blanco, por qué se detuvo así, de improviso, se habría dado cuenta de que la paciencia dignifica al ser humano? En fin, mientras cruzaba la calle lo miré de reojo y le levanté la mano agradeciendo el gesto, más que con gratitud con cierto miedo de que no me pase por encima. Cuando llegué a la otra orilla recién exhalé el aire contenido. El tipo del carro blanco también me levantó la mano y se desveló el misterio cívico, ¿Taxi, señor?   




Hoy volví a la universidad

Hoy volví a la universidad. No como alumno sino como profesor; no en Fundo Pando, en Salaverry, con pantalones un poco más formales que lo jeans desgastados, pero con una caminada que, quizá, buscaba imitar a los alumnos. Tan viejo no estoy (sonrisa estomacal). 
Miradas atentas, algunas inquisitivas, durante mi presentación en clase; en lugar de reglas de juego propuse un código de honor y todo fluyó hasta que vi el inevitable, relajado y desvergonzado bostezo leonesco, a lo Metro Goldwyn Mayer, de una alumna, felizmente, casi terminando la clase. 

Adrenalina a tope, sonrisas al final y en el bus de vuelta me dormí como en mis épocas de cachimbo, soñando un futuro.
Me despertó el aroma a Comandante Espinar. El chofer del bus ETUSA, lleno hasta la médula, me exigió el pago del pasaje. Yo le mostré el ticket de su bus a gas destartalado que anunciaba el cuidado que tenía del medio ambiente. No me dijo pie derecho, pero al partir su motor rugió como un insulto y su estela de humo me cubrió como lo hace la niebla miraflorina los días en que las cosas me salen bien.


 

miércoles, 18 de marzo de 2015

El Diez



 

Ni una michelada más, nada de Dobles X ni rodajas de limón dentro de Coronas, le dije al mesero. Acodado en la barra de un bar del aeropuerto bebía la última Coca Cola y no quería nada que tuviese recuerdo a Cancún. Tenía la cabeza entre mis dos manos, mirando sin interés un partido de fútbol; cuando de pronto, vi salir del baño a un gordito de pecho inflado con el mentón altanero y gafas negras. Delante de él, un sujeto pálido y musculoso, con una nariz tan afilada como la punta de un lápiz. El sujeto, rapado como un neo nazi, cargaba dos grandes maletas en las manos. El gordito, que iba con camiseta blanca y pantalón Adidas, no llevaba nada en la manos, salvo su celular, al que miraba todo el tiempo. El de nariz filuda giraba la cabeza de un lado a otro, todo el tiempo. Una actitud algo pretenciosa. Pero a pesar de los tatuajes sobre los músculos, cubiertos solo con un bivirí blanco (musculosa para los amigos de la península), al graffiti humano no lo miraba nadie. Me puse de pie de inmediato y los seguí, detrás, casi pegado a sus talones.

Coincidimos en la misma puerta de embarque del vuelo con destino Lima, que hacía escala en Panamá. Ya en la manga, a punto de entrar en el avión, estaban unos pasos delante de mí. Saqué de mi mochila, lentamente, mi cámara analógica. Me quedaba solo una foto por tomar: resoplé de alivio. La mayoría de las fotos de ese rollo las había tomado sin ganas, quizá, representaba lo que ese viaje a Cancún había sido para mi: un chicle al que se le agota el dulce en un segundo. México tiene lugares espléndidos y la Riviera Maya, también, pero a esa parte donde me tocó ir no la salvaba ni el mar de siete colores. Por sus calles solo transcurrían zombies hipnotizados por una música alta pero sin alma, tragos gigantes pero adulterados, rubias grandes pero infladas. Un paraíso de goma.

Pero ya no importaba nada, ¡tenía al Diez delante de mí! Y nadie lo había notado. Ni lo miraban. Diego estaba sentado sobre su maleta, con la espalda apoyada en la manga, la mirada en el piso. El guardaespaldas lo cubría con las dos piernas abiertas y los brazos cruzados. Corría el año 2002. No era el Maradona que vi en el año 81 en un partido con Alianza Lima en Matute, con la cabeza de borrego y bailarín de la cancha; pero, tampoco, el nuevo engendro de la cirugía plástica que vi hace unos días en la televisión, con labios carnosos y rosados. En esa manga de avión, en Cancún, el Diez estaba pasado de kilos; sin embargo, aún conservaba un destello de la expresión pícara del niño que corre detrás de un balón como si fuese un helado.


Foto: minuto1.com

Cogí mi cámara con las dos manos, pasé saliva y di un paso adelante. ¿Diego?, le dije. El Diez no levantó la cabeza, el guardaespaldas, en cambio, sí estiró el brazo tatuado (alcancé a ver uno de Sam El Pirata). ¿Adónde vas pibe? Contigo no quiero hablar, le dije, y me volví nuevamente al Diez. 22 de junio de 1986, minuto 55, segundo gol a los ingleses; julio de 1987, 75,000 hinchas asistieron a tu presentación pública en el San Paolo de Nápoles; 1979, campeonato mundial juvenil... Pará, me interrumpió el Diez. Dejá al pibe, le murmuró al tatuado, mientras se apoyaba en Sam El Pirata para ponerse de pie con dificultad. ¿De dónde sos?; de Perú, Diego, de Perú. Le di la cámara al guardaespaldas, que se sintió un poco tonto y lanzó la placa. Apenas me la devolvió, todas las personas de la fila comenzaron a caer como kamikazes. Al Diez le cambió la cara y el guardaespaldas estiró los brazos, que no le hinchen las pelotas al Diego, ¿ok? Ya en el avión, el Diez iba en un asiento con la mirada pegada a la ventana. Comía Doritos con ansiedad. Durante el vuelo fui al baño varias veces con el propósito de acercarme a él, pero el guardaespaldas, atento, levantó la cabeza y me fulminó con la mirada en todas las oportunidades. Desistí en todas.    


 Foto: Miguel Gutiérrez / EFE

Lo primero que hice llegando a Lima, lógicamente, fue ir a la calle Porta a una tienda Tu rollo en 1 hora. Lo dejé y me di quince vueltas seguidas por el parque Kennedy, haciendo tiempo antes de recogerlo. Cuando llegué a la tienda me di con una sorpresa: el dueño de la tienda, bajo y obeso como un cuy con dientes de platino, ya había colocado la foto revelada en la puerta de vidrio, en la misma entrada del local. Ahí estaba yo, en medio de personas que posaban con Gisela Valcarcel, Machín, Julinho, Eva Ayllón y Almendra Gomelsky. Me enervé tanto que arranqué la foto de la puerta y me fui del local, dejando todas mis fotos de Cancún, ahí, reposando en algún cajón de esa tienda Tu rollo en 1 hora.

sábado, 7 de marzo de 2015

El corcho




Muchas cosas pasan cuando estoy frente a ese corcho. Este fin de semana, apenas llegué a Chincha, entré a mi antiguo cuarto donde, salvo ese corcho, todo ha cambiado. Hace 23 años, cuando me trasladé a Lima para empezar mi vida universitaria en La Católica, le pedí a mi madre que no lo mueva nunca de su sitio. Me puse en cuclillas y me inmovilicé. Como siempre, percibí, extrañamente, como si fuese la primera vez que veía esas fotos. Las revisé una a una: el ceño fruncido y agobiado por tanta gente en un cumpleaños que celebré en Jahuay, donde solía veranear de niño; gafas negras y cuerpo erguido en las montañas de el Camino del Inca; curioso y alerta en los primeros campamentos de la universidad.
Vi la grieta en la pared, resultado del terremoto del año 2007 que, según mi viejito, fue la única vez en su vida que vio al “diablo calato”. Vi la grieta y volví a las fotos en el corcho. Proveniente del maravilloso árbol del alcornoque, el corcho tiene la noble tarea de guardar los vinos; y de guardar, también, lo mejor de nuestros años en esas fotos. Ahora, cuando hay poca suerte, el oxígeno se cuela en el corcho y avinagra los vinos. O como se dice por acá, los “pica” o siendo más coloquiales, los caga. De modo que, sonreí al ver las fotos, porque es como si la vida hiciese versiones diferentes de uno, cada cinco años. En una foto, de niño, tengo el pelo claro y lacio; en otra zambo, como un casco de moto; en otra aparezco comiendo una concha a la parmesana, los ojos abiertos, gordo y fofo; en la última, debajo a la izquierda, le doy una pitada a un cigarrillo, nada de bacán, al contrario, medio asustado, marginal y periférico. Y ya no quiero seguir mirando fotos. No. Siento un poco de vergüenza. 


Luego vi mi último corcho. El que tenía en Madrid. Ya no existe, pero sobrevive en una foto que tomé con el I-phone. En él hay una librería de Corrientes, Argentina. Una mirada de tigre me vigila. Y cuando me sentía estancado en mis horas de escritura, me volvía a un Vargas Llosa relajado, que me serenaba. Truman Capote, con la copa de champaña en los labios, era mi cómplice cuando andaba espeso y necesitaba quitar el corcho de una botella de vino. Pero también estaba Conrad. El gran Joseph. Su mirada grave y profunda me sugería que sea solemne con el oficio: vamos, tú puedes hacerlo mejor, Carlos. 


Al igual que el corcho que me espera siempre en Chincha, este lo guardo en el I-phone, porque quiero volver a verlo en unos años, más adelante. Seguramente vuelva a pasar por la nostalgia, la alegría y la vergüenza. Porque las versiones de uno mismo, como las aplicaciones del I-phone, siempre se actualizan.
Vi la grieta de la pared y vi las fotos del corcho. Y al volver a las fotos, como siempre, volví a ver la grieta.

domingo, 1 de marzo de 2015

Carnaval




En la terraza, el rincón más pequeño de la casa pero en el que más disfruto estar, arrastro una silla y pongo el tema de conversación. Ella se lleva la taza de café a los labios y no contesta a mi pregunta. No tiene ganas ni palabras. Se sienta mirando al sol. Yo también me siento a la mesa, en sentido opuesto, mirando al mar. A ella le gusta el sol, lo vio asomarse por la sabana durante toda su vida. Yo elijo el mar, donde pasé todos los veranos de mi infancia. Ella mira al este y yo al oeste. No words.

Durante los últimos días de febrero, el mes del carnaval, la muerte realizó su inevitable visita. Rozó a algunos pero, también, se llevó a varios parientes cercanos. Es rara la muerte. Y más aún en carnaval. ¿Acaso no es paradójico? Aunque reflexionando sobre el origen latín de la palabra descubro algo: “Carnelevarium” se puede traducir al español como “quitar la carne”, que hacía referencia a la prohibición religiosa de consumo de carne durante los cuarenta días de la cuaresma. La muerte se lleva la carne en febrero: Ahora si cobra algo de sentido.

Luego de la siesta, nuevamente en la terraza, el rincón más pequeño de la casa, pero donde suceden las preguntas más grandes, yo vuelvo a tocar el tema, ¿adónde ira el abuelo? Ella no responde. Pestañea y continua mirando al sol. Yo miro al oeste. Ella al este. Debe ser algo cómo cuando la nube se convierte en lluvia, le digo. No words. De pronto, en un momento, ella deja de mirar al este, gira su silla y se sienta mirando al oeste, al mar, donde justo en ese preciso momento el sol y el mar se funden. Y ahí, ella, me toma la mano.