miércoles, 12 de diciembre de 2018

La novia



Una mañana de diciembre como ésta, hace siete años, salí por las calles de Moscú a dar un paseo. No iba ni al Kremlin ni a la Plaza Roja, tampoco a la catedral de San Basilio. De haberme enterado que Perú clasificaría al Mundial de Rusia 2018, seguramente hubiese hecho un viaje a Saransk, pero esa visión no aparecía ni en sueños por esos días.

La persistente razón de hacer ese paseo, en esa mañana moscovita, con un frío de cuchillo y sin nieve, la descubrí cuando llegué a la casa de Antón Chéjov.

Nada tenían que ver las dimensiones de su  cama y escritorio, pequeñas y estrechas, con el impacto que me había causado la lectura de "La novia", dos años antes.

Ocurrió cuando llegué a San Sebastián, en el 2009, con una maleta de ropa, pesada por el miedo y la ilusión que suponía comenzar a cultivar con seriedad mi oficio de escritor.

Trabajaba en una agencia de viajes muy cerca a la bahía de la Concha y, en un breve intermedio a la hora almuerzo, al mismo tiempo que devoraba un bocadillo con tortilla de patata las páginas de "La novia" removían mis tripas como si estuviesen estrujando un trapo.

Gracias a Marginalia Libros por la oportunidad que me dio de poder volver a pasar por el corazón ese momento en el que leí "La novia", el cuento que marcó mi vida

Marginalia Libros-Carlos Modonese-"La novia", el cuento que marcó mi mida.  

jueves, 8 de noviembre de 2018

Madrugada




El camino hasta Ventanilla toma una hora y media, paso por ti antes de las seis, ¿te queda bien, Gustavo?
Sin problemas, respondió. Como si las madrugadas fueran, desde la presentación de su última novela, un estado natural.
El tono de su voz era bajo, "No estoy del todo bien", justificó con serenidad. Estaba saliendo de un resfrío.
Antes de iniciar la charla, mostró una sonrisa sobria e hizo una pausa. Quizá para articular lo que iba a decir, quizá para proteger su timidez. O ambas cosas.
“Es paradójico. Cuando era niño escribía para no hablar. Ahora me llaman para que hable de lo que escribo...”
La risa estalló en la clase y el tono de voz fue lo que menos importó.

Porque Gustavo, como diría Jorge Drexler en “Estalactitas”, un tema de su último disco, llegó con los bolsillos llenos de tiempo.
Tenía inflamada la garganta, sí, pero también las emociones.
El tiempo que nos regaló su órgano vital fue el que potenció la voz:
“Ustedes se están preparando para trabajar en salón, ¿cierto?”
Está primera pregunta que le hizo a los chicos fue el chispazo que hizo latir algunas lecciones que nos dejó:
El hombre inventa ficciones para poder vivir, como el dinero, necesario para hacer transacciones y no matarnos con las conversiones de los productos de intercambio.
Las abejas y las hormigas trabajan juntas y se organizan, convienen que debe ser así para poder sobrevivir, colaboran para eso.
Todos los animales comen para alimentarse, pero nosotros, los hombres, no solo nos alimentamos cuando comemos, también vivimos una experiencia nutrida de aromas, sabores, texturas y palabras.
Ustedes son los que inventan estas ficciones, les dijo. Y son necesarias para que vivamos esas experiencias memorables.
Mientras más lean, más insumos, más ingredientes tendrán para estimular su creatividad y hacer nacer nuevas experiencias. Para inventar lo que aún no conocemos.

Como la hija que le inventó Gustavo a su hermano. En Madrugada, su última novela.
Una hija que en la vida real apareció de la nada y devolvió esperanzas a una familia que, tal vez, la estaba esperando desde hacía mucho tiempo.
Solo que Gustavo la vistió con un traje distinto.
Porque la Trinidad de “Madrugada” no es la hija de su hermano. Es la hija que él quiso que sea. La que salió de sus entrañas para que sobreviva a la indiferencia, a los viajes interminables en bus, a la familia que no la reconoció, a los metales en el cuerpo, al racismo, a la inequidad.
A las migraciones de provincianos a esa Lima febril y multicolor, que recibió a Trinidad para que ella, con todo su buen humor, gracia y coraje selváticos, se redima.

Gracias Gustavo, por madrugar ese día.
Por la Madrugada que nos hiciste descubrir en tu novela.
Pero, sobre todo, por llegar con los bolsillos cargados de tiempo en este mundo agitado y de agendas apretadas.
Gracias por inspirarnos de manera generosa con tu perspectiva de la ficción, como nutriente para construir experiencias, como un ingrediente para sobrevivir.




miércoles, 21 de marzo de 2018

La medida de todas las cosas



Foto: Carlos Modonese

Quienes hayan entonado canciones alrededor de una fogata, en algún campamento playero a finales del siglo pasado, quizá sintieron los ecos rebeldes contra las dictaduras militares latinoamericanas, en las canciones de Sui Generis. 

Como si se tratase de un llamado a la consciencia, después de leer el último libro de Pedro Llosa(Lima, 1975), “La medida de todas las cosas”, me puse a escuchar “Aprendizaje”. Un tema insignia del álbum “Confesiones de invierno”(1973), de ese dúo de ángeles pelucones que eran, en la década del setenta, Nito Mestre y Charly García.


Puse mucha atención a la primera estrofa: “Aprendí a ser formal y cortés, cortándome el pelo una vez por mes, y si me aplazó la formalidad, es que nunca me gustó la sociedad”.

Foto: Blog de Charly García

Con “La medida de todas las cosas” me llegó este flashback, el recuerdo cantado de “Aprendizaje”, su melodía suave protestando contra el sistema, reconociendo la autenticidad que albergan las cosas simples de la vida.

“La medida de todas las cosas”(Emecé, 2017) ha sido la consolidación de la propuesta estética en la obra literaria de Pedro Llosa, demostrada en “Protocolo Roschach”(Finalista Premio PUCP, 2005)  y “Las visitaciones”      (Premio APJ 2014), sus libros de cuentos anteriores.

Los relatos se asemejan a seis piezas de relojería cantadas alrededor de una misma fogata, un mismo concepto: el cuestionamiento a los valores (¿o anti-valores?) de una sociedad, contados alrededor de universos domésticos. 
Los primeros dos relatos, “Unas fotografías, apenas” y “Alboradas”, muestran los desafíos que supone la vida en pareja, los acuerdos políticos que surgen con los años de convivencia, “para no sacarnos los ojos”.    
La narración es equilibrada, con diálogos divertidos e inteligentes que confrontan nuestras creencias más profundas acerca de ellas. Al leerlos tuve un déjà vu con los diálogos de Diane Keaton y Woody Allen, la entrañable pareja de Annie Hall(1977).

Incluso, en el último relato, “La medida de las cosas”, el personaje escritor enfrenta un dilema moral muy grande, el de renunciar a escribir lo que verdaderamente desea para poder sobrellevar una vida en pareja "normal", en medio una sociedad que valora más la superficie que la profundidad.

“Cazadores de ostras” es, tal vez, el relato mejor logrado del libro. La aguda observación del modus vivendi de las aves ostreras y los recuerdos de los campamentos de la infancia son exquisitas y sutiles metáforas, que nutren las reflexiones del personaje acerca de si la naturaleza debería o no tener dueño, o si la vida en comunidad podría ser la opción humana más justa.  

Foto: Audubon Society

De cualquier manera, "Cazadores de ostras" es una potente evidencia de la versatilidad en la literatura de Pedro Llosa, por tres motivos. 

El primero, por las reflexiones profundas de sus personajes. De esta manera roza el terreno de la novela: además de buscar la esfericidad que exige el argumento de un relato, los personajes se preguntan cosas. Haciendo una referencia al título, si el hombre es medida de todas las cosas, estos personajes demandan pensar sobre sí mismos, dentro de la sociedad a la que pertenecen. 

El segundo, por el serio compromiso con la realidad en la que viven sus personajes.
Un motivo íntimamente relacionado con una frase que Julio Cortázar nos dejó en sus brillantes lecciones de literatura en la Universidad de Berkeley (1980):

“…me parece muy alentador y muy hermoso y cada día más frecuente en América Latina que los escritores de ficción, para quienes el mundo es un llamado continuo de toda libertad temática, dediquen una parte creciente de su obra a mezclar sus calidades literarias con un contenido que se refiere a las luchas y al destino de sus pueblos…”.

De hecho, “El príncipe de la basura” es un claro ejemplo de esto, porque aborda con mucha imaginación un tema imperdible en la agenda mundial actual, el medio ambiente: la municipalidad de un distrito limeño contrata a un holandés para implementar un moderno sistema de reciclaje, que funciona sin problemas en los países desarrollados. 
Sin embargo, en países como el nuestro, este sistema podría ser el destructor de un sector marginal de la población, que tiene en el reciclaje manual una fuente de ingresos para sus familias.

El tercer motivo tiene que ver con la forma en que los conocimientos enriquecen la ficción. 
Y es que, siendo Pedro Llosa un economista y un estudioso de la política, sus relatos no son ensayos, tampoco papers científicos.  
Aun cuando en sus cuentos desfilan grandes nombres de la economía y la política - como Adam Smith, Sócrates, Jerry Cohen, David Ricardo, etc -, estos no pretenden enseñarte todo lo que el autor sabe de estas ciencias. Todo lo contrario, Pedro Llosa, como el neurólogo británico Oliver Sacks o el genetista español Miguel Pita, pone el conocimiento de las ciencias al servicio de las historias, las mismas que tienen como punto de partida el universo de su creador. 

Esta es la cualidad que más admiro en los cuentos de “La medida de todas las cosas”. La que me hace volver con nostalgia al pasado, a Sui Generis, y cantar con fuerza una de las últimas estrofas de “Aprendizaje”: Y tuve muchos maestros de que aprender, solo conocían su ciencia y el deber, nadie se animó a decir una verdad, siempre el miedo fue tonto
Pedro no solo conoce su ciencia. También se atreve a escribir las verdades a través de buenas historias, las verdades que a muchos se nos pueden quedar pegada en los labios.

viernes, 2 de febrero de 2018

Encuentro con Coetzee


Foto: JM Coetzee en Cartagena / El País / Daniel Mordzinski

John Maxwell Coetzee (Premio Nobel de Literatura 2003) fue el motivador, el dulce puñal a la memoria que me hizo dejar un día soleado en la casa de playa con mi familia, a 20 kilómetros del centro de Cartagena de Indias, y asistir a su conferencia en el HAY Festival 2018.
Dulce puñal porque cuando leí “Desgracia”, en el 2010, me impactó la estela sutil y afilada que dejaban sus palabras, como el humo de un revolver cuando flota en el aire después del disparo.

No sabía que ese mismo impacto se reproduciría al verlo y escucharlo en persona, una de esas posibilidades que podía darse pocas veces en la vida, dado que la excesiva timidez de Coetzee no lo hace amigo de las presentaciones en público ni de las entrevistas, tampoco de recibir a los medios de comunicación.
A esa conocida timidez se debió que la conferencia fuera estructurada en una lista de preguntas, previamente establecidas, entre el escritor sudafricano y su editora argentina, Soledad Constantini.
La espontaneidad no es para Coetzee. Por lo menos no, en el ámbito público.

Días antes comencé a imaginar la pregunta que iría a hacerle:
¿En qué momento te diste cuenta que querías ser escritor?, tremendo cliché, lo taché con fuerza y probé otra.
¿Cómo impactó el apartheid y la independencia de Sudáfrica en tu literatura?, pretenciosa a morir, también la descarté.  

En fin, podía ser una pregunta relacionada con “Desgracia”, con las reflexiones inflamadas de ese profesor universitario que se le acusa de acoso sexual a una alumna.
Pero no, yo sabía que la pregunta sería acerca de “Juventud”, sobre las emociones crudas e invisibles de ese joven matemático que quiere ser escritor. 
Un muchacho que deja Ciudad del Cabo y se traslada a Londres, donde espera que sus carencias materiales no le desvíen de lo que su espíritu busca incansablemente, una auténtica voz literaria:
“Porque será artista, eso ya hace tiempo que está decidido.
Si de momento tiene que ser desconocido y ridículo, se debe a que el destino del artista es sufrir el anonimato y el ridículo hasta el día en que se revelen sus verdaderos poderes y quienes se burlan y se mofan de él tengan que callarse”.

En la contratapa de “Juventud” escribí varias preguntas en español y en inglés, por si acaso, y llevé el libro con la ilusión de ver su firma estampada en él.
Llegué una hora antes al Centro de Convenciones Julio Cesar Turbay, una moderna edificación que reposa sobre un recodo de bahía, frente a la antigua Ciudad Amurallada.
Era el cuarto de la fila y una vez que ingresamos al anfiteatro con capacidad para 6,500 asistentes, me acerqué a una señorita de cara redonda y gafas de pasta. Tenía el micrófono en la mano y un gesto ausente, esos que revelan el no saber por qué está ahí.
Le comenté donde me sentaría para que me identifique cuando levante la mano en el momento de las preguntas, por favor.
Foto: Centro de Convenciones JCT / Juan Alzana-Flickr

Coetzee apareció sobre el escenario con camisa blanca y traje negro. Sus pasos eran lentos y arrastrados, como queriendo evitar que la audiencia se percate de su presencia.
Comenzó leyendo un cuento nuevo en voz alta: “El perro”.
Una sorpresa sabiendo que la obra del sudafricano pertenece, casi en su totalidad, al ensayo y la novela.
Antes de iniciar la lectura, aclaró que leería el cuento en inglés y le pidió a Soledad Constantini que leyera la traducción oficial en español. 
Explicó que él leería un párrafo y Constantini lo traduciría inmediatamente, y así, hasta el final. 

Teniendo en cuenta de que la conferencia duraría una hora y que la lectura del cuento, en ambos idiomas, podría tomar quince minutos,el escritor no aceleró el paso,pronunció cada palabra con claridad y estrujo con sus manos el papel cada vez que los ladridos humanizaban al perro del relato.
Al terminar de leerlo hubo unos segundos de silencio, esos que permiten atrapar la solemnidad de lo que se acaba de oír.
Después de los aplausos explicó que el cuento forma parte de su próximo libro, “Siete cuentos morales”.
Relatos que abordan los temas morales que él considera importantes: sobre la infidelidad en las parejas, sobre las decisiones que toman los hijos cuando sus padres llegan a la vejez, sobre si los animales deberían o no gozar de los derechos que posee la especie humana.
Foto: JM Coetzee en HAY Festival / El Colombiano

Coetzee compartió, también, su insatisfacción por el dominio que el idioma inglés está ejerciendo en el mundo: “Me resisto a sus pretensiones universalistas”.
Aclaró que, aunque escribe su obra en inglés, no se considera un escritor de habla inglesa, porque su lengua nativa, además, es la de los afrikaners (colonos neerlandeses que llegaron a Sudáfrica en el siglo XVII).

Esta declaración tiene mucha relación con su proyecto “Literaturas del sur”, que nació de su experiencia como profesor en la Universidad de San Martín en Buenos Aires.
Con “Literaturas del sur” el Nobel pretende acercar a los escritores y editores de tres países del hemisferio sur: Australia, Sudáfrica y Argentina.
"Son países del sur geográfico con características comunes de clima y fauna y flora, pero también, más importante aún, con historias de colonialismo detrás de ellos, y con sus propias variedades de cultura de asentamiento".
De esta manera, los editores del norte no serán los que decidan qué publicar del español al inglés y viceversa.
Es decir, un texto latinoamericano podrá traducirse al inglés sin pasar previamente por Nueva York, y al contrario, si un escritor australiano o sudafricano desea publicar en Latinoamérica, su texto no necesariamente tendrá que pasar por Londres.

¿Por qué está simpatía de Coetzee con el español?
Me atrevo a decir que lo descubrí en un párrafo de “Juventud”, acerca de la lucha de este joven que busca no solo una voz literaria, también un idioma para escribir sus emociones, porque no quiere hacerlo en su lengua materna (afrikaner):
“El idioma francés se le resiste, le excluye…Capta el español sin problemas. Lee a César Vallejo en edición bilingüe, lee a Nicolás Guillén, lee a Pablo Neruda. El español está plagado de palabras de sonido brutal cuyo significado ni siquiera acierta a adivinar, pero da igual”.

De pronto, Soledad Constantini informó que no había tiempo para preguntas y pedía disculpas. Giré la cabeza y vi que la niña del micrófono ya no estaba.
“El escritor sí dará un espacio para la firma de libros”, agregó una organizadora del evento.
Eso me tranquilizó. Por lo menos por unos segundos.
Me firmaría “Juventud” y le haría la pregunta que tenía escrita desde hace mucho en la contratapa.
En ese momento deslicé la cremallera de mi mochila y vi que no había traído el libro.
Me cogí la nuca con ambas manos: las gran puteadas iban y venían por mi cabeza como por un pasillo franco.
La fila para la firma era muy larga. Todos tenían libros en la mano. Menos yo.
Salí de la fila y del recinto.

El calor era sofocante y, después de cuarenta minutos en auto, en medio de una carretera plagada de palmeras, llegué a la casa y corrí a mi habitación a buscar el libro.
Pasé las páginas, sin embargo, tampoco encontré la pregunta.
En cambio, me detuve en un párrafo que había subrayado:
“Es un estado que no conocía: parece notar en la sangre la rotación constante de la tierra. Los gritos lejanos de los niños, el canto de los pájaros y el zumbido de los insectos se unen en un himno de alegría”.

Al cerrar el libro escuché la risa de mi hija y el sonido de un chapoteo en el agua de la piscina. Inmediatamente recordé que el día anterior había comenzado a gatear.
Guardé “Juventud” dentro de la mochila y salí a buscarla.


Foto: Carlos Modonese