Era domingo por la tarde, el sol se extinguía sobre un mar miraflorino disfrazado de balinés, la luz crepuscular calentaba mi corazón y me permitía un suspiro. El parque Salazar había sido invadido por un enjambre de niños; los bebés miraban todo con curiosidad, los que daban sus primeros pasos hacían sólo eso, caminar “Vaya donde el papá”– Decía la mamá, “Vaya donde la abuela” –Decía la tía. Los más grandes corrían detrás de una pelota, otros se pintaban de rosado la boca de tanto comer algodón de azúcar y fabricaban burbujas de jabón gigantescas, como me hubiera gustado hacer eso en ese momento. A unos metros estaba mi padre. Se ponía muy serio cuando negociaba el precio, luego sacaba unas monedas del bolsillo, pagaba y me traía lo que más quería en el mundo: Un globo ¡Qué hermoso era! El color rojo, su enormidad y ese brillo que centelleaba en la parte más hinchada lo hacían lucir perfecto. Me lo entregaba y yo lo sujetaba de una pita impidiendo que se vaya. Lo sentía mío al saber que su suerte dependía de mi voluntad, disfrutaba ver como flotaba por los aires, jalaba de la pita, lo arrastraba de un lado a otro, andaba por donde yo andaba, me acompañaba. Luego de unas horas ¡Lo inevitable! El helio empezaba a escapar y el globo ya no tenía aquella voluntad vigorosa de querer fugarse de mis manos, la pita empezaba a dibujar en el aire una curva lánguida y el globo cada vez bajaba más y más. La ansiedad empezaba a devorarme por dentro, mi padre se arrodillaba y me susurraba al oído: “Debemos soltarlo”, yo me llevaba los dedos a la boca en una reacción nerviosa. “¿Mi globo se va? No se puede ir papá” – le decía balbuceando. Él me tomaba de las manos y me miraba a los ojos “El globo necesita ir para seguir viviendo”. Yo movía mi cabeza negando aquella explicación innecesaria, una nube gris penetraba mis pupilas y las lágrimas empezaban a correr por mis mejillas. “Ya es hora que se vaya con Dios -me decía-. Allá arriba estará bien. Desde muy alto te mirará y volverá a ser el globo robusto, rojo que tú quieres que sea”. Un sentimiento de satisfacción inundaba mi corazón al saber que yo lo estaba redimiendo, lo salvaría de este mundo en el cuál no podría sobrevivir. En ese momento me secaba las lágrimas y asentía, aceptaba su destino, soltaba la pita y lo miraba hasta perderlo de vista. “Ya no estará más conmigo –pensaba- pero estará con Dios. Quiero que sea domingo otra vez en Miraflores”.
Fotografía de Antonio Ljubs (Flickr)
Anglet-Francia, Mayo 2009