lunes, 23 de agosto de 2010

Werchter, Bélgica: "Festival de rock 2010"

Había llegado al aeropuerto de Charleroi, Bruselas; siete de la noche, vuelo retrasado dos horas y una temperatura que rebasaba los 37 grados, ¡qué calor! Y como es de suponer, en el vuelo de Ryanair no me dieron ni las gracias. Salí del avión y recogí el equipaje; afuera, una pareja de amigos belgas me aguardaban con botellas de agua. Subimos al auto -una Citroën Berlingo del año 2001-, y una hora después habíamos llegado a uno de los enormes parking de Werchter. Caminando con las carpas y los sacos de dormir bajo los brazos, se abría paso Werchter, un apacible pueblito belga ubicado al noreste de Bruselas. Apuntando al cielo azul, la torre de su pintoresca iglesia; y el silencio hasta ese momento, se arrastraba por sus calles empedradas, alejando señales de aglomeraciones de gente.

Sin embargo, la gente fue apareciendo, de a pocos; primero, en su presencia invisible en las miles de bicicletas que atestaban los parkings; y segundo, en las innumerables carpas, una al lado de la otra, cubriendo como una marea multicolor las inmediaciones del festival. ”¡Dios mío! ”– dije para mis adentros. Encontramos un claro en el inmenso verde del camping y plantamos la carpa.

Una vez dentro de la carpa, me disponía a sacar la ropa de la mochila, cuando escucho la voz de mi amigo belga: ”Vamos. Debemos buscar un buen lugar”. Salimos volando, tragos de cerveza; la música se escuchaba muy lejos aún, pero cuando ingresamos al enorme recinto, la voz gutural de Billy Joe Armstrong retumbó con claridad: I can not hear you well, fck*** Belgium. Green Day ya estaba en el escenario, mientras nosotros, como el agua, intentábamos filtrarnos por la derecha y llegar lo más cerca posible. Luego de una hora, entendí porque el festival había recibido - en los años 2003, 2005, 2006 y 2007- el premio Arthur, otorgado al mejor festival del mundo. Un escenario enorme, entrega total de la banda de Berkeley, ochenta mil personas y fuegos artificiales a tope, después de cerrar con aquél famoso coro: It's something unpredictable, but in the end it's right. I hope you had the time of your life. Y eso fue lo que pensé en aquél momento: uno de los mejores momentos de mi vida. Sin embargo, no sabía lo que se venía.

Green Day había cerrado el día a lo grande, pero la fiesta siguió a lado de las carpas. Bastaron unas notas de guitarra para que muchas personas se acercaran a la nuestra. Mi amigo belga comenzó a tocar sin parar, una canción tras otra. Nada de protocolos entre nosotros y los desconocidos, sólo las vibraciones que puede hacer surgir la música; un puñado de cervezas; voces altas, algunas buenas, otras malas, pero todas cantándole a la noche. Y al día siguiente: el amanecer, inesperado. Nos sorprendió con la mirada puesta en unos baños portátiles que atraían a miles de personas. Todos querían ducharse al mismo tiempo. Las filas eran eternas y aburridas; y la temperatura fue un factor más para resistirme al aseo matutino. Tenía cerveza en el brazo, sí; cenizas de puchos en los tobillos, sí; el cuerpo perlado de sudor, sí; pero un día sin ducharse no mata a nadie.

Aparte de la billetera, lo único que revisaba en los bolsillos era el programa, subrayando los nombres de las bandas que físicamente podía ver durante el día. Lo que siguió: un día más de opulencia musical. Florence + The Machine, enérgica revelación femenina, voz de trueno y un dominio absoluto del escenario. Absynthe Minded; la agrupación belga demostró como el jazz puede convivir con el rock perfectamente. El toque pop lo puso Pink, quien no desentonó en un festival de hard rock; realizó un espectacular montaje que se inicio al sol y terminó con un espectáculo aéreo – a lo cirque du soleil - bajo la luna.

Y había llegado el último día: domingo 4 de julio. El reloj marcaba las 14:00; y la verdad estaba algo cansado. No me había bañado en tres días, el calor era insoportable dentro de la carpa y sólo tenía tres hamburguesas en el estómago en las últimas setenta y dos horas. Mientras pensaba en ello, mis amigos belgas aparecieron. Nos dirigimos al parking, a media hora del camping. Fue ahí que nos encontramos con otros amigos que tenían el carro abierto, música y mucha cerveza (para variar). Una hora más tarde, me entró un hambre voraz. Uno de ellos sacó del cooler de las cervezas una bolsa grande con presas de pollo. Pensé que lo iban a calentar en una parrilla, pero no; uno a uno iba tomando pechugas, alas y entrepiernas. Cuando la bolsa llegó a mí, tomé una de las últimas pechugas: estaba congelada. Levanté la mirada y vi como todos comían con avidez. Tenía mucha hambre; así que, miré el pollo, lancé un resoplido y me lancé a arrancarle la carne, cartílago a cartílago, hueso a hueso. Lo devoré, me supo a gloria y sentí un caníbal dentro de mí.

A las cinco de la tarde, como una peregrinación, todos se dirigían al escenario principal. Había llegado el turno para Them Crooked Vultures, un trío de lujo formado por Dave Grohl (Nirvana, Foo Fighters) en la batería, Josh Homme (Kyuss, Queens Of The Stone Age) guitarra y voz, y el legendario John Paul Jones (Led Zeppelin) en el bajo; quien como buen músico de estudio estimuló la improvisación en todo momento. A pesar de los años, ¡cómo sigue tocando el bajo, ese monstruo! Luego nos alejamos del escenario para descansar antes del impacto final.

Cuando el reloj marcaba las 23:00, había llegado el momento: Pearl Jam apareció en el escenario. Mi corazón se aceleró cuando observé a Eddie Vedder saludando al público; bebió un buen par de sorbos de vino y arrancó con la incendiaria guitarra de Do the evolution. Salté como una liebre. Luego, la conmovedora Elderly woman behind the counter in a small town; las infaltables Alive e Even Flow. Las luces bajaron cuando recitó Just Breath del último album; Did I say that I want you, did I say that I need you. No obstante, la energía de la banda los llevó a seguir tocando temas del primer álbum (Ten - 1991): Porch y Why go. Despedida con abrazos; el público salió satisfecho. Y yo, más sucio que nunca, ya no tenía hambre, tampoco sed. Eso sí, me sentía vivo. Créanme, sentirse salvaje por unos días es lo más puro que nos puede ocurrir. Como esa pareja belga, que cerca de los cincuenta años sigue plantando su carpa como cualquier adolescente en un festival de cuatro días. Wrechter no es acorde a su edad, les dicen algunos de sus amigos contemporáneos, bullsh***, responden ellos, la edad es mental. Y sí, mientras uno respire hay que vivir la vida como uno quiere vivirla, y no como otros dicen que debemos hacerlo. El próximo año vuelvo a Werchter (si Dios y el universo, así lo permiten). Nos vemos en unos días.

Los escondites del Cronista Errante
¿Dónde dormir?….
Camping Werchter

Existen alrededor de veinte lugares donde acampar en Werchter. Están divididos en tres zonas. El costo por persona es de 18 euros por los cuatro días de festival. Dentro del camping encontrará los servicios (ducha y baños) y lugares donde comer. A pesar de que los precios están bien, recomiendo comer afuera, no sólo por la variedad, sino porque en los campings la gente suele beber en las cafeterías. Al no fumador, el drástico olor a cigarrillo lo puede incomodar.

¿Dónde comer?…

Dentro del recinto hay mucha variedad, pero también los precios se duplican. Por esto, recomiendo que compre la comida fuera del perímetro del concierto, en donde la oferta también es buena: tacos, ensaladas, thai, pizzas, etc. La mejor opción -para mí gusto- fue la hamburguesa belga: generosa carne y muchos vegetales; y a solo 2.50 euros. Guarde su dinerito para comprar cerveza dentro. El calor y la música se lo pedirán en su momento.

Fotografía: Carlos Modonese