Llevaba más de dos horas sentado en el bus con el aire acondicionado al máximo nivel; el sol golpeaba mi rostro y el camino, de sólo una vía, parecía una serpiente negra que cruzaba las montañas áridas de la isla. El bus me zarandeaba hacia a la izquierda y a la derecha. Sentí nauseas. Dejé de leer y posé el libro sobre mis muslos; luego tomé una pastilla para el mareo y cerré los ojos unos minutos. “¡Descubre el sur de Creta!, ¡El sur, amigo!”, me había dicho Jimmy, mi amigo, el músico callejero que conocí en Iraklio. Con esas palabras en la cabeza me quedé profundamente dormido.
Después de un largo trayecto, aunque mantenía los ojos cerrados, me sentía mucho mejor. La pastilla había surtido efecto, además, la carretera ya no era tan escarpada como al inicio. Cuando abrí los ojos, vi como el escaso verde de las montañas contrastaba con la hierba amarilla, quemada por el intenso verano. Luego, levanté la vista y volví a ver a otro, “¿Un burro más?”, me pregunté, arrugando el entrecejo.
Quiero dejar claro que no es que tenga algo en contra de esos nobles cuadrúpedos, sino que en todo el camino no había visto una sola vaca, ¡y menos un toro! Increíble. ¿Acaso no estaba en la tierra del legendario Minotauro? Sí, aquél engendro mitad hombre y mitad bovino que parió Pasifae, la reina de la desaparecida civilización minoica. Según los frescos, la cerámica, y toda expresión de arte cretense, hace cuatro mil años el toro era un animal sagrado. Se le rendía culto y lo sacrificaban en honor a los dioses. Esto me llevó a pensar que, tal vez, sus ritos eran tan intensos y se daban con tanta frecuencia que no dejaron vivo a ninguno, ¡ni siquiera a un semental para prolongar la especie!
Una hora después, llegamos a Mátala: un pueblito incrustado, caprichosamente, entre unas imponentes montañas rocosas que protegían su bahía.
No se me hizo difícil ubicarme, sólo había dos calles bajo la sombra de frondosos árboles. Cuando llegué, el dueño del lugar estaba con su pequeño hijo en la puerta de la entrada. Ambos estaban sentados en sillas de paja y conversaban con la tranquilidad que sólo puede otorgar la brisa marina, aquella que apacigua el alma de los hombres.
El propietario del albergue no se levantó de la silla. Se le veía bastante cómodo. Me dio la llave, dijo algo en griego e hizo un ademán con la mano. Yo mismo descubrí el camino a la habitación. Era blanca, puerta y ventanas azules, vistas a las montañas, una cama y una cocina en donde podía prepararme una buena comida. Dejé el equipaje y caminé hacia el supermercado a comprar los víveres. Fue ahí donde descubrí que atrás había quedado la presencia de los toros en Creta. ¡La carne de vacuno era importada y cara! No había duda: los sacrificios debieron acabar con todos los cuadrúpedos, “Se salvó el burrito de ser un animal sagrado”, pensé. Compré aceite de oliva, albahaca, pasta, cebolla, calamares, y por supuesto, una caja de vino; ah, y mucho yogurt griego y un par de pomos de miel de abeja, “la mejor del mundo en consistencia y sabor”, aseguraban los locales. El culto hacia la comida saludable, simple pero exquisita, es un ritual entre los griegos.
Después de una buena pasta, pregunté al dueño del albergue por una playa tranquila. “Red Beach”, me respondió. “¿No es la playa del pueblo?”, repliqué; “No. Está al otro lado de la montaña. Sigue las señales y llegarás”. Le di las gracias y me fui.
Seguí las señales, tal como me había dicho; y de pronto, tuve frente a mí a esa imponente cadena montañosa: un animal informe que parecía querer tragarme. Sabía que me esperaba una buena trepada, pero no tenía prisa, cargaba agua y había comido bien. Después de media hora de escalada, me volví al mar y pude ver que atrás quedaba la apacible bahía de Mátala. Aún no veía nada de Red Beach, así que imaginé que no estaba ni en la mitad del trayecto. Eso era sólo el comienzo.
Después de un escarpado tramo, había llegado a la cima de la montaña. Levanté la mirada, y vi, a lo lejos, una cerca de rejas. La entrada parecía imposible, sin embargo, decidí averiguarlo yo mismo. El sol ya azotaba mi cuello. Bebí un poco de agua, y luego, caminé hacia el enrejado. ¡Bingo! Había una puerta con un pequeño cartel que decía: “Welcome Red Beach”. El sistema era peculiar: empujabas la puerta que era sujetada por una polea; ésta jalaba una piedra y cuando pasabas se cerraba violentamente. Había que tener mucho cuidado de que no te amputara la mano.
Una vez que crucé la puerta, todo era cuesta. Bajé unos cuantos metros, pero muy despacio, las rocas tenían arenilla y la superficie era muy resbalosa. Salvo alguna planta indómita, nada parecía crecer allí. De pronto, se estrelló frente a mí una vista maravillosa: Red Beach. Nunca en mi vida había unas costas que además de hermosas, infundieran respeto. Ese ejército de cumbres rocosas, inmóvil durante siglos, parecía guardar el secreto de esas aguas diáfanas. Un secreto reservado sólo para mí, porque la playa estaba completamente sola.
Seguí bajando, mudo, casi sin respirar, como si estuviera viviendo una liturgia de la naturaleza. El mar, la arena rojiza, las montañas, y yo, un sujeto que se sentía empequeñecido frente a lo que tenía enfrente de él. De un momento a otro, ya me encontraba a unos metros del mar. Sin embargo, un cartel indicaba algo muy, pero muy claro: playa nudista. “¡Caramba!”, dije para mis adentros. En ese momento pensé que lo mejor hubiese sido quedarme en la playa del pueblo, pero claro me había dado la del explorador cruza-montañas y después de un largo trayecto llegué hasta aquí. “Y ahora, ¡qué diablos hago!”.
Primero me senté sobre la arena, sin quitarme la mochila. La playa no estaba sola, por supuesto. No eran muchos pero había gente. Medité unos minutos. Decidí bañarme con el traje de baño que llevaba puesto. Y mientras ponía la toalla sobre la arena, observaba como la gente paseaba sus pudores de la manera más armoniosa. Miré a un lado, al otro, al cielo, a la montaña, ya no había a qué mirar. “¿Y qué?”, pensé, “una playa nudista no va a detenerme, es lo más puro del mundo”. Así que, el Cronista Errante empezó, lentamente, a despojarse todo lo que llevaba encima: primero la camiseta, luego las bermudas; y una vez sólo piel, ¡al mar!
En el agua me relajé un poco. Tenía medio cuerpo afuera. La parte sumergida sentía el contacto raso, directo con el flujo marino. En ese momento fui un animal más en ese universo puro y limpio, por lo menos ahí.
Me pareció que todo fluía de un modo natural, sin miradas, sin juicios; y es que uno, de esa manera, más desprotegido ya no puede estar. Nadé a mi gusto. Me hacía el que no miraba, pero miraba, obviamente, como todos, claro. De pronto, mi mente comenzó a volar, me imaginé dentro de un gimnasio griego, en el período de Pericles, dos mil quinientos años atrás, todos los atletas desnudos, algunos probando el peso del disco, otros lanzando la jabalina. Y es que la palabra gimnasio procede del griego gymnasium, que quiere decir: “lugar donde ir desnudado". No sé por qué me sentía tan cómodo.
¿Será que el secreto que guardan esas aguas, aquellas montañas estériles es la energía griega de siglos, ese culto al cuerpo como obra y gracia de los dioses del Olimpo?”. Una admiración al cuerpo tal cual es, ausente de culpas. Pues no tengo la respuesta, lo cierto es que volví todos los días que me restaban a esa playa, a ese bendito Edén mortal llamado: Red Beach.
Los escondites del Cronista Errante
Después de un largo trayecto, aunque mantenía los ojos cerrados, me sentía mucho mejor. La pastilla había surtido efecto, además, la carretera ya no era tan escarpada como al inicio. Cuando abrí los ojos, vi como el escaso verde de las montañas contrastaba con la hierba amarilla, quemada por el intenso verano. Luego, levanté la vista y volví a ver a otro, “¿Un burro más?”, me pregunté, arrugando el entrecejo.
Quiero dejar claro que no es que tenga algo en contra de esos nobles cuadrúpedos, sino que en todo el camino no había visto una sola vaca, ¡y menos un toro! Increíble. ¿Acaso no estaba en la tierra del legendario Minotauro? Sí, aquél engendro mitad hombre y mitad bovino que parió Pasifae, la reina de la desaparecida civilización minoica. Según los frescos, la cerámica, y toda expresión de arte cretense, hace cuatro mil años el toro era un animal sagrado. Se le rendía culto y lo sacrificaban en honor a los dioses. Esto me llevó a pensar que, tal vez, sus ritos eran tan intensos y se daban con tanta frecuencia que no dejaron vivo a ninguno, ¡ni siquiera a un semental para prolongar la especie!
Una hora después, llegamos a Mátala: un pueblito incrustado, caprichosamente, entre unas imponentes montañas rocosas que protegían su bahía.
No se me hizo difícil ubicarme, sólo había dos calles bajo la sombra de frondosos árboles. Cuando llegué, el dueño del lugar estaba con su pequeño hijo en la puerta de la entrada. Ambos estaban sentados en sillas de paja y conversaban con la tranquilidad que sólo puede otorgar la brisa marina, aquella que apacigua el alma de los hombres.
El propietario del albergue no se levantó de la silla. Se le veía bastante cómodo. Me dio la llave, dijo algo en griego e hizo un ademán con la mano. Yo mismo descubrí el camino a la habitación. Era blanca, puerta y ventanas azules, vistas a las montañas, una cama y una cocina en donde podía prepararme una buena comida. Dejé el equipaje y caminé hacia el supermercado a comprar los víveres. Fue ahí donde descubrí que atrás había quedado la presencia de los toros en Creta. ¡La carne de vacuno era importada y cara! No había duda: los sacrificios debieron acabar con todos los cuadrúpedos, “Se salvó el burrito de ser un animal sagrado”, pensé. Compré aceite de oliva, albahaca, pasta, cebolla, calamares, y por supuesto, una caja de vino; ah, y mucho yogurt griego y un par de pomos de miel de abeja, “la mejor del mundo en consistencia y sabor”, aseguraban los locales. El culto hacia la comida saludable, simple pero exquisita, es un ritual entre los griegos.
Después de una buena pasta, pregunté al dueño del albergue por una playa tranquila. “Red Beach”, me respondió. “¿No es la playa del pueblo?”, repliqué; “No. Está al otro lado de la montaña. Sigue las señales y llegarás”. Le di las gracias y me fui.
Seguí las señales, tal como me había dicho; y de pronto, tuve frente a mí a esa imponente cadena montañosa: un animal informe que parecía querer tragarme. Sabía que me esperaba una buena trepada, pero no tenía prisa, cargaba agua y había comido bien. Después de media hora de escalada, me volví al mar y pude ver que atrás quedaba la apacible bahía de Mátala. Aún no veía nada de Red Beach, así que imaginé que no estaba ni en la mitad del trayecto. Eso era sólo el comienzo.
Después de un escarpado tramo, había llegado a la cima de la montaña. Levanté la mirada, y vi, a lo lejos, una cerca de rejas. La entrada parecía imposible, sin embargo, decidí averiguarlo yo mismo. El sol ya azotaba mi cuello. Bebí un poco de agua, y luego, caminé hacia el enrejado. ¡Bingo! Había una puerta con un pequeño cartel que decía: “Welcome Red Beach”. El sistema era peculiar: empujabas la puerta que era sujetada por una polea; ésta jalaba una piedra y cuando pasabas se cerraba violentamente. Había que tener mucho cuidado de que no te amputara la mano.
Una vez que crucé la puerta, todo era cuesta. Bajé unos cuantos metros, pero muy despacio, las rocas tenían arenilla y la superficie era muy resbalosa. Salvo alguna planta indómita, nada parecía crecer allí. De pronto, se estrelló frente a mí una vista maravillosa: Red Beach. Nunca en mi vida había unas costas que además de hermosas, infundieran respeto. Ese ejército de cumbres rocosas, inmóvil durante siglos, parecía guardar el secreto de esas aguas diáfanas. Un secreto reservado sólo para mí, porque la playa estaba completamente sola.
Seguí bajando, mudo, casi sin respirar, como si estuviera viviendo una liturgia de la naturaleza. El mar, la arena rojiza, las montañas, y yo, un sujeto que se sentía empequeñecido frente a lo que tenía enfrente de él. De un momento a otro, ya me encontraba a unos metros del mar. Sin embargo, un cartel indicaba algo muy, pero muy claro: playa nudista. “¡Caramba!”, dije para mis adentros. En ese momento pensé que lo mejor hubiese sido quedarme en la playa del pueblo, pero claro me había dado la del explorador cruza-montañas y después de un largo trayecto llegué hasta aquí. “Y ahora, ¡qué diablos hago!”.
Primero me senté sobre la arena, sin quitarme la mochila. La playa no estaba sola, por supuesto. No eran muchos pero había gente. Medité unos minutos. Decidí bañarme con el traje de baño que llevaba puesto. Y mientras ponía la toalla sobre la arena, observaba como la gente paseaba sus pudores de la manera más armoniosa. Miré a un lado, al otro, al cielo, a la montaña, ya no había a qué mirar. “¿Y qué?”, pensé, “una playa nudista no va a detenerme, es lo más puro del mundo”. Así que, el Cronista Errante empezó, lentamente, a despojarse todo lo que llevaba encima: primero la camiseta, luego las bermudas; y una vez sólo piel, ¡al mar!
En el agua me relajé un poco. Tenía medio cuerpo afuera. La parte sumergida sentía el contacto raso, directo con el flujo marino. En ese momento fui un animal más en ese universo puro y limpio, por lo menos ahí.
Me pareció que todo fluía de un modo natural, sin miradas, sin juicios; y es que uno, de esa manera, más desprotegido ya no puede estar. Nadé a mi gusto. Me hacía el que no miraba, pero miraba, obviamente, como todos, claro. De pronto, mi mente comenzó a volar, me imaginé dentro de un gimnasio griego, en el período de Pericles, dos mil quinientos años atrás, todos los atletas desnudos, algunos probando el peso del disco, otros lanzando la jabalina. Y es que la palabra gimnasio procede del griego gymnasium, que quiere decir: “lugar donde ir desnudado". No sé por qué me sentía tan cómodo.
¿Será que el secreto que guardan esas aguas, aquellas montañas estériles es la energía griega de siglos, ese culto al cuerpo como obra y gracia de los dioses del Olimpo?”. Una admiración al cuerpo tal cual es, ausente de culpas. Pues no tengo la respuesta, lo cierto es que volví todos los días que me restaban a esa playa, a ese bendito Edén mortal llamado: Red Beach.
Los escondites del Cronista Errante
¿Dónde comer?…
Hakuna MatataPlaya Mátala
Ubicado en uno de los cabos de la playa, posado sobre el mar y con una vista inmejorable de la bahía. Ideal para tomar un trago, esperando la puesta del sol. Los viernes, la noche se enciende con el sonido de rock clásico de la banda Four of a kind. Los gyros y los pescados a la parrilla son lo mejor de la casa. El litro de vino de la casa está a sólo 6 euros.
¿Dónde dormir?….
Pensión Antonio´sTel: 28920 45123 ; s/d/tr €20/25/25; d & tr con cocina €30
Este cálido albergue no solo se ubica a escasos metros de la playa, sino que muchas de sus habitaciones cuentan con cocina y balcón o terraza. Disfrute de la excepcional vista a las montañas. Antonio es una persona muy familiar, no habla español, pero su amabilidad sin límites comprende lo que usted le deseé preguntar.
Publicado en la sección Viajes de http://www.eldebate21.com/
Fotografía: Red Beach, Creta - Carlos Modonese