viernes, 2 de junio de 2017

La estrella de Pachacútec



Altaír, hasta entonces –leía en voz alta–, había sido para mí la estrella más brillante de la constelación Aquila…
Al terminar, levanté la mirada del libro:
¿Qué les llamó la atención del cuento?, ¿qué entendieron?
Algunos bajaron la cabeza; otros se arrellanaron en la silla de madera; la mayoría se miró a los ojos unos a otros, arqueando las cejas.
Pasé un poco de saliva y me dije, en ese instante, si esa pregunta tenía lugar en la segunda clase que dictaba. 
Quizá era muy pronto indagar por el sentido de un texto.

Unas semanas atrás, Ignacio me había enviado un mensaje:
"Carlos, ¿te gustaría encargarte de la clase de "Lectura y Escritura" para la Escuela de Gastronomía y Mozos de la Fundación Pachacútec?".
Acepté con entusiasmo. Sin embargo un mes después, mientras rebasábamos, cual carrera espacial, a los buses y camiones de la borrascosa avenida Elmer Faucett, las dudas aparecieron. No por la hora y medio de camino que había que recorrer hasta llegar a esa ladera amarilla y nostálgica, cubierta por la niebla del mar de Ventanilla. Sino por el claro objetivo que tenía Ignacio:
"Los padres de estos chicos –me decía en voz baja– tienen un mérito impresionante. Llegaron hace más de quince años a este lugar. Antes de ser una localidad con más de 200,000 personas, comercios y casas de material noble, vivieron durante mucho tiempo bajo esteras y palos. Son sus padres los que sacaron adelante Pachacútec. Ahora sus hijos tienen una oportunidad grande de ser educados con la fundación. No pueden desperdiciarla. Me encantaría que lean más, Carlos. Que su cultura general crezca”, me decía con justa razón.  

Había entendido el mensaje y en la primera clase les pregunté a mis alumnos qué esperaban del curso.
Recogí sus expectativas y comprendí que sí, debíamos tener algunas sesiones de puntuación y ortografía, pero, también, si los chicos no encontraban ningún beneficio en la lectura todo lo demás sería en vano. 

De modo que, antes de dictar la segunda clase, recordé una frase de Noam Chosky: "El propósito de la educación es mostrar a la gente cómo aprender por sí misma. El otro concepto de educación es adoctrinamiento". Decidí, pues, que leyéramos juntos un cuento.
Me pareció pertinente “Altair”, de Pedro Llosa. Los hice leer un párrafo a cada uno de ellos. 
En el momento que les pregunté que habían entendido del texto, hubo silencio.
"Ya que no hay voluntarios – dije, llamaré al azahar, por lista".
La primera chica se levantó de la silla: la mirada en el piso. "Te escuchamos con atención", le animé. No dijo nada y el frío silencio de toda la sala subió desde mis pies hasta la cabeza.
De pronto, un muchacho levantó la mano: "Se trata de un profesor, que tenía el reto de enseñar Economía en un colegio de discapacitados". "Sí, ¿qué más?", repliqué y los comentarios fueron apareciendo naturalmente, como cántaros. “Había un niño que se llamaba Vicente, que era inválido e iba en una silla de ruedas. Siempre lo ayudaba a trasladarse su amiga Altair, que era ciega...El padre de Altaír se oponía a su amor, qué futuro podía tener su hija, ciega, con un inválido...Y se la quería llevar a Estados Unidos...Fue por eso que Altaír se acercó al profesor y le dijo que quería escapar con Vicente, lejos de ahí, "Vicente será mis ojos y yo sus piernas...", le  dijo ella.
"Era un amor imposible", comentó otro alumno. 
Y fue en ese momento que se puso de pie. La misma chica que, al principio no había murmurado una palabra, levantó la voz entre todas:
"Era un amor posible –corrigió ella–. En el cuento dice que en la mitología china las estrellas Altaír y Vega fueron separadas por el Emperador del Cielo; pero una vez al año las urracas del mundo se juntan y hacen un puente para que los amantes se unan y pasen una noche juntos”.
"Si era mitología, entonces, ¿era posible?", le pregunté.
"Para Altaír, sí –agregó tajante. No importaba que fuera ciega, ella era capaz de mirar el mundo de otra manera. Porque su inteligencia brillaba y se podía ver desde muy lejos, sin telescopio, como la estrella Altaír”.

Un agradecimiento especial a Ignacio Medina, por la oportunidad que me dio de poder enseñar en Fundación Pachacutec; y a Pedro Llosa, por ceder “Altaír” como material de lectura.


Fotos: Carlos Modonese