Altaír, hasta
entonces –leía en voz alta–, había sido para mí la estrella más brillante de la
constelación Aquila…
Al terminar, levanté
la mirada del libro:
¿Qué les llamó la
atención del cuento?, ¿qué entendieron?
Algunos bajaron
la cabeza; otros se arrellanaron en la silla de madera; la mayoría se miró a
los ojos unos a otros, arqueando las cejas.
Pasé un poco de
saliva y me dije, en ese instante, si esa pregunta tenía lugar en la segunda
clase que dictaba.
Quizá era muy
pronto indagar por el sentido de un texto.
Unas semanas
atrás, Ignacio me había enviado un mensaje:
"Carlos, ¿te gustaría
encargarte de la clase de "Lectura y Escritura" para la Escuela de Gastronomía
y Mozos de la Fundación Pachacútec?".
Acepté con
entusiasmo. Sin embargo un mes después, mientras rebasábamos, cual carrera
espacial, a los buses y camiones de la borrascosa avenida Elmer Faucett, las
dudas aparecieron. No por la hora y medio de camino que había que recorrer
hasta llegar a esa ladera amarilla y nostálgica, cubierta por la niebla del mar
de Ventanilla. Sino por el claro objetivo que tenía Ignacio:
"Los
padres de estos chicos –me decía en voz baja– tienen un mérito impresionante. Llegaron hace más de quince años
a este lugar. Antes de ser una localidad con más de 200,000 personas, comercios y casas de material noble, vivieron
durante mucho tiempo bajo esteras y palos. Son sus padres los que sacaron adelante Pachacútec. Ahora sus hijos tienen una oportunidad grande de ser educados con la fundación. No pueden desperdiciarla. Me encantaría que lean más, Carlos. Que su cultura general crezca”, me decía con justa razón.
Había entendido
el mensaje y en la primera clase les pregunté a mis alumnos qué esperaban del curso.
Recogí sus expectativas y comprendí que sí, debíamos tener algunas sesiones de puntuación y ortografía, pero, también, si los chicos no encontraban ningún beneficio en la lectura todo lo demás sería en vano.
Recogí sus expectativas y comprendí que sí, debíamos tener algunas sesiones de puntuación y ortografía, pero, también, si los chicos no encontraban ningún beneficio en la lectura todo lo demás sería en vano.
De modo que, antes de dictar la segunda clase, recordé una frase de Noam Chosky: "El propósito de la educación es mostrar a la gente cómo aprender por sí misma. El otro concepto de educación es adoctrinamiento". Decidí, pues, que leyéramos juntos un cuento.
Me pareció
pertinente “Altair”, de Pedro Llosa. Los hice leer un párrafo a cada uno de
ellos.
En el momento que les pregunté que habían entendido del texto, hubo
silencio.
"Ya
que no hay voluntarios – dije–, llamaré al azahar, por lista".
La primera chica
se levantó de la silla: la mirada en el piso. "Te escuchamos con atención", le
animé. No dijo nada y el frío silencio de toda la sala subió desde mis pies hasta
la cabeza.
De pronto, un
muchacho levantó la mano: "Se trata de un profesor, que tenía el reto de enseñar
Economía en un colegio de discapacitados". "Sí, ¿qué más?", repliqué y los
comentarios fueron apareciendo naturalmente, como cántaros. “Había un niño que se llamaba
Vicente, que era inválido e iba en una silla de ruedas. Siempre lo ayudaba a
trasladarse su amiga Altair, que era ciega...El padre de Altaír se oponía a su
amor, qué futuro podía tener su hija, ciega, con un inválido...Y se la quería
llevar a Estados Unidos...Fue por eso que Altaír se acercó al profesor
y le dijo que quería escapar con Vicente, lejos de ahí, "Vicente será mis ojos
y yo sus piernas...", le dijo ella.
"Era un amor
imposible", comentó otro alumno.
Y fue en ese momento que se
puso de pie. La misma chica que, al principio no había murmurado una palabra,
levantó la voz entre todas:
"Era un amor posible –corrigió ella–. En el cuento dice que en
la mitología china las estrellas Altaír y Vega fueron
separadas por el Emperador del Cielo; pero una vez al año las urracas del mundo se juntan y hacen un puente para que los amantes se unan y pasen una noche juntos”.
"Si era mitología,
entonces, ¿era posible?", le pregunté.
"Para Altaír, sí –agregó tajante–. No importaba que fuera ciega, ella era
capaz de mirar el mundo de otra manera. Porque su inteligencia brillaba y se podía ver desde muy lejos, sin telescopio, como la estrella
Altaír”.
Un agradecimiento especial a Ignacio Medina, por
la oportunidad que me dio de poder enseñar en Fundación Pachacutec; y a Pedro Llosa, por
ceder “Altaír” como material de lectura.
Fotos: Carlos Modonese