Hace dos décadas, Hervé era un chico de veintipocos años que salía de su casa en Zúrich para recorrer un puñado de kilómetros en bici hasta llegar a su trabajo.
En ese trayecto corto, bordeando un lago, nunca imaginó adonde lo llevaría su bicicleta años más tarde.
Amante de la filosofía budista hizo un viaje como mochilero a la India y regresó a Zúrich con la firme convicción de hacer un viaje más largo. Pero en bicicleta.
Con la idea rondándole en la cabeza, llegó a un parque a comer un sándwich. A su lado escuchó hablar a unas personas acerca de un viaje que habían hecho en bici desde Suiza hasta Hong Kong.
Para Hervé aquella conversación fue una señal.
Llegó a la oficina y le comentó a su jefe que quería renunciar. El jefe puso cara de Pokemón. No entendía cómo Hervé podía renunciar a un salario de seis mil euros y a la seguridad que le ofrecía el sistema bancario suizo.
Una madrugada Hervé cogió su bici y partió de Zúrich, cruzó los Alpes, recorrió Italia, los Países balcánicos hasta llegar a Bulgaria, Turquía y luego a Siria.
Descendió a Líbano, Israel, Egipto, Sudán, Etiopía, Burundi, Tanzania, Mozambique, Sudáfrica, hasta llegar a Namibia.
En medio de selvas y desiertos, replanteó su viaje: No iría al Tibet. ¿Por qué decidió Hervé cambiar de rumbo?
Un australiano que iniciaba su aventura en bicicleta por África le preguntó a Hervé qué había sido lo más difícil de su viaje: “Las horas de calor, amigo. A mí me encanta la bici y yo podría seguir manejando mucho más tiempo, pero lo haría rodeado de agua y bajo techo”.
Hervé le dijo esto en broma, sin embargo, entre sueños se le apareció la idea de construir un bicibote y recorrer un río. Había escogido el río Congo, pero pensó que tenía que ser uno más largo, ¡El Amazonas!
“Y si quería recorrer el Amazonas, tenía que hacer dinero, mi amigo”.
En Namibia escaseaban los guías de safari que hablasen francés y los kilómetros recorridos en bicicleta le desarrollaron una intuición feroz para identificar hacia dónde se dirigían las manadas de ñus, hipopótamos y elefantes. Bastaba que Hervé señalara con la mano hacia un lugar en la llanura, para subir a cientos de turistas en avionetas.
Con el dinero en el bolsillo cogió un avión de Namibia hasta Río de Janeiro. En su bici recorrió Brasil, Uruguay, Argentina hasta la Patagonia; subió por Chile hasta Bolivia, y atravesó el Perú desde Puno hasta Tumbes.
Aunque ya había recorrido 40,000 kilómetros en bicicleta, Hervé estaba listo para la travesía que le cambiaría la vida: “Una voz interna me decía que debía continuar, que algo me estaba esperando en el Amazonas”.
En el puerto ecuatoriano de Tena construyó el bicibote. Incrustó su bici en la popa de una canoa, le soldó dos hélices que lo movilizarían con el pedaleo y en la parte izquierda colocó un timón para poder girar. Se hizo un techo para cubrirse del calor y la lluvia, ¡y listo!
Navegó en el río Napo, pasó por Iquitos, Pacaya Samiria, Manaos y Macapá.
A medida que avanzaba la anchura del Amazonas crecía hasta que desaparecieron sus costas. Se asemejaba a un mar con olas de 3, 4 metros que casi tumban el bicibote. Hervé divisó en el horizonte la desembocadura, pero no quiso llegar al Atlántico: “Ni hablar, amigo, la corriente del mar me hubiese llevado hasta Venezuela y seguro hubiese muerto”.
Le dio la espalda al oceáno y siguió navegando hasta completar 26 ríos y 7,500 kilómetros en bicibote.
Llegó a una laguna calmada. Hervé la recuerda como un paraíso, con sus aguas llenas de peces y árboles con frutas.
Ese remanso se llamaba Leticia: “Aquí voy a parar”.
Meses más tarde, en una galería de arte donde Hervé iba a exponer las fotos de su viaje, conoció a Adriana: ¿Cómo hiciste para llegar desde Suiza hasta Leticia? Con mi bici, respondió Hervé. Adriana lo tasó de loco, pero se ofreció a escribir los textos para sus fotos.
Tomó el lápiz y Hervé comenzó: “Esta foto fue en la noche en que un hipopótamo casi se traga mi carpa; esta otra cuando llegué a un carnaval en Los Andes a 5,000 metros y me cogieron a costalazos y me mojaron con agua fría”.
Adriana abría los ojos mientras tomaba notas: no podía creer lo que escuchaba acerca de la tarde en que Hervé nadó con 40 delfines rosados y fue secuestrado por los piratas del Amazonas.
El tipo lo contaba con una serenidad insospechada y, de pronto, Adriana se volvió a Hervé y pudo ver cómo, a través de sus ojos, se desbordaba esa selva que ella estaba esperando.
Hervé y Adriana siguen juntos hasta hoy. Lideran juntos Habitat Sur, una fundación cuyo propósito es generar consciencia sobre lo importante que es cuidar y proteger la Amazonía.
Larga vida, Adriana y Hervé.
A los dos, mi admiración profunda.