Imagínense a dos hermanos, uno de dieciocho y el otro de ocho años de un pueblo en Estados Unidos, que deciden hacer un viaje en auto.
Tienen un deseo enorme por recorrer la autopista Lincoln, esa súper carretera gringa que une la costa Este y la Oeste, desde Nueva York hasta San Francisco.
¿Por qué deciden emprender esa aventura?
Emmett, el hermano mayor, acaba de cumplir una sentencia en una correccional.
Su padre había fallecido unos meses antes y, cuando Emmett abre la puerta de su casa, encuentra a un funcionario bancario que lo está esperando para que firme unos papeles.
Estaba a punto de quitarle las tierras, su casa y todos los recuerdos de su vida por una deuda que su padre había contraído con el banco.
Todo menos un auto: el Studebaker celeste que estaba a nombre de Emmett y brillaba como una estrella escondida en su establo.
Billy, su hermanito de 8 años, le pregunta qué vamos a hacer, ahora.
Nos vamos para Texas, Billy.
No, Emmett, nos vamos a San Francisco, porque tenía que mirar algo que había encontrado: Unas postales que su madre les había escrito a los dos desde que decidió separarse de su padre, cuando Billy era un chiquitín de dos años.
Su padre nunca se las mostró, pero las postales recorrían la autopista Lincoln, desde Nebraska hasta San Francisco.
Pero lo más interesante de la novela de Amor Towles (Ed. Salamandra, 2022) no es el destino del viaje, sino el desvío inesperado.
No sé si te ha pasado que has querido viajar a algún lugar, pero el universo te tenía preparado un desvío, un trozo nuevo de vida que necesitabas saborear.
Ese desvío, ese trozo de vida que viven los hermanos entre predicadores errantes, vagabundos y artistas de circo, es la epifanía de esta historia que revela de una forma maravillosa cómo cualquiera de nosotros nos hemos ganado el derecho de abrigar esperanzas por algo que aún buscamos en esta vida.
Foto:La Autopista Lincoln/Carlos Modonese
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