Me sentía algo agobiado, después de un mes en Salvador Bahía, la gran ciudad del noreste brasilero. La había disfrutado muchísimo, no obstante, anhelaba pasar a un estadio de mayor recogimiento antes de regresar a Europa. “Eu preciso ficar tranqüilo por dois dias” – le dije al mesero de un restaurante en el barrio histórico de Pelourinho, “Você conhece Morro de São Paulo”. Al inicio, pensé que el sujeto me estaba gastando una broma al sugerirme volar a la inmensa metrópoli paulista; pero de lo que el hombre me habló fue de un pueblo en una isla paradisíaca a unos cuantos kilómetros de ahí. Cuando le pedí que me explicara como llegar, me comentó que podía ir en avioneta o tomar un ferry bote. Luego de hacer una simple ecuación de costo y tiempo me decidí por la avioneta (20 minutos y 63 euros).
Esa misma tarde fui a una agencia de viajes y compré el ticket. Al día siguiente hice el check out en el hostal y tomé un taxi al aeropuerto de Salvador Bahía. Mi sorpresa fue enorme al ver que el vuelo no aparecía en las pantallas; salí a la calle, le pregunté al maletero lo qué pasaba y fue él quien me advirtió que los aerotaxis a Morro de Sao Paulo salían desde una pista de aterrizaje detrás, independiente a la del aeropuerto principal. Sólo tenía cinco minutos, así que corrí hasta llegar a la avioneta, la más pequeña en la que haya realizado un vuelo. Luego de veinte minutos de infarto aterrizamos en la isla de Tinharé, un manto verde tapizado de palmeras pletóricas de cocos. Una vez en tierra, el avión giró en un recodo y avanzó hasta encontrarse casi al lado de un hombre moreno con gafas de sol y una cachucha blanca tirada para atrás. No había nadie más aparte de ese sujeto que no hacía ningún tipo de indicaciones. El hombre inmediatamente ofreció sus servicios como carretillero (5 reis por bulto/2.25 euros aproximadamente); en fin, pagué sin dudarlo, mas luego me arrepentí por que mi pousada – a diferencia de la de los otros dos -se encontraba a sólo diez minutos caminando desde la pista de aterrizaje.
Dejé mis cosas en la habitación y luego pregunté a la anfitriona, una morena rolliza de trenzas cortas, como llegar a un buen restaurante. Ella respondió que había varios en la primera playa (las playas, gracias a Dios, tenían un orden consecutivo; y mi pousada, estaba ubicada en la tercera). Le di las gracias, me puse las gafas y salí por la puerta trasera. “¿Dónde va?”, me dijo, “A tomar un bus o arrendar una moto”. “Voce no tem idea”, respondió desnudando su sonrisa perlada. Me comentó que los vehículos motorizados estaban restringidos; debía ir caminado, esperar el burro taxi o el camión que pasaba una hora después. Yo asentí con la cabeza y fue ahí cuando comprendí por qué los jóvenes hippies eligieron aquélla isla como destino durante el período de la dictadura militar en Brasil a mediados de los sesenta. Su fama se extendió hasta convertirse en el escondite del espíritu libre; un refugio para aquellas personas que desean un ambiente natural, lejos de la polución y el comercio desaforado. Empecé a caminar por la tercera playa, una de las menos concurridas de la isla.
De modo que después de caminar unos minutos, tenía el corazón exaltado, no tanto por el esfuerzo físico como por las hermosas vistas de esas costas salvajes, tal vez, unas de las mejores del litoral brasilero. Recomiendo no perder de vista la isla de Caita frente a la costa de la tercera playa: un trocito verde que tiene sembrado, como si fuera una vela, un cocotero en el medio. Además, está rodeada de una barrera de corales donde la visibilidad para una buena tarde de snorkeling es más que recomendable.
Esa misma tarde fui a una agencia de viajes y compré el ticket. Al día siguiente hice el check out en el hostal y tomé un taxi al aeropuerto de Salvador Bahía. Mi sorpresa fue enorme al ver que el vuelo no aparecía en las pantallas; salí a la calle, le pregunté al maletero lo qué pasaba y fue él quien me advirtió que los aerotaxis a Morro de Sao Paulo salían desde una pista de aterrizaje detrás, independiente a la del aeropuerto principal. Sólo tenía cinco minutos, así que corrí hasta llegar a la avioneta, la más pequeña en la que haya realizado un vuelo. Luego de veinte minutos de infarto aterrizamos en la isla de Tinharé, un manto verde tapizado de palmeras pletóricas de cocos. Una vez en tierra, el avión giró en un recodo y avanzó hasta encontrarse casi al lado de un hombre moreno con gafas de sol y una cachucha blanca tirada para atrás. No había nadie más aparte de ese sujeto que no hacía ningún tipo de indicaciones. El hombre inmediatamente ofreció sus servicios como carretillero (5 reis por bulto/2.25 euros aproximadamente); en fin, pagué sin dudarlo, mas luego me arrepentí por que mi pousada – a diferencia de la de los otros dos -se encontraba a sólo diez minutos caminando desde la pista de aterrizaje.
Dejé mis cosas en la habitación y luego pregunté a la anfitriona, una morena rolliza de trenzas cortas, como llegar a un buen restaurante. Ella respondió que había varios en la primera playa (las playas, gracias a Dios, tenían un orden consecutivo; y mi pousada, estaba ubicada en la tercera). Le di las gracias, me puse las gafas y salí por la puerta trasera. “¿Dónde va?”, me dijo, “A tomar un bus o arrendar una moto”. “Voce no tem idea”, respondió desnudando su sonrisa perlada. Me comentó que los vehículos motorizados estaban restringidos; debía ir caminado, esperar el burro taxi o el camión que pasaba una hora después. Yo asentí con la cabeza y fue ahí cuando comprendí por qué los jóvenes hippies eligieron aquélla isla como destino durante el período de la dictadura militar en Brasil a mediados de los sesenta. Su fama se extendió hasta convertirse en el escondite del espíritu libre; un refugio para aquellas personas que desean un ambiente natural, lejos de la polución y el comercio desaforado. Empecé a caminar por la tercera playa, una de las menos concurridas de la isla.
De modo que después de caminar unos minutos, tenía el corazón exaltado, no tanto por el esfuerzo físico como por las hermosas vistas de esas costas salvajes, tal vez, unas de las mejores del litoral brasilero. Recomiendo no perder de vista la isla de Caita frente a la costa de la tercera playa: un trocito verde que tiene sembrado, como si fuera una vela, un cocotero en el medio. Además, está rodeada de una barrera de corales donde la visibilidad para una buena tarde de snorkeling es más que recomendable.
Después de atravesar la segunda playa, llegué a la primera, en el mismo Morro de Sao Paulo; subí a la cima del montículo que le da el nombre al pueblo y que luce un faro en la punta. Desde ese lugar pude ver las bahías de las playas primera y segunda; en la cuales se concentra la mayor parte de los visitantes; atraídos por las olas, la cantidad de pousadas, los restaurantes, los deportes playeros o la juerga nocturna, que vive en la segunda playa como en ninguna otra. Las playas eran bonitas pero yo prefería la mía, la tercera: larga, salvaje y sin mucha gente.
Pero estaba solo; por ello, tengo que reconocer que en un momento, lamenté no haber reservado una pousada en la segunda playa. No obstante, también tenía claro que yo pasaría gran parte del tiempo leyendo o escribiendo, por eso me había decidido por la serenidad y la poca concurrencia de la tercera playa, “Ahora. Un poco de relax por la noche no le cae mal a nadie”, pensé, “¿Por qué las pousadas de la tercera playa en adelante atraerán a poca gente?”, me pregunté, “¡Si eran las más bonitas!”. Aún no lo sabía.
En fin; mi estómago rechinaba a esas horas de la tarde, y fue entonces que bajé del morro y recalé en “Strega”: una spaguetteria en pleno centro y a un precio fantástico. Cuando llegué, había cuatro muchachos en una mesa y una pareja en otra. Esta última discutía ardorosamente por el estúpido pero inevitable tema del sabor de la pizza. Los interrumpí con extrema delicadeza, “Disculpen, mi nombre es Carlos”, dije con una sonrisa de conejo feliz, luego proseguí, “Saben de alguna excursión al día siguiente”. El varón, luego de lanzar una mirada furtiva al enrojecido rostro de su mujer, pidió que me acercase a comer con ellos, “No es necesario”, le dije, pero él insistió con un rostro de “Sálvame por favor”. “Mi nombre es Pedro; y ella es María”, dijo; pero ella permaneció inmutable. Durante la comida, Pedro no paró de hablar de la isla de Boipeba: mi parada obligada al día siguiente. Cuando terminamos de comer, él me propuso acompañarlos a beber una caipifruta en la segunda playa; y como es lógico, no me negué; además, pensé que sería una buena cosa que mi presencia los ayude a reconciliarse, “Cómo me gusta justificarme”, pensé riéndome.
El rostro de la mujer seguía teñido de rojo, mas ya no por la discusión sino por las risas que ya habían aflorado después de un sinfín de esos furibundos combinados de vodka con sandía, melón, piña y papaya. Todo era risas, todo felicidad en ese momento; y además, una fogata se había encendido frente a nosotros y un grupo de niños y adolescentes hacía acrobacias en el aire y bailaba capoeira. “Os negros usavam a Capoeira para defender sua liberdade”, había dicho alguna vez Mestre Pastinha, como explicación del origen de esta suerte de arte marcial danzado. Los negros solían defenderse con ella de los colonizadores portugueses en los campos de azúcar y algodón. Luego ésta evolucionaría hasta convertirse en una expresión cultural de la fusión afro brasileña.
Mis ojos se perdían en esas velocísimas patadas que no llegaban, como por arte de magia, a tocar los mentones de esos muchachos. De pronto, María se volvió a mí “¿En que pousada estás alojado?”, “En una de la tercera playa”, “No podrás regresar a esta hora”, “¿Por qué?“, pregunté exaltado. Me explicó que la marea había subido hasta cubrir la tercera playa y el último camión que transcurría por el interior de la isla ya había partido hacía mucho rato. Lancé una risotada; las caipifrutas que tenía en la cabeza me despreocuparon, dormí sobre la arena y al día siguiente me despertó un sol infernal. Me levanté, escupí la arena que hormigueaba mis labios y caminé rápidamente hasta mi pousada. Era mi último día y no podía perder la embarcación que me llevaría a Boipeba. Luego, al volver de la excursión, pagué la habitación en la hermosa pousada donde nunca llegué a dormir. Las mareas de la madrugada me habían hecho comprender por qué la tercera playa no era la más concurrida.
Los escondites del Cronista Errante
¿Qué más visitar?….
Isla de Boipeba
Magnífico destino durante su estadía en Morro de Sao Paulo. El costo aproximado es 75 reis por dos personas (unos 33 euros) y vale la pena, por ser un paseo que toma todo el día. En Boipeba encontrará paz, calma, un pueblito pintoresco y playas aún más vírgenes que las de la isla de Tinharé. Inclusive algunos comentan que se trata de la Morro de Sao Paulo de los años sesenta.
Algunos tips en su excursión a la isla de Boipeba:
- No deje de llevar una prenda cortaviento: en la partida por la mañana puede que sienta frío.
- La excursión tiene una parada en un lugar de buceo de muy buena visibilidad (el problema: si no lleva equipo de snorkeling no podrá disfrutarlo ya que no arriendan equipos).
- No necesita de los “guías” que encontrará en la isla. Lo podrá hacer por su cuenta, dado que el pueblo es pequeño y está señalizado. Además, algunos suman a ese costo, un plato de langosta a un precio alto.
- Casi al final de la excursión, pasará por un lugar donde venden ostras. Guarde un dinerito, ¡1 rei (0.22 euros) por ostra! ¡Un regalo!
- Disfrute los paisajes de los extraordinarios manglares que verá desde la embarcación durante el regreso a la isla de Tinharé.
¿Dónde dormir y comer?….
Pousada Fazenda Caeira
3ª e 4ª Praia - Morro de São Paulo
Ilha de Tinharé - Cairú - Bahia - Brasil
55 75 3652-1310 – 55 75 3652-1042 (Terceira Praia)
55 75 3652-1561 – 55 75 3652-1447 (Quarta Praia)
contato@fazendacaeira.com.br
Una de las pousadas más antiguas de Morro de Sao Paulo, que además de poseer modernas instalaciones, posee una privilegiada vista de trescientos metros de playa y está rodeada de cien hectáreas de cocoteros. Como comenté líneas arriba, es un sitio calmado, lejos del ruido; sin embargo, si desean disfrutar de la noche en el pueblito de Morro de Sao Paulo (en la primera o segunda playas), el regreso por la costa será imposible: la marea sube por la noche. No obstante, el regreso por el interior de la isla es tranquilo y seguro, pero deben llevar linterna o mecheros por el denso follaje de la naturaleza.
Restaurante Tía Dadai
Después de ir a este restaurante localizado en la Vila (parte central de Morro de São Paulo) no querrá probar comida bahiana en ningún otro. Sencillamente exquisito. Las opciones son para dos personas y se recomienda probar más de una vez: moqueca y bobó de camarón.
Fotografía: Fuente, imagenes viajeros
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