Mi regreso a Pucón me llena de recuerdos. Algunos buenos, otros agridulces. Es lo que tiene esto de escribir, que los recuerdos se fijan con tinta de sangre.
No sé por qué algunas personas afirman que la nostalgia es un sentimiento negativo. El pasado importa mucho, te hace sentir vivo.
Este evento ocurrió hace casi un año y siento que le debo un homenaje.
Apareció una mañana en mi cabaña, en Pucón. Cruzó el cerco vegetal que servía de lindero con la casa de al lado y entró sin pedir permiso. Les confieso que pensé en botarla. Recién me estaba instalando y tenía que acostumbrarme a un hábito nuevo como el de poner leña a la estufa todos los días para no congelarme. Pero, sinceramente, fue porque aún no tenía pensado criar mascotas. Sin embargo, su mirada inteligente me impactó.
Recuerdo que la primera noche sus ladridos a los perros callejeros de la zona me despertaron. Cuando abrí la ventana de mi cuarto para callarla, se volvió a mí sin dejar de ladrar, como diciendo, "estoy haciendo mi chamba, hermano".
Y así se fue quedando. Paula le puso Chiquiturris. El nombre no me gustó pero cambie de opinión al ver como la lamía cuando la llamaba de esa manera.
A las tres semanas sentí un quejido de cachorro por la noche y pasó lo que me temía: al salir a la terraza la miré y vi a su cachorrito negro. Lo había traído sabe Dios, de donde. Parecía una mancha negra, pegado a su pierna. Le puse patita, porque tiene una pata blanca, como si la hubiese metido en un plato de leche, y porque en Perú, los patas son los patas, pues.
Y así, se fueron quedando.
Sin darnos cuenta completaron tres meses con nosotros.
Hoy, estos guardianes de nuestros sueños, carentes de sangre azul perruna, ya no duermen en nuestra casa, sino que descansan en el paraíso.
Solo sé que les debo un homenaje para sellar nuestro pacto. Para siempre.
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