lunes, 25 de mayo de 2015

Los chispazos - JAHUAY – Behind the Scenes 3


Mas de uno me ha preguntado cómo crea el escritor. Pocos, menos mal, se han referido al proceso creativo como “debe ser una volada”. Cuando escucho cosas como esta solo sonrío de medio lado, porque si bien cada escritor tiene su propio proceso creativo; tomando notas en un café o en la sala de la casa mientras se escucha música, la mayor parte del proceso, si me lo permiten afirmar mis colegas, ocurre frente a la pantalla del computador. Es decir, cuando se ejerce el oficio; trabajando, como sentenció Picasso. Ahora, no vamos a negar que también existen los “chispazos”. Que nos sorprenden en los lugares menos pensados, en las sonrisas de personas desconocidas, en el ángulo de un bastón sostenido por una mano arrugada o en las reveladoras conversaciones que se filtran por las paredes de los edificios.

En mi caso, algunas de esas luces de inspiración se suelen colar, involuntariamente, en conversaciones con mi pareja, cuando ella parece descubrir algo raro en mis pupilas. Epifanías que aparecen en el aire. Sin mas. Y ahí, furtivamente, intento seguir la conversación con ella, como si nada hubiera pasado, pero ya es muy tarde cuando la densa laguna mental se ha apoderado de mí. Sin embargo, por ese “chispazo”, todo lo vale. A pesar de conocerla casi diez años y saber como soy, no siempre salgo triunfante de estas situaciones, depende mucho del período en que se encuentra la luna.
Los chispazos pueden sorprendernos en los parques, mirando el mar o paseando perros, en los bares, en cenas donde todo el mundo quiere hablar al mismo tiempo o en el baño, sagrado lugar donde nadie habla, refugio oportuno en ciertas reuniones sociales, donde uno está bien sentado, pero sin escribir. El oficio conlleva, para algunos escritores, cierta disciplina en los horarios. Algunos son diurnos, otros nocturnos. Pero los “chispazos” se introducen en la cabeza a cualquier hora, como estrellas fugaces que uno intenta amarrar en servilletas, la libreta o en las notas del Smartphone. Confieso que me gusta desafiar al hemisferio derecho a soltar su artillería creativa, como lo solía hacer en Madrid, en imanes de palabras (gran regalo de mis amigos Nuria e Idir), para jugar un rato, relajarme y no tomarme tan en serio el rol, el rótulo de escritor. 


En la calle Vizcaya, en la última cocina que tuve en Madrid, apareció el poema de Koldo de mi primera novela, JAHUAY. Un chispazo que comparto con ustedes en esta foto de mi archivo personal.

jueves, 14 de mayo de 2015

Hondarribia - JAHUAY - Behind the Scenes Part 2

Qué me habrá llevado a escribir una ficción en ese lugar donde parece que la erosión del viento se llevó hasta las emociones que viví. Me preguntaba esto mientras caminaba entre los escombros de Jahuay, pedazos de paredes grises y fríos, en donde con la velocidad de un trueno mi memoria rotaba imágenes del pasado: la casa con la bandera pirata, las caminatas en el río seco, las cometas de caña y seda bailando con las gaviotas por los aires y las excursiones al País de los Nombres. Nombres que ya se fueron y que tampoco volverán. En ese momento se me vino a la mente el instante en el que entré al hotel San Nicolás por última vez. Un hotel de cuatro pisos con balcones y marcos de madera azul pastel. Inclinado hacia delante como un juguete que tuviese vida. 

Hotel San Nicolás, Hondarribia, España

¡Ay Hondarribia!, así se llamaba ese pueblito vasco que me había recibido en el 2009, el año en que llegué a España. Ya no viene por aquí hace mucho tiempo, me dijo el mesero, al preguntarle por Koldo. Ese era el último lugar en que nos habíamos visto, cuatro años atrás, el mismo en el que nos reuníamos todos los viernes cuando, en lugar del frío invierno casero, prefería el calor de la charla en el bar. Salía de mi pequeño estudio dentro de ese viejo casco amurallado con el abrigo grueso, las manos en los bolsillos y el cuello levantado cubriendo hasta las orejas, para que no las alcanzará el viento helado del Cantábrico. Atravesaba esa placita medieval rodeada de casas de colores. Si me hubiesen elevando cien metros hacia el cielo juro que la plaza parecía el centro de un pastel de cumpleaños. 

 Hondarribia, España

Al entrar al bar del hotel San Nicolás siempre lo veía ahí: acodado, con una copa de vino en la mano y sus greñas escapando de la gorra rasta como anguilas amarillas.¡Ey chaval, ya estabas tardando! Le fascinaba escuchar reggae: me trae recuerdos en mis días en el Caribe, decía. Oye, tú no eres el que tocaba la guitarra en esta plaza en el verano, le pregunté la primera vez que lo vi en el bar de ese hotel. ¿Y tú, no eres el que se paseaba de una mesa a otra, buscando internet? Sí, ¡soy yo!, ¿y tu perrita, dónde está?; Hostia, ¿acaso no la véis? Yin estaba sentada sobre sus patas traseras y barría el suelo al mover la cola. Chaval, yo trabajé 10 años en un crucero que navegaba desde Burdeos hasta el Caribe, fue lo primero que me comentó Koldo con cierta urgencia, la primera vez que lo vi en ese bar. Cocinaba 15 horas diarias, hasta que me cansé. Lo mío es la música, tío. Yo trabajé en una multinacional en Sudamérica, la misma cantidad de años y la misma cantidad de horas, pero repartidas entre la oficina, mi casa y mi mente, durante los fines de semana. Sonrió, asintiendo con la cabeza mientras liaba un cigarrillo. ¿Dónde vives?, le pregunté, pero se quedó callado mientras movía el tabaco sobre el papel. No me respondió la pregunta hasta meses después: ven que te la enseño, me dijo una tarde sin mirarme. Cruzamos la plaza y señaló con el índice hacia la bahía de Txingudi. Esa barca, la del mástil roto. Esa es mi casa. Nos quedamos mirándola unos minutos. El viento helado nos obligaba a entornar las miradas. Koldo encendió el cigarrillo. A partir de ese día comenzó una historia de permanentes confesiones.   

Terminé mi copa de vino y antes de irme pregunté: ¿Sabes donde puedo ubicar a Koldo? El mesero negó con la cabeza y siguió limpiando los vasos. Salí del bar del hotel San Nicolás y caminé hacia la bahía, por última vez. Al día siguiente regresaría a Madrid y volvería a Sudamérica. No sabía cuando volvería a ese pedazo de tierra vasca donde sentía que restaba una tarea pendiente: despedirme de Koldo. Su barca con el mástil roto, tampoco flotaba más al lado de esos veleros blancos y ostentosos. 

Al pisar los bloques de paredes destruidas de Jahuay lo imagino a él, tocando la guitarra en ese malecón inexistente, a su perrita Yin recogiendo la limosna en una gorra rasta. Los veo como si realmente hubiesen pasado por Chincha, alguna vez. Y comprendí la razón por la que había decidido levantar una ficción ahí: Sendero Luminoso voló en pedazos esas casas, pero nunca destruirá a los corazones empeñados en no querer que los recuerdos se sumerjan debajo de la tierra.