Hotel San Nicolás, Hondarribia, España
¡Ay Hondarribia!, así se llamaba ese pueblito vasco que me había recibido en el 2009, el año en que llegué a España. Ya no viene por aquí hace mucho tiempo, me dijo el mesero, al preguntarle por Koldo. Ese era el último lugar en que nos habíamos visto, cuatro años atrás, el mismo en el que nos reuníamos todos los viernes cuando, en lugar del frío invierno casero, prefería el calor de la charla en el bar. Salía de mi pequeño estudio dentro de ese viejo casco amurallado con el abrigo grueso, las manos en los bolsillos y el cuello levantado cubriendo hasta las orejas, para que no las alcanzará el viento helado del Cantábrico. Atravesaba esa placita medieval rodeada de casas de colores. Si me hubiesen elevando cien metros hacia el cielo juro que la plaza parecía el centro de un pastel de cumpleaños.
Hondarribia, España
Al entrar al bar del hotel San Nicolás
siempre lo veía ahí: acodado, con una copa de vino en la mano y sus greñas escapando
de la gorra rasta como anguilas amarillas.¡Ey chaval, ya estabas tardando! Le
fascinaba escuchar reggae: me trae recuerdos en mis días en el Caribe, decía. Oye,
tú no eres el que tocaba la guitarra en esta plaza en el verano, le pregunté la
primera vez que lo vi en el bar de ese hotel. ¿Y tú, no eres el que se paseaba
de una mesa a otra, buscando internet? Sí, ¡soy yo!, ¿y tu perrita, dónde está?;
Hostia, ¿acaso no la véis? Yin estaba sentada sobre sus patas traseras y barría
el suelo al mover la cola. Chaval, yo trabajé 10 años en un crucero que
navegaba desde Burdeos hasta el Caribe, fue lo primero que me comentó Koldo con
cierta urgencia, la primera vez que lo vi en ese bar. Cocinaba 15 horas
diarias, hasta que me cansé. Lo mío es la música, tío. Yo trabajé en una
multinacional en Sudamérica, la misma cantidad de años y la misma cantidad de
horas, pero repartidas entre la oficina, mi casa y mi mente, durante los fines
de semana. Sonrió, asintiendo con la cabeza mientras liaba un cigarrillo.
¿Dónde vives?, le pregunté, pero se quedó callado mientras movía el tabaco
sobre el papel. No me respondió la pregunta hasta meses después: ven que te la
enseño, me dijo una tarde sin mirarme. Cruzamos la plaza y señaló con el índice
hacia la bahía de Txingudi. Esa barca, la del mástil roto. Esa es mi casa. Nos
quedamos mirándola unos minutos. El viento helado nos obligaba a entornar las
miradas. Koldo encendió el cigarrillo. A partir de ese día comenzó una historia
de permanentes confesiones.
Terminé mi copa de vino
y antes de irme pregunté: ¿Sabes donde puedo ubicar a Koldo? El mesero negó con
la cabeza y siguió limpiando los vasos. Salí del bar del hotel San Nicolás y
caminé hacia la bahía, por última vez. Al día siguiente regresaría a Madrid y
volvería a Sudamérica. No sabía cuando volvería a ese pedazo de tierra vasca
donde sentía que restaba una tarea pendiente: despedirme de Koldo. Su barca con
el mástil roto, tampoco flotaba más al lado de esos veleros blancos y
ostentosos.
Al pisar los bloques de
paredes destruidas de Jahuay lo imagino a él, tocando la guitarra en ese
malecón inexistente, a su perrita Yin recogiendo la limosna en una gorra rasta.
Los veo como si realmente hubiesen pasado por Chincha, alguna vez. Y comprendí
la razón por la que había decidido levantar una ficción ahí: Sendero Luminoso
voló en pedazos esas casas, pero nunca destruirá a los corazones empeñados en
no querer que los recuerdos se sumerjan debajo de la tierra.
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