Así como Juan Preciado, el
inolvidable personaje del mexicano Juan Rulfo, volvió a Comala, un pueblo al
sur de la frontera de Jalisco, para desenterrar su pasado y sus orígenes; yo
volví a Jahuay, por primera vez, después de 30 años. Juan Preciado tenía un gran
motivo: ir en la búsqueda del padre que nunca conoció. Yo, en cambio, no sabía
con certeza por qué hice detener el auto en ese pedazo de tierra del litoral
peruano, 30 años después.
En el cuento de Rulfo, un
minuto antes de que Dolores Preciado exhalara su último suspiro le pidió a su
hijo, Juan, quizá como una revancha póstuma, que vaya a Comala a buscar a su padre,
Pedro Páramo: No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo
obligado a darme y nunca me dio... El olvido en que nos tuvo, mi hijo,
cóbraselo caro.
Nosotros volvíamos a la casa de
mis padres, en Chincha, después de haber pasado un día de playa, cuando vi el
cartel de Jahuay en la carretera Panamericana. Detén el auto, le pedí a mi
hermana. ¿Para qué?, me preguntó. Ya no hay nada, ahí. Y, sí. Era cierto. Del
barrio donde viví los primeros veranos de mi infancia (a finales de los setenta
y comienzos de los ochenta), solo quedaban escombros.
Mientras caminaba por Jahuay, entre esas colinas de desechos, paredes derruidas y pintarrajeadas con propaganda política de los ochenta, intenté reconstruir mi casa de muros azules con techo de guayaquiles, los caminos de conchas blancas, la pequeña iglesia; el barrio en el que un grupo de familias chinchanas se saludaba en medio del desayuno, corría detrás de las olas al mediodía y jugaba cachito en medio de cervezas a la hora de la luna.
“No ve que casi sí eres mi hijo”, le dijo Eduviges a Juan Preciado. Y le confesó que en la noche de bodas ella tuvo que reemplazar a su madre (Me imagino a Juan levantando las cejas). El adivino Inocencio Osorio le había advertido que esa noche era Luna Brava, y que no se acostase con Pedro Páramo. Para no defraudar a su marido, Dolores Preciado le pidió a Eduviges, su mejor amiga, que la reemplace en el lecho nupcial. Tremendo encargo el de Dolores, y que no se pudo concretar: Pedro Paramo se quedó dormido, borracho de sueño. El pobre Juan que no tenía ni un día en Comala, ya se enteraba de la primera pieza del rompecabezas de la vida de su padre, un cacique despiadado que tenía hijos regados por toda la región.
A unos metros, al lado del
auto, mi hermana me esperaba de pie, con las manos en la cintura. No me decía
nada. Solo me observaba caminar con la mirada pegada al polvo. Yo sentía mis pies
pesados por no poder reconstruir Jahuay. Era imposible. Ya no era Jahuay. No
era mía. No era de nadie. ¿Qué pensamientos habrán pasado por las cabezas de
esos terroristas, antes de destruirla? Fue ahí que recordé a Juan Preciado. No
solo lo recordé, también pude sentir como se instalaba debajo de mi piel y
descubría que en Comala no vivía nadie. Porque solo fantasmas le hablaban.
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