miércoles, 29 de junio de 2016

De cualquier malla sale un ratón


Hace varios años que decidí no darle ninguna limosna a nadie. Excepto a algunos. Puede sonar duro pero estoy seguro que varios me van a entender el porqué.

Ayer por la noche cuando subí a un bus de la línea ETUSA, el morado de la avenida Salaverry, lo vi nuevamente. Esta vez no le descubrí la sonrisa amplia de otros días, al contrario, el gesto cansado parecía pesarle en la cara; sin embargo, entonó “El Ratón” de la misma manera. Cerré los ojos y su voz sonaba mejor que la de Cheo Feliciano: “De cualquier malla sale un ratón, oye…”. Uy, qué bien cayó esa salsa deliciosa a las nueve de la noche, además, el tipo tenía un micrófono de los antiguos en la mano y un amplificador en el suelo: un profesional. Al finalizar, atravesó el pasillo y le alcancé una moneda. “Muy agradecido”, dijo. “Gracias a ti, compadre”, le respondí.

Esa era la promesa que me hice varios años atrás: apoyar, siempre, a los músicos callejeros. Porque ya me conozco el discursillo lastimero de algunos. Y es que coincido con Cheo Feliciano en esa salsa de protesta, “...de cualquier malla salé un ratón, ¡oye!...”, pero también, de cualquier calle salen mentirosos de siete suelas. Al bus suben tipos que salieron de la cárcel y te dicen que no quieren asaltarte porque ya son hombres de bien, que no se quieren ver tentados a volver al crimen; o esos que suben todos los días con el mismo tufo a alcohol y con la misma receta médica de un hijo suyo, que se está muriendo en ese preciso instante. Quizá pueda estar equivocándome con algunos de ellos, pero a muchos ya los conocemos desde hace mucho tiempo.

De cualquier manera yo me refiero a otra cosa: la actitud. Algo que me di cuenta ayer, en el momento en el que el chofer me dijo que giraba para Magdalena del Mar, que no iba por la avenida El Ejército, que esa línea ETUSA estaba suspendida por dos meses, señor. “¿Y por qué?”, renegué. “Un bus sufrió un accidente, señor, ayer atropelló a una señora”. “¿Un bus sufrió un accidente?, por favor, los que sufrimos con ustedes todos los días somos nosotros, si corren como salidos del infierno”.

Lo cierto es que nos hicieron descender en la intersección de la avenida Salaverry con El Ejército. Yo fui el último, el cantante de salsa bajó antes. Caminé a su lado unos metros y le toqué el hombro. “Admiro lo que haces, compadre. Hasta el último minuto del día lo das todo sin quejarte”. “Yo voy sin dramas, hermano. Me llamo Daniel  - me dijo sonriendo, extendiéndome la mano-. De qué me sirve ser víctima si lo que yo necesito es cantar bien para que ustedes, los pasajeros, escuchen lo mejor de mí. No lo peor”. 


Me quedé pensando en esto y le encontré el sentido: ya suficiente tenemos con los días grises limeños como para escuchar voces quejonas, insidiosas, derrotadas, creyendo, además, que asustando o dando lástima van a levantar monedas. La victimización puede ser, para algunas personas que suben a los buses, el recurso más cómodo en la búsqueda de la sobrevivencia. ¿Acaso existen otras maneras, acaso hay otras oportunidades? Puede que sí, puede que no, pero la victimización, sin duda alguna, tiene un costo: un deterioro crónico de la mente, la dignidad y la esperanza 

“Oye -le dije ayer al salsero, cuando ya se alejaba sosteniendo su amplificador en la mano-, no dejes de cantar “El Ratón” de Cheo Feliciano”. Agitó la mano en el aire. Un adiós que será un “hasta luego”, porque acordamos conversar otro día. Llegando a casa me conecté a Internet para escuchar “El ratón” de Cheo Feliciano. Mientras la disfrutaba busqué en Google a Daniel Lavalle, el salsero de la línea ETUSA. Sorprendido me acodé en el escritorio a devorar su perfil: familia de músicos, hombre de orquesta, telonero de Oscar de León (1984), integrante de la agrupación emblemática de música afroperuana “Sentimiento Negro” (Chile-1997), etc. Pronto sacará un disco. El resto es silencio. 


La camiseta peruana sangra en la Copa América


El pasado domingo Perú le ganó a Brasil y a mí me tocó cantar el himno nacional, solo, en un club de Anapoima, un municipio a menos de cien kilómetros de Bogotá, donde la tierra es caliente, la flora abundante y las mariposas amarillas se cuelan en todas las habitaciones. ¿Qué diablos hacía ahí?

Había viajado para asistir al matrimonio de una prima de mi mujer. Al día siguiente del matrimonio, el simpático padre de la novia puso una botella de whisky en la mesa del bar: “Hoy estamos con Perú, Carlos. ¡Salud!”, dijo levantando el vaso. “¡Salud, Tato!”, repetí con más fuerza de lo habitual, agradeciendo el tremendo detalle. Aunque, pensándolo bien, no tenía la certeza si lo hizo por solidaridad al ser el único peruano de la familia, el único peruano en ese lindo club de Anapoima; o porque el triunfo evitaría a Colombia enfrentarse al pentacampeón del mundo. Cualquiera sea el motivo, esa noche dominical comprendí que la camiseta peruana sangra, desde hace mucho tiempo, en este torneo americano.

“Oiga, que el peruano cante el himno”, desafió un tío de mi mujer. Yo lo miré a los ojos y me puse de pie. De golpe. Llevé la mano al pecho y entoné el himno con ese inevitable nacionalismo que suele aparecer en circunstancias adversas, cuando no te acompaña ninguno de los tuyos. Perú ganó el domingo por esa corajuda herida que trazó Andy Polo en la defensa brasileña, antes de lanzar el centro al medio. Pero, también, por la mano de Ruidíaz. No se imaginan la manera como grité el gol. Y no por la bronca que supuso el penal no cobrado a favor de Perú en el minuto 43′. Tampoco porque niegue la complicidad de la mano en el gol de Ruidíaz. Es más, tengo la convicción de que ya es tiempo que nos sirvamos de la tecnología para insuflarle justicia al fútbol. La misma que engrandece a deportes como el tenis. Ya suficientes villanos se han descubierto en torno al deporte rey como para que también se envilezca el juego.

Perú levantó la Copa en 1975. La final se la ganó a Colombia. Foto: Goal
      
Lo cierto es que grité el gol como lo debemos haber gritado todos los peruanos. Con la rabia que significa no haber visto un triunfo frente a la verdeamarela desde hace 31 años (1985), con el dolor que nos produce no estar en un mundial desde hace 34 años (1982). Y porque, vuelvo a repetir, la camiseta peruana sangra en la Copa América. Parecería que nuestros jugadores supiesen que se trata de un torneo corto. Que si sudan y corren como si estuviesen sangrando en la cancha podrían dar el batacazo: ser capaces de lograr una venganza contra los resultados obtenidos en las eliminatorias mundialistas, donde hemos quedado séptimos en las del mundial 2014 y vamos octavos en las del 2018.

Es evidente que en los procesos largos, como las eliminatorias al mundial, nuestra plantilla suele languidecer frente al peso de otras selecciones. En cambio, en la Copa América, Perú parece disolver sus fantasmas. Lo ha demostrado en las últimas dos ediciones (2011 y 2015), donde ha quedado tercero. Quizá porque reconoce que son once jugadores con las fuerzas suficientes para seguir avanzando en un torneo corto y que, además de esto, ya lo ganó en 1939 y en 1975 (en esta última, precisamente frente a Colombia, con dos goles de Casaretto y un inolvidable tiro libre de Cubillas).

En esta edición de la Copa América Perú ya le ganó a Brasil. Ese triunfo ya es parte de nuestra historia. No voy afirmar que fue justo. Pero lo celebré con esa sensación de merecer un postre esquivo. Un suspiro a la limeña que solo saboreo en el mundo onírico, porque desde hace muchos años tengo un sueño recurrente: Restan dos minutos para que acabe el encuentro; el técnico peruano pide cambio; entra Modonese al campo de juego; ¿y éste quién es?, pregunta un comentarista. No lo sé, responde el otro; pero sigamos la jugada, con un guiño de ojo Modonese ya está pidiendo la pelota, recibe el pase en el área y gol, gol, gol.

Es lo maravilloso que tienen los sueños, con todas las limitaciones que tengo para el fútbol consigo meter, no sé cómo, el gol en la final de un mundial. Les confieso que me he despertado con una lágrima en los ojos de ese sueño que me sigue acompañando, como una procesión, cada cierto tiempo. Una lágrima como la que se me escapó en Anapoima, el domingo pasado, justo en el momento en que el arbitro pitó el final. Un sueño real que podría continuar si mañana le ganamos a Colombia en Nueva York.

Porque si Perú confía en su sudor, en esa máquina que es el cuerpo humano para vencer lo imposible, podría acceder a su tercera semifinal consecutiva en el máximo torneo continental. Sin embargo, primero hay que ganarle al ballet de Pékerman; a la Colombia de James, Cuadrado y Cardona, el triplete más talentoso de la Copa América Centenario. La camiseta peruana necesitará seguir sangrando.

Crónica publicada en Habla el balón (Colombia), el 16 de junio de 2016