Hace varios años que decidí no darle ninguna limosna a nadie. Excepto a algunos. Puede sonar duro pero estoy seguro que varios me van a entender el porqué.
Ayer por la noche cuando subí a un bus de la línea ETUSA, el morado
de la avenida Salaverry, lo vi nuevamente. Esta vez no le descubrí la sonrisa
amplia de otros días, al contrario, el gesto cansado parecía pesarle en la cara;
sin embargo, entonó “El Ratón” de la misma manera. Cerré los ojos y su voz sonaba mejor que la de Cheo Feliciano: “De cualquier malla sale un
ratón, oye…”. Uy, qué bien cayó esa salsa deliciosa a las nueve de la noche,
además, el tipo tenía un micrófono de los antiguos en la mano y un amplificador en el suelo: un profesional. Al
finalizar, atravesó el pasillo y le alcancé una moneda. “Muy agradecido”, dijo.
“Gracias a ti, compadre”, le respondí.
Esa era la promesa que me hice varios años atrás: apoyar, siempre, a los músicos callejeros. Porque ya me conozco el discursillo lastimero de algunos. Y es que coincido con Cheo Feliciano en esa salsa de protesta, “...de
cualquier malla salé un ratón, ¡oye!...”, pero también, de cualquier calle salen mentirosos de siete suelas. Al bus suben tipos que salieron de la cárcel y te dicen que no quieren asaltarte porque ya son
hombres de bien, que no se quieren ver tentados a volver al crimen; o esos que suben todos los días con el mismo tufo a alcohol y con la misma receta médica de un hijo suyo, que se está muriendo en ese preciso
instante. Quizá pueda estar equivocándome con
algunos de ellos, pero a muchos ya los conocemos desde hace mucho tiempo.
De cualquier manera yo me refiero a otra cosa: la actitud. Algo que me di cuenta ayer, en el momento en el que el chofer me dijo que giraba para Magdalena del
Mar, que no iba por la avenida El Ejército, que esa línea ETUSA estaba
suspendida por dos meses, señor. “¿Y por qué?”, renegué. “Un bus sufrió un
accidente, señor, ayer atropelló a una señora”. “¿Un bus sufrió un accidente?,
por favor, los que sufrimos con ustedes todos los días somos nosotros, si
corren como salidos del infierno”.
Lo cierto es que nos hicieron descender en la intersección de la
avenida Salaverry con El Ejército. Yo fui el último, el cantante de salsa bajó
antes. Caminé a su lado unos metros y le toqué el hombro. “Admiro lo que haces,
compadre. Hasta el último minuto del día lo das todo sin quejarte”. “Yo voy sin
dramas, hermano. Me llamo Daniel - me
dijo sonriendo, extendiéndome la mano-. De qué me sirve ser víctima si lo que
yo necesito es cantar bien para que ustedes, los pasajeros, escuchen lo mejor
de mí. No lo peor”.
Me quedé pensando en esto y le encontré el sentido: ya suficiente tenemos
con los días grises limeños como para escuchar voces quejonas, insidiosas,
derrotadas, creyendo, además, que asustando o dando lástima van a levantar monedas. La victimización puede ser, para algunas personas que suben a los buses, el recurso más cómodo en la búsqueda de la sobrevivencia. ¿Acaso existen otras maneras, acaso hay otras oportunidades? Puede que sí, puede que no, pero la victimización, sin duda alguna, tiene un costo: un deterioro crónico de la mente, la dignidad y la esperanza.
“Oye -le dije ayer al salsero, cuando ya se alejaba sosteniendo su
amplificador en la mano-, no dejes de cantar “El Ratón” de Cheo Feliciano”.
Agitó la mano en el aire. Un adiós que será un “hasta luego”, porque acordamos
conversar otro día. Llegando a casa me conecté a Internet para escuchar “El
ratón” de Cheo Feliciano. Mientras la disfrutaba busqué en Google a Daniel
Lavalle, el salsero de la línea ETUSA. Sorprendido me acodé en el escritorio a devorar su
perfil: familia de músicos, hombre de orquesta, telonero de Oscar de León (1984),
integrante de la agrupación emblemática de música afroperuana “Sentimiento
Negro” (Chile-1997), etc. Pronto sacará un disco. El resto es silencio.
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