Hoy fue mi último día en la UPC.
No se lo dije a nadie en la clase para evitar un momento vulnerable; sin embargo, hay que expresar en el momento lo que está pasando por dentro, es lo propio además de saludable.
Si hay algo que aprendí en esta etapa se resume en la brecha que hubo entre el primer día de clases y mis últimos minutos, hoy, en la universidad.
Como olvidarlo: ese primer día llegué preparado como para un combate, llevaba con precisión matemática el tiempo que dedicaría a cada diapositiva, la alarma puesta para tomar la lista, los ojos fijos en los que no dejan el celular ni un segundo de sus vidas, la información que desarrollaría desde el inicio hasta el minuto final de las dos horas.
Todo eso se derrumbó: los chicos me enseñaron a darme cuenta que, al igual que en el ejercicio de escribir una novela, donde la historia cobra vida propia mientras se está tejiendo, en la clase, los alumnos no son grabadoras, ¡preguntan!, tienen inquietudes, quieren comprender un poco más. Ay, las preguntas; situaciones que enfrentaba con respiraciones profundas y sudor en las manos, porque mi cabeza estaba más preocupada en dar la lección que en descubrir algo con ellos.
Después de año y medio enseñando, me di cuenta que la clase asume su propio curso vital cuando los chicos preguntan, se entusiasman al dar su punto de vista y perciben que hay alguien que los escucha con el mismo respeto que exigimos los profesores al dar la clase. Y así no tengamos todas las certezas en algunas situaciones, sembramos un diálogo fecundo que nos enriquece solo por eso: no saber qué responder.
De regreso a casa en la ETUSA no encontré a Daniel Lavalle, el salsero del bus morado, para que su música me alegrara la noche.
Pero si comprendí el aprendizaje de este año y medio al leer en un texto la frase del estadista inglés, Benjamin Disraeli: "Lo mejor que podemos hacer por otro no es solo compartir con él nuestras riquezas, sino mostrarle las suyas".
No se lo dije a nadie en la clase para evitar un momento vulnerable; sin embargo, hay que expresar en el momento lo que está pasando por dentro, es lo propio además de saludable.
Si hay algo que aprendí en esta etapa se resume en la brecha que hubo entre el primer día de clases y mis últimos minutos, hoy, en la universidad.
Como olvidarlo: ese primer día llegué preparado como para un combate, llevaba con precisión matemática el tiempo que dedicaría a cada diapositiva, la alarma puesta para tomar la lista, los ojos fijos en los que no dejan el celular ni un segundo de sus vidas, la información que desarrollaría desde el inicio hasta el minuto final de las dos horas.
Todo eso se derrumbó: los chicos me enseñaron a darme cuenta que, al igual que en el ejercicio de escribir una novela, donde la historia cobra vida propia mientras se está tejiendo, en la clase, los alumnos no son grabadoras, ¡preguntan!, tienen inquietudes, quieren comprender un poco más. Ay, las preguntas; situaciones que enfrentaba con respiraciones profundas y sudor en las manos, porque mi cabeza estaba más preocupada en dar la lección que en descubrir algo con ellos.
Después de año y medio enseñando, me di cuenta que la clase asume su propio curso vital cuando los chicos preguntan, se entusiasman al dar su punto de vista y perciben que hay alguien que los escucha con el mismo respeto que exigimos los profesores al dar la clase. Y así no tengamos todas las certezas en algunas situaciones, sembramos un diálogo fecundo que nos enriquece solo por eso: no saber qué responder.
De regreso a casa en la ETUSA no encontré a Daniel Lavalle, el salsero del bus morado, para que su música me alegrara la noche.
Pero si comprendí el aprendizaje de este año y medio al leer en un texto la frase del estadista inglés, Benjamin Disraeli: "Lo mejor que podemos hacer por otro no es solo compartir con él nuestras riquezas, sino mostrarle las suyas".
Foto: Benjamin Disraeli
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