Ayer a las tres de la tarde llegué al módulo de Teleticket en el supermercado de la avenida Pardo, hora en que creía, inocentemente, que no encontraría esa fila que salía del supermercado como la cola de un dinosaurio.
El tipo que estaba delante de mí giró medio cuerpo y me escrutó con cara de pocos amigos, de ningún amigo en su vida, pensé. Una mirada altiva, como si solo él poseyera el mérito de estar en ese concierto que ha dado vueltas en mi cabeza todos estos días desde que lo anunciaron: Guns n´ Roses en Perú.
En el 2010, el vocalista Axl Rose vino a tocar a Lima con su banda. Pero ahora la historia es muy distinta, el 27 de octubre estará por primera vez frente a nosotros la columna vertebral de la mítica banda de Hollywood que se formó en 1985, treinta años que han pasado como un cometa: Axl Rose, Slash y Duff Mc Hagan.
Pero lo que quiero compartir es que, después de media hora en esa fila somnífera, como esas coincidencias que uno no se explica en la vida, vi ingresar al supermercado a Jota, un viejo amigo mío. Caminaba con las manos en los bolsillos y lo seguía su hija, de seis años. “Acabo de llegar a Lima – me dijo-, solo he venido para comprar las entradas”. En un contexto normal no tendría sentido alguno contar este encuentro, pero es que con Jota y Hache, a los catorce años, decidimos formar una banda de rock en Chincha.
“Qué entrada vas a comprar”, le pregunté. “Popular -me respondió Jota-. Están caras, compadre, y voy con mi esposa”. Su hija se trepaba por sus hombros y le jalaba el cuello hacia atrás. Lo entendía perfectamente, pero ni hablar, por más que estén gordos yo que quería ver a estos tipos lo más cerca posible. “¿Y tú? - me dijo -, ¿cuál vas a comprar?”. “Oriente -le mentí, realmente quería comprar Occidente A-. Pero, Jota – le dije –, nos tomamos unas chelas antes de todas maneras”. “Ok, sí, normal”, respondió Jota, fijando la mirada en el suelo y haciendo pataditas en el aire.
Nos quedamos en silencio unos minutos, mirando la larga fila que nos esperaba. De pronto el silencio se rompió: “Oye – Jota puso su mano en mi hombro -, te acuerdas cuando no te dejamos ser baterista”. Sonreí al recordarlo. Era verdad: yo siempre quise ser baterista, pero a esa edad mis ahorros solo me alcanzaron para comprar una tarola, un platillo hit-hat charles y el bombo. Las tres piezas de segunda, muy viejas. Una tarde adolescente, Hache sacó su guitarra acústica y, en el techo de mi casa, rasgó los acordes frescos de “Used to love her”. Jota se dio cuenta que yo no cogía el ritmo con la tarola y me relegó a la voz. Así que me compré una peluca pelirroja para emular los movimientos de Axl y los tres nos propusimos avanzar. Lo cierto es que el único que sí podíamos afirmar que tocaba algo era Hache. Consagró tantas horas de ensayo que llegó a tocar de memoria todos los solos de Slash. Al escucharlo tocar lo observábamos con admiración, pero cuando la canción terminaba una inevitable sonrisa de envidia nos rebasaba. Porque día a día Hache progresaba, y en mí y en Jota, se iba apagando, lentamente, ese sueño de caminar juntos en la senda del rock. Sin embargo, un día, la profesora de un colegio se enteró que tocábamos en el techo de mi casa, y que mi papá subió un día a la azotea y al ver ese amplificador, la batería y la guitarra conectados y unidos, en un nido de cordones umbilicales, a nuestros brazos, dijo, “Oye, Carlos, ¿tú estás loco, qué te pasa?”. Lo cierto es que a la semana siguiente estábamos en un colegio en Chincha, parados en un escenario con poca luz, al frente de treinta filas de banquetas anticucheras, a punto de tocar solo tres temas de Guns n`Roses. “Era por el Día del Maestro”, me recordó Jota y no sé a quien, carajo, se le ocurrió ubicarnos entre un cover de Las chicas del Can y una marinera. Pésimo. Pero nada importaba en ese momento, porque cuando la tarola retumbó el inicio de Paradise City, los de quinto de media, que se ubicaban en las tribunas de cemento de la canchita de fulbito, fumando a tientas, hicieron espirales de cerveza en el aire y los sacaron del colegio. No hay ninguna foto, ningún video que haya sobrevivido a ese día, pero siempre que me encuentro con Jota lo recordamos como una hazaña. “Y luego vino Patience –recordó Jota -. Ahí ya se calmaron los ánimos porque es lenta, pues, hermano, las profesoras felices”. Pero la canción que yo no iba a olvidar nunca en mi vida fue con la cerramos nuestro número. Se me vino a la memoria esa primera línea de Live and Let Die: When you were young and your heart was an open book. You used to say live and let live (Cuando eras joven y tu corazón era un libro abierto. Solías decir, vive y deja vivir). Tuve un golpe de emoción en el pecho. “¿Te acuerdas de esa?”, me dijo, Jota, que ya había sacado las manos de los bolsillos para amagar tocar la guitarra. Se movía nervioso en la cola, de un lado a otro. Después de comprar sus entradas, Jota me dio un abrazo rockero. “Nos hablamos, compadre, estamos en contacto”, me dijo. Yo lo vi de espaldas, alejándose, saliendo del supermercado hasta desaparecer entre la tormenta humana de la avenida Pardo, cuando una voz femenina me hizo volver a tierra: “Señor, ¿qué sector del estadio va a comprar: Occidente, Oriente…”. “No, señorita –la interrumpí –. Deme dos a popular”.