Cuenta la historia que esta fiesta tuvo su origen a inicios del s.XIX, cuando las huestes napoleónicas tomaron la ciudad a ritmo de tambores, mientras las mujeres donostiarras replicaban el sonido, golpeando los barriles con los que solían recoger el agua de las fuentes. Otros se lo atribuyen al fragor de los cucharones que golpeaban contra las ollas de las cocineras. Pero ¿Qué de especial hay en observar a grupos de personas golpeando tambores y barriletes durante veinticuatro horas? Fue la pregunta que me formulé antes de sentir en carne propia lo que se vive en la “fiesta grande” de San Sebastián.
El pasado diecinueve de Enero, llegamos a San Sebastián a las seis de la tarde, y con la firme idea de calentar la parrilla antes de poner la carne, partimos de la gótica Iglesia del Buen Pastor, rumbo a un bar del casco antiguo a beber unas cuantas cañitas.
Cuando salimos del bar, me dejé transportar por la energía que llevó a erigir ese casco viejo, de calles empedradas y estrechas, y aquellos muy bien labrados balcones del s. XIX. De pronto percibí una armonía en aquella manera de vivir entre el ruido que provenía de los bares, el aroma de los pintxos; y el olor a pan fresco, que hizo girar mi rostro hacia una panadería vestida de tambores, traje de gala para la noche.
En ese momento recordé una extraordinaria reflexión de Hans Magnus Enzensberger, poeta y ensayista alemán: “Europa es un conjunto de ciudades a cuyo centro se puede ir a pie desde cualquier lugar. Europa es un continente peatonal, eso la distingue de Estados Unidos. Y eso construye ideologías, costumbres, maneras de vivir, de comer…en todas las ciudades se puede uno desplazar oliendo”. Y eso hicimos nos dejamos seducir por el olfato y empezamos a recorrer interminables bares de pintxos, cuyas infinitas opciones, clásicas o sofisticadas, los hace lucir atestados de gente sonriendo, comiendo, bebiendo, viviendo. Recomiendo mi top five de estas exquisiteces en miniatura que sorprendieron mi paladar (todas ellas dentro del casco viejo, y sin orden de preferencia): 1. Ensaladilla de puerro con tomate seco en el clásico (Bar Gorriti), 2. “La hoguera”, bacalao ahumado acompañado de un caldito de legumbres en el sofisticado (Bar Zeruco), 3. Salmón relleno de Txangurro (Bar Txondorra), 4. Champignon en su jugo de cocción (Bar El Tamboril), 5. Foie laqueado a la plancha (Bar El cucharón de San Telmo).
Después de tremendo banquete, y cuando restaban diez minutos para las doce, caminamos hacia la Plaza de la Constitución. A medida que nos acercábamos, el estruendo de los tambores se hacía más intenso, mi corazón se agitaba, los segundos pasaban y la gente se movía como hormigas, los cajero automáticos lucían llenos de gente ansiosa por sacar euros y darle el uso que se merecen, un grupo de niñas adolescentes bien pintarrajeadas bebían del pico de una botella de Malibú, hasta que llegamos a la Plaza, punto de encuentro donde no cabía un alfiler más.
Al fondo, desde la ventana de la alcaldía, los miembros de la Oreja de Van saludaban emocionados, después de haber recibido el Tambor de Oro, como un reconocimiento a la agrupación, que ha llevado siempre en el pecho, y en sus letras, el nombre de la capital guipuzcoana por todo el mundo. El izamiento de la bandera de la ciudad fue la endrina –por no decir cereza- de una vivencia excepcional que comenzó a la medianoche y finalizó al día siguiente a la misma hora.
A la izada la bandera, le siguieron los cánticos orgullosos de la Marcha de San Sebastián, y luego, comenzamos a pasear por sus calles. Por donde caminaras te encontrabas con tamborradas, que según las estadísticas, hoy ascienden a cien, mientras que en 1957 llegaban sólo a diez. Cocineros marchando, uniformes tricolores, aguadoras reventando sus barriletes, todo unido al compás de una banda.
Al día siguiente, la fiesta continuó con el desfile de cientos de niños que tocaban orgullosos y erguidos sus tambores. Por la tarde siguieron los adolescentes. A los mayores, que pululaban por las calles, se les inundaba los ojos al ver a sus nietos, hijos, sobrinos tocar un instrumento que parecía haber nacido con ellos desde el vientre materno. En ese momento comprendí que no es el tambor, tampoco la comida, menos el recuerdo de la ocupación napoleónica de la ciudad, lo que hace esta fiesta única. La unicidad radica en la unión de todas las generaciones al ritmo de un sonido básico, tan primitivo y lúdico a la vez, como el latido del corazón que escuchamos cuando estamos en el vientre de nuestras madres. Por eso los donostiarras sienten eso, porque parecen haber nacido con un tambor amarrado a la cintura.
El pasado diecinueve de Enero, llegamos a San Sebastián a las seis de la tarde, y con la firme idea de calentar la parrilla antes de poner la carne, partimos de la gótica Iglesia del Buen Pastor, rumbo a un bar del casco antiguo a beber unas cuantas cañitas.
Cuando salimos del bar, me dejé transportar por la energía que llevó a erigir ese casco viejo, de calles empedradas y estrechas, y aquellos muy bien labrados balcones del s. XIX. De pronto percibí una armonía en aquella manera de vivir entre el ruido que provenía de los bares, el aroma de los pintxos; y el olor a pan fresco, que hizo girar mi rostro hacia una panadería vestida de tambores, traje de gala para la noche.
En ese momento recordé una extraordinaria reflexión de Hans Magnus Enzensberger, poeta y ensayista alemán: “Europa es un conjunto de ciudades a cuyo centro se puede ir a pie desde cualquier lugar. Europa es un continente peatonal, eso la distingue de Estados Unidos. Y eso construye ideologías, costumbres, maneras de vivir, de comer…en todas las ciudades se puede uno desplazar oliendo”. Y eso hicimos nos dejamos seducir por el olfato y empezamos a recorrer interminables bares de pintxos, cuyas infinitas opciones, clásicas o sofisticadas, los hace lucir atestados de gente sonriendo, comiendo, bebiendo, viviendo. Recomiendo mi top five de estas exquisiteces en miniatura que sorprendieron mi paladar (todas ellas dentro del casco viejo, y sin orden de preferencia): 1. Ensaladilla de puerro con tomate seco en el clásico (Bar Gorriti), 2. “La hoguera”, bacalao ahumado acompañado de un caldito de legumbres en el sofisticado (Bar Zeruco), 3. Salmón relleno de Txangurro (Bar Txondorra), 4. Champignon en su jugo de cocción (Bar El Tamboril), 5. Foie laqueado a la plancha (Bar El cucharón de San Telmo).
Después de tremendo banquete, y cuando restaban diez minutos para las doce, caminamos hacia la Plaza de la Constitución. A medida que nos acercábamos, el estruendo de los tambores se hacía más intenso, mi corazón se agitaba, los segundos pasaban y la gente se movía como hormigas, los cajero automáticos lucían llenos de gente ansiosa por sacar euros y darle el uso que se merecen, un grupo de niñas adolescentes bien pintarrajeadas bebían del pico de una botella de Malibú, hasta que llegamos a la Plaza, punto de encuentro donde no cabía un alfiler más.
Al fondo, desde la ventana de la alcaldía, los miembros de la Oreja de Van saludaban emocionados, después de haber recibido el Tambor de Oro, como un reconocimiento a la agrupación, que ha llevado siempre en el pecho, y en sus letras, el nombre de la capital guipuzcoana por todo el mundo. El izamiento de la bandera de la ciudad fue la endrina –por no decir cereza- de una vivencia excepcional que comenzó a la medianoche y finalizó al día siguiente a la misma hora.
A la izada la bandera, le siguieron los cánticos orgullosos de la Marcha de San Sebastián, y luego, comenzamos a pasear por sus calles. Por donde caminaras te encontrabas con tamborradas, que según las estadísticas, hoy ascienden a cien, mientras que en 1957 llegaban sólo a diez. Cocineros marchando, uniformes tricolores, aguadoras reventando sus barriletes, todo unido al compás de una banda.
Al día siguiente, la fiesta continuó con el desfile de cientos de niños que tocaban orgullosos y erguidos sus tambores. Por la tarde siguieron los adolescentes. A los mayores, que pululaban por las calles, se les inundaba los ojos al ver a sus nietos, hijos, sobrinos tocar un instrumento que parecía haber nacido con ellos desde el vientre materno. En ese momento comprendí que no es el tambor, tampoco la comida, menos el recuerdo de la ocupación napoleónica de la ciudad, lo que hace esta fiesta única. La unicidad radica en la unión de todas las generaciones al ritmo de un sonido básico, tan primitivo y lúdico a la vez, como el latido del corazón que escuchamos cuando estamos en el vientre de nuestras madres. Por eso los donostiarras sienten eso, porque parecen haber nacido con un tambor amarrado a la cintura.
Fotografía: Carlos Modonese Carbo
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