jueves, 11 de agosto de 2016

El plan de Maggie


Me gusta reír. También llorar. Pero en una película disfruto más cuando ocurren las dos cosas al mismo tiempo, algo que suele pasar con las tragicomedias de argumentos originales. Hace un par de días, cuando vi el cartel de “Maggie´s Plan” (El plan de Maggie), una nueva película donde la trama involucraba a un escritor, me dije que no iba verla. No más. Porque las dos veces anteriores no había tenido fortuna en colmar mis expectativas acerca de historias de escritores. Les comparto estas dos experiencias; en la primera, “Duplex” (2003), Drew Barrymore es la esposa de un escritor protagonizado por Ben Stiller, en una comedia que termina siendo arrastrada por una cascada de clichés. En la segunda, “The Ghost Writer” (2010), Ewan McGregor protagoniza a un escritor contratado por un ex Primer Ministro británico para continuar sus memorias. En esta última, dirigida por Roman Polanski, el filme seduce por el misterio y porque se privilegian las sutiles circunstancias alrededor de un crimen, pero ni “Duplex” ni “The Ghost Writer” alcanzan lo que “El plan de Maggie”, sí consigue mostrar: parte del mundo íntimo y vulnerable del escritor.
Para esto, Rebecca Miller escogió a dos actores consagrados (Julianne Moore y Ethan Hawke), que retratan con éxito un matrimonio de escritores que se desbarata, día a día, al dejarse envolver por la burbuja relacionada a su escritura: las tribulaciones que conlleva el aislamiento, la tentación de la búsqueda de reconocimiento, las manías, los bloqueos creativos o, simplemente, lo gratificante y satisfactorio que resulta para un escritor contar con un oído atento, es decir, compartir con alguien (¡quién sea!) la historia que está escribiendo, esa que contiene a personajes con los que lleva conviviendo varios días en la soledad del escritorio (y que no están muy lejos de parecerse a los amigos de un esquizofrénico).   
Pero el personaje central de la cinta es Maggie (Greta Gerwing), una mujer joven, inteligente e independiente que solo quiere ser madre soltera. Sin embargo, cuando parece que va a lograrlo, se cuela en su vida un escritor simpático e infeliz con su matrimonio, que se enamora de ella al sentir que atiende la gran urgencia del escritor: ser escuchado. Sin querer, Maggie ingresa a un triángulo amoroso, divertido y confuso, que desemboca en un plan (que no pienso contar).
El humor inteligente y la presencia de los niños enternece la trama y le da belleza a la histeria contenida de Julianne Moore y la inseguridad de Ethan Hawke. El oficio de ambos actores conmueve en una escena inolvidable: la nieve es el marco blanco de un diálogo profundo que camina hacia la noche de una cabaña de madera, donde se bebe whiskey caliente y se baila “Dancing in the Dark”. 
 Foto: Cineplex.com

miércoles, 10 de agosto de 2016

En busca del paraíso ilusorio


Hay muchos recuerdos, sí, pero pocos llevan impregnados la emoción nítida con el sello de fecha imborrable.
Un día como hoy, la mañana del 10 de agosto del año pasado, recibí un mensaje de un amigo que me decía: "Donde quieras que estés, compra El Comercio".
Estaba con Paula,cruzamos corriendo la avenida Benavides y, en el quiosco frente al supermercado Vivanda, me encontré con el título de mi primera novela en la portada de la sección Luces.
Compré cinco ejemplares, crucé Alcanfores y me apoyé en la primera mesa que encontré. De pie, arranqué la superficie de plástico que cubría el diario y leí con avidez la crítica a JAHUAY, un hijo que había visto crecer por varios años a mi lado, en la soledad del café bajo la lámpara, y que ese día, de pronto, vio una luz de esta manera...


miércoles, 27 de julio de 2016

Dos a popular

Ayer a las tres de la tarde llegué al módulo de Teleticket en el supermercado de la avenida Pardo, hora en que creía, inocentemente, que no encontraría esa fila que salía del supermercado como la cola de un dinosaurio.
El tipo que estaba delante de mí giró medio cuerpo y me escrutó con cara de pocos amigos, de ningún amigo en su vida, pensé. Una mirada altiva, como si solo él poseyera el mérito de estar en ese concierto que ha dado vueltas en mi cabeza todos estos días desde que lo anunciaron: Guns n´ Roses en Perú.
En el 2010, el vocalista Axl Rose vino a tocar a Lima con su banda. Pero ahora la historia es muy distinta, el 27 de octubre estará por primera vez frente a nosotros la columna vertebral de la mítica banda de Hollywood que se formó en 1985, treinta años que han pasado como un cometa: Axl Rose, Slash y Duff Mc Hagan. 

Pero lo que quiero compartir es que, después de media hora en esa fila somnífera, como esas coincidencias que uno no se explica en la vida, vi ingresar al supermercado a Jota, un viejo amigo mío. Caminaba con las manos en los bolsillos y lo seguía su hija, de seis años. “Acabo de llegar a Lima – me dijo-, solo he venido para comprar las entradas”. En un contexto normal no tendría sentido alguno contar este encuentro, pero es que con Jota y Hache, a los catorce años, decidimos formar una banda de rock en Chincha.
“Qué entrada vas a comprar”, le pregunté. “Popular -me respondió Jota-. Están caras, compadre, y voy con mi esposa”. Su hija se trepaba por sus hombros y le jalaba el cuello hacia atrás. Lo entendía perfectamente, pero ni hablar, por más que estén gordos yo que quería ver a estos tipos lo más cerca posible. “¿Y tú? - me dijo -, ¿cuál vas a comprar?”. “Oriente -le mentí, realmente quería comprar Occidente A-. Pero, Jota – le dije –, nos tomamos unas chelas antes de todas maneras”. “Ok, sí, normal”, respondió Jota, fijando la mirada en el suelo y haciendo pataditas en el aire.
Nos quedamos en silencio unos minutos, mirando la larga fila que nos esperaba. De pronto el silencio se rompió: “Oye – Jota puso su mano en mi hombro -, te acuerdas cuando no te dejamos ser baterista”. Sonreí al recordarlo. Era verdad: yo siempre quise ser baterista, pero a esa edad mis ahorros solo me alcanzaron para comprar una tarola, un platillo hit-hat charles y el bombo. Las tres piezas de segunda, muy viejas. Una tarde adolescente, Hache sacó su guitarra acústica y, en el techo de mi casa, rasgó los acordes frescos de “Used to love her”. Jota se dio cuenta que yo no cogía el ritmo con la tarola y me relegó a la voz. Así que me compré una peluca pelirroja para emular los movimientos de Axl y los tres nos propusimos avanzar. Lo cierto es que el único que sí podíamos afirmar que tocaba algo era Hache. Consagró tantas horas de ensayo que llegó a tocar de memoria todos los solos de Slash. Al escucharlo tocar lo observábamos con admiración, pero cuando la canción terminaba una inevitable sonrisa de envidia nos rebasaba. Porque día a día Hache progresaba, y en mí y en Jota, se iba apagando, lentamente, ese sueño de caminar juntos en la senda del rock. Sin embargo, un día, la profesora de un colegio se enteró que tocábamos en el techo de mi casa, y que mi papá subió un día a la azotea y al ver ese amplificador, la batería y la guitarra conectados y unidos, en un nido de cordones umbilicales, a nuestros brazos, dijo, “Oye, Carlos, ¿tú estás loco, qué te pasa?”. Lo cierto es que a la semana siguiente estábamos en un colegio en Chincha, parados en un escenario con poca luz, al frente de treinta filas de banquetas anticucheras, a punto de tocar solo tres temas de Guns n`Roses. “Era por el Día del Maestro”, me recordó Jota y no sé a quien, carajo, se le ocurrió ubicarnos entre un cover de Las chicas del Can y una marinera. Pésimo. Pero nada importaba en ese momento, porque cuando la tarola retumbó el inicio de Paradise City, los de quinto de media, que se ubicaban en las tribunas de cemento de la canchita de fulbito, fumando a tientas, hicieron espirales de cerveza en el aire y los sacaron del colegio. No hay ninguna foto, ningún video que haya sobrevivido a ese día, pero siempre que me encuentro con Jota lo recordamos como una hazaña. “Y luego vino Patience –recordó Jota -. Ahí ya se calmaron los ánimos porque es lenta, pues, hermano, las profesoras felices”. Pero la canción que yo no iba a olvidar nunca en mi vida fue con la cerramos nuestro número. Se me vino a la memoria esa primera línea de Live and Let Die: When you were young and your heart was an open book. You used to say live and let live (Cuando eras joven y tu corazón era un libro abierto. Solías decir, vive y deja vivir). Tuve un golpe de emoción en el pecho. “¿Te acuerdas de esa?”, me dijo, Jota, que ya había sacado las manos de los bolsillos para amagar tocar la guitarra. Se movía nervioso en la cola, de un lado a otro. Después de comprar sus entradas, Jota me dio un abrazo rockero. “Nos hablamos, compadre, estamos en contacto”, me dijo. Yo lo vi de espaldas, alejándose, saliendo del supermercado hasta desaparecer entre la tormenta humana de la avenida Pardo, cuando una voz femenina me hizo volver a tierra: “Señor, ¿qué sector del estadio va a comprar: Occidente, Oriente…”. “No, señorita –la interrumpí –. Deme dos a popular”.


miércoles, 13 de julio de 2016

Demolition



¿Qué pasa cuando nos desconectamos?
De repente ni siquiera sonreímos al escuchar una historia que nos parece graciosa.
Cuando nos están hablando y la cabeza está en otra escena, pasada o futura.
La distracción nos puede envolver en cualquier momento, claro, lo inesperado es cuando frente a un suceso trágico, el cuerpo se atrinchera y evita que nuestras emociones conecten con él.

Esta situación se torna universal al ver el inicio de Demolition: Davis Mitchell (
Jake Gyllenhaal), banquero exitoso, acaba de perder a su esposa.
Murió en un accidente en auto, a su lado, y Davis, está ahí, preguntándose porque la máquina expendedora del hospital se malogró.
Davis solo atina a escribir al Servicio al Cliente para que le expliquen, por favor, por qué si dejó caer la moneda, el snack se atracó justo antes de suspenderse en al aire.
"Encontré esto molesto porque estaba hambriento. Y también porque mi esposa había muerto diez minutos antes". Así firma la carta, escrita de puño y letra. Y el suegro, otro logro importante de Chris Cooper(American Beauty, 1999/Capote, 2005), no sabe qué puede estar pasando por la cabeza de su yerno.
 

¿Qué pasaría con Davis, realmente? Porque la frialdad interpretada por Jake Gyllenhaal (Brokeback Mountain, 2005/Nightcrawler, 2014) es inquietante.
Me hace pensar que el director de la película, el canadiense Jean Marc Vallé (Dallas Buyers Club, 2013/Wild, 2014), al leer el guión conectó con la gelidez del personaje principal y, quizá, le hizo recordar una lectura de su juventud, “El extranjero”, de Albert Camus, y su impactante inicio:
“Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé. Recibí un telegrama del asilo: «Falleció su madre. Entierro mañana. Sentidas condolencias.» Pero no quiere decir nada. Quizá haya sido ayer.”

La banda sonora y la fotografía son de un cuidado reconocible, pero lo más importante es la metáfora escogida para la película: "Para arreglar algo hay que desarmarlo todo", le sugiere el suegro al saber que tiene un refrigerador malogrado. Y en ese preciso instante, Davis Mitchell
parece comprender qué debía hacer para conectar con un mundo que hasta ese día parecía serle totalmente ajeno: Demolerlo todo, lo tangible y lo intangible, lo que ve y lo que no ve, lo que siente y todo aquello que conserve el perfume del recuerdo. Y en la búsqueda de ese sentido, nosotros también subimos al metro con Davis, corremos por la playa y perseguimos gaviotas al lado Karen Moreno (Naomi Watts) y tocamos la guitarra con su hijo adolescente, interpretado brillantemente por Judah Lewis.
Demoler para volver a crear, una de las claves de la poiesis de
Jean Marc Vallé.

 Foto: Spletnik, Rusia

jueves, 7 de julio de 2016

La riqueza de los otros

Hoy fue mi último día en la UPC.
No se lo dije a nadie en la clase para evitar un momento vulnerable; sin embargo, hay que expresar en el momento lo que está pasando por dentro, es lo propio además de saludable.

Si hay algo que aprendí en esta etapa se resume en la brecha que hubo entre el primer día de clases y mis últimos minutos, hoy, en la universidad. 

Como olvidarlo: ese primer día llegué preparado como para un combate, llevaba con precisión matemática el tiempo que dedicaría a cada diapositiva, la alarma puesta para tomar la lista, los ojos fijos en los que no dejan el celular ni un segundo de sus vidas, la información que desarrollaría desde el inicio hasta el minuto final de las dos horas. 


Todo eso se derrumbó: los chicos me enseñaron a darme cuenta que, al igual que en el ejercicio de escribir una novela, donde la historia cobra vida propia mientras se está tejiendo, en la clase, los alumnos no son grabadoras, ¡preguntan!, tienen inquietudes, quieren comprender un poco más. Ay, las preguntas; situaciones que enfrentaba con respiraciones profundas y sudor en las manos, porque mi cabeza estaba más preocupada en dar la lección que en descubrir algo con ellos.
Después de año y medio enseñando, me di cuenta que la clase asume su propio curso vital cuando los chicos preguntan, se entusiasman al dar su punto de vista y perciben que hay alguien que los escucha con el mismo respeto que exigimos los profesores al dar la clase. Y así no tengamos todas las certezas en algunas situaciones, sembramos un diálogo fecundo que nos enriquece solo por eso: no saber qué responder.


De regreso a casa en la ETUSA no encontré a Daniel Lavalle, el salsero del bus morado, para que su música me alegrara la noche.
Pero si comprendí el aprendizaje de este año y medio al leer en un texto la frase del estadista inglés, Benjamin Disraeli: "Lo mejor que podemos hacer por otro no es solo compartir con él nuestras riquezas, sino mostrarle las suyas".
 


Foto: Benjamin Disraeli

miércoles, 29 de junio de 2016

De cualquier malla sale un ratón


Hace varios años que decidí no darle ninguna limosna a nadie. Excepto a algunos. Puede sonar duro pero estoy seguro que varios me van a entender el porqué.

Ayer por la noche cuando subí a un bus de la línea ETUSA, el morado de la avenida Salaverry, lo vi nuevamente. Esta vez no le descubrí la sonrisa amplia de otros días, al contrario, el gesto cansado parecía pesarle en la cara; sin embargo, entonó “El Ratón” de la misma manera. Cerré los ojos y su voz sonaba mejor que la de Cheo Feliciano: “De cualquier malla sale un ratón, oye…”. Uy, qué bien cayó esa salsa deliciosa a las nueve de la noche, además, el tipo tenía un micrófono de los antiguos en la mano y un amplificador en el suelo: un profesional. Al finalizar, atravesó el pasillo y le alcancé una moneda. “Muy agradecido”, dijo. “Gracias a ti, compadre”, le respondí.

Esa era la promesa que me hice varios años atrás: apoyar, siempre, a los músicos callejeros. Porque ya me conozco el discursillo lastimero de algunos. Y es que coincido con Cheo Feliciano en esa salsa de protesta, “...de cualquier malla salé un ratón, ¡oye!...”, pero también, de cualquier calle salen mentirosos de siete suelas. Al bus suben tipos que salieron de la cárcel y te dicen que no quieren asaltarte porque ya son hombres de bien, que no se quieren ver tentados a volver al crimen; o esos que suben todos los días con el mismo tufo a alcohol y con la misma receta médica de un hijo suyo, que se está muriendo en ese preciso instante. Quizá pueda estar equivocándome con algunos de ellos, pero a muchos ya los conocemos desde hace mucho tiempo.

De cualquier manera yo me refiero a otra cosa: la actitud. Algo que me di cuenta ayer, en el momento en el que el chofer me dijo que giraba para Magdalena del Mar, que no iba por la avenida El Ejército, que esa línea ETUSA estaba suspendida por dos meses, señor. “¿Y por qué?”, renegué. “Un bus sufrió un accidente, señor, ayer atropelló a una señora”. “¿Un bus sufrió un accidente?, por favor, los que sufrimos con ustedes todos los días somos nosotros, si corren como salidos del infierno”.

Lo cierto es que nos hicieron descender en la intersección de la avenida Salaverry con El Ejército. Yo fui el último, el cantante de salsa bajó antes. Caminé a su lado unos metros y le toqué el hombro. “Admiro lo que haces, compadre. Hasta el último minuto del día lo das todo sin quejarte”. “Yo voy sin dramas, hermano. Me llamo Daniel  - me dijo sonriendo, extendiéndome la mano-. De qué me sirve ser víctima si lo que yo necesito es cantar bien para que ustedes, los pasajeros, escuchen lo mejor de mí. No lo peor”. 


Me quedé pensando en esto y le encontré el sentido: ya suficiente tenemos con los días grises limeños como para escuchar voces quejonas, insidiosas, derrotadas, creyendo, además, que asustando o dando lástima van a levantar monedas. La victimización puede ser, para algunas personas que suben a los buses, el recurso más cómodo en la búsqueda de la sobrevivencia. ¿Acaso existen otras maneras, acaso hay otras oportunidades? Puede que sí, puede que no, pero la victimización, sin duda alguna, tiene un costo: un deterioro crónico de la mente, la dignidad y la esperanza 

“Oye -le dije ayer al salsero, cuando ya se alejaba sosteniendo su amplificador en la mano-, no dejes de cantar “El Ratón” de Cheo Feliciano”. Agitó la mano en el aire. Un adiós que será un “hasta luego”, porque acordamos conversar otro día. Llegando a casa me conecté a Internet para escuchar “El ratón” de Cheo Feliciano. Mientras la disfrutaba busqué en Google a Daniel Lavalle, el salsero de la línea ETUSA. Sorprendido me acodé en el escritorio a devorar su perfil: familia de músicos, hombre de orquesta, telonero de Oscar de León (1984), integrante de la agrupación emblemática de música afroperuana “Sentimiento Negro” (Chile-1997), etc. Pronto sacará un disco. El resto es silencio. 


La camiseta peruana sangra en la Copa América


El pasado domingo Perú le ganó a Brasil y a mí me tocó cantar el himno nacional, solo, en un club de Anapoima, un municipio a menos de cien kilómetros de Bogotá, donde la tierra es caliente, la flora abundante y las mariposas amarillas se cuelan en todas las habitaciones. ¿Qué diablos hacía ahí?

Había viajado para asistir al matrimonio de una prima de mi mujer. Al día siguiente del matrimonio, el simpático padre de la novia puso una botella de whisky en la mesa del bar: “Hoy estamos con Perú, Carlos. ¡Salud!”, dijo levantando el vaso. “¡Salud, Tato!”, repetí con más fuerza de lo habitual, agradeciendo el tremendo detalle. Aunque, pensándolo bien, no tenía la certeza si lo hizo por solidaridad al ser el único peruano de la familia, el único peruano en ese lindo club de Anapoima; o porque el triunfo evitaría a Colombia enfrentarse al pentacampeón del mundo. Cualquiera sea el motivo, esa noche dominical comprendí que la camiseta peruana sangra, desde hace mucho tiempo, en este torneo americano.

“Oiga, que el peruano cante el himno”, desafió un tío de mi mujer. Yo lo miré a los ojos y me puse de pie. De golpe. Llevé la mano al pecho y entoné el himno con ese inevitable nacionalismo que suele aparecer en circunstancias adversas, cuando no te acompaña ninguno de los tuyos. Perú ganó el domingo por esa corajuda herida que trazó Andy Polo en la defensa brasileña, antes de lanzar el centro al medio. Pero, también, por la mano de Ruidíaz. No se imaginan la manera como grité el gol. Y no por la bronca que supuso el penal no cobrado a favor de Perú en el minuto 43′. Tampoco porque niegue la complicidad de la mano en el gol de Ruidíaz. Es más, tengo la convicción de que ya es tiempo que nos sirvamos de la tecnología para insuflarle justicia al fútbol. La misma que engrandece a deportes como el tenis. Ya suficientes villanos se han descubierto en torno al deporte rey como para que también se envilezca el juego.

Perú levantó la Copa en 1975. La final se la ganó a Colombia. Foto: Goal
      
Lo cierto es que grité el gol como lo debemos haber gritado todos los peruanos. Con la rabia que significa no haber visto un triunfo frente a la verdeamarela desde hace 31 años (1985), con el dolor que nos produce no estar en un mundial desde hace 34 años (1982). Y porque, vuelvo a repetir, la camiseta peruana sangra en la Copa América. Parecería que nuestros jugadores supiesen que se trata de un torneo corto. Que si sudan y corren como si estuviesen sangrando en la cancha podrían dar el batacazo: ser capaces de lograr una venganza contra los resultados obtenidos en las eliminatorias mundialistas, donde hemos quedado séptimos en las del mundial 2014 y vamos octavos en las del 2018.

Es evidente que en los procesos largos, como las eliminatorias al mundial, nuestra plantilla suele languidecer frente al peso de otras selecciones. En cambio, en la Copa América, Perú parece disolver sus fantasmas. Lo ha demostrado en las últimas dos ediciones (2011 y 2015), donde ha quedado tercero. Quizá porque reconoce que son once jugadores con las fuerzas suficientes para seguir avanzando en un torneo corto y que, además de esto, ya lo ganó en 1939 y en 1975 (en esta última, precisamente frente a Colombia, con dos goles de Casaretto y un inolvidable tiro libre de Cubillas).

En esta edición de la Copa América Perú ya le ganó a Brasil. Ese triunfo ya es parte de nuestra historia. No voy afirmar que fue justo. Pero lo celebré con esa sensación de merecer un postre esquivo. Un suspiro a la limeña que solo saboreo en el mundo onírico, porque desde hace muchos años tengo un sueño recurrente: Restan dos minutos para que acabe el encuentro; el técnico peruano pide cambio; entra Modonese al campo de juego; ¿y éste quién es?, pregunta un comentarista. No lo sé, responde el otro; pero sigamos la jugada, con un guiño de ojo Modonese ya está pidiendo la pelota, recibe el pase en el área y gol, gol, gol.

Es lo maravilloso que tienen los sueños, con todas las limitaciones que tengo para el fútbol consigo meter, no sé cómo, el gol en la final de un mundial. Les confieso que me he despertado con una lágrima en los ojos de ese sueño que me sigue acompañando, como una procesión, cada cierto tiempo. Una lágrima como la que se me escapó en Anapoima, el domingo pasado, justo en el momento en que el arbitro pitó el final. Un sueño real que podría continuar si mañana le ganamos a Colombia en Nueva York.

Porque si Perú confía en su sudor, en esa máquina que es el cuerpo humano para vencer lo imposible, podría acceder a su tercera semifinal consecutiva en el máximo torneo continental. Sin embargo, primero hay que ganarle al ballet de Pékerman; a la Colombia de James, Cuadrado y Cardona, el triplete más talentoso de la Copa América Centenario. La camiseta peruana necesitará seguir sangrando.

Crónica publicada en Habla el balón (Colombia), el 16 de junio de 2016