Hace algún tiempo, en uno de los cuentos de mi hija Samara, vi una ilustración que llamó mucho mi atención.
Era un niño astronauta creado por Fito Espinoza.
Me encanta Fito. Sus dibujos tienen la tinta simple de las sabias reflexiones:
“El chico astronauta necesita irse lejos para estar acá”.
No me pude sentir más identificado con él.
De hecho, reconozco tener un chico astronauta dentro de mí.
Me pasa, muchas veces, sobre todo en días ajetreados como los de diciembre, que necesito un espacio de soledad.
Suelo buscar algún rincón donde refugiarme a escribir, a leer o simplemente salir de casa para dar una caminata.
Si no logro hacer esto es muy probable que mi chico astronauta quiera salir en el momento que se le antoje y Paula me tenga que decir en el oído:
“Charlie, llamando desde la Tierra”
Me lo dice cada que me vez que me está hablando y yo estoy con una sonrisa de alucinado, volando en mi nave espacial.
Me siento un poco mal, porque no quiero que ella piense que lo que me está contando no es interesante.
¿Por qué me pasa?
Algo de esto pude descubrir la semana pasada que pasamos unos días en familia, en una isla.
Ahora me doy cuenta que una isla es como un pequeño planeta: Un pedacito de tierra encapsulado en el mar.
Fue bueno llegar a este planeta distinto, porque mi chico astronauta pudo salir libremente por las noches en su nave a encender con una vela las estrellas del cielo y dejarlas caer en el océano.
En una de esas mañanas isleñas, caminaba entre troncos de árboles oxidados, cuando la brisa me hizo volverme al mar.
Lo intuí, estaba ahí, bamboleándose en el oleaje y me senté de inmediato a una mesa para contemplar el brote de esa semilla de estrella.
Le sonreí cómo sí fuese un viejo amigo y me senté a escribir lo que apenas podía ver.
Creación, bendito momento.
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