Cuando llegamos a St. Jean-Pied-de-Port (San Juan Pie del Puerto en español), pequeña ciudad medieval, enclavada en la región de Aquitania, al sur-oeste de Francia, observé muchos árboles pelados que parecían tomarse, unos a otros de las ramas, para soportar los embates del frío.
Subimos por una cuesta, y observé desde arriba unos tejados, que parecían los sombreros rojizos de aquellas casas blancas, desperdigadas al pie de las montañas de los Pirineos Atlánticos.
Detrás de mi, como un riachuelo humano, caminaban los incansables peregrinos, que al igual que yo, se disponían a ingresar al casco viejo, punto de convergencia de tres rutas francesas (Tours, Vézelay y del Puy-en-Velay) pertenecientes al peregrinaje más importante de toda Europa, el Camino de Santiago. Antes de entrar, me volví nuevamente a los tejados rojizos, y observé el contraste con el aire medieval que se respiraba cerca de esa sólida puerta de piedra, que me daba la bienvenida a la ciudadela de St. Jean-Pied-de-Port.
De pronto, me entraron unas ganas enormes de charlar con alguien.
— Este es sólo el comienzo — Le dije a un tipo que estaba a mi lado.
— Restan 950 kilómetros para llegar a Galicia — respondió, con un acento español magullado.
Era delgado y tenía un semblante taciturno, como si recordase con nostalgia todo lo que se cruzase por su mirada.
— ¿Where are you from?— Pregunté.
— I´m from Ireland. Come on, let´s go.
— ¿Tienes dónde pasar la noche?
— No.
— Yo tampoco — Le dije algo desalentado.
— ¿Tienes shell?
— ¿La concha? Sí. Amarrada al cuello, como una cadena de perro.
Cuando descendíamos por el empedrado camino de la Rue de la Citadelle, giramos la cabeza a ambos lados y observamos a varios peregrinos ingresando a los bares o registrándose en los albergues. “Caminemos un poco más rápido que nos quedamos sin nada” — Le dije.
Llegamos a un lugar llamado: Amigos del Camino de Santiago, una casa donde nos dieron: mapas de la ciudadela, una lista de albergues, y el pasaporte del peregrino, un documento que sería sellado en cada ciudad del Camino, los siguientes veinte días, hasta llegar a Galicia.
Mientras avanzábamos, observaba como “la concha”, aparecía de diversas formas, en todos los rincones de aquella callecita; grabadas en las fuentes, como fósiles sobre los umbrales de las puertas, colgadas en las paredes, labradas en piedra o en hierro.
De pronto, encontramos un albergue disponible. Nos acercamos, tocamos la puerta, y apareció una mujer rolliza, de tez blanca, que desnudó su incompleta dentadura cuando nos mostró su sonrisa. Ambos le mostramos la concha que colgaba de nuestros cuellos (como la de su puerta), y nos hizo pasar a su morada, sin más. ¿Esta concha es magia pura? — Pensé.
St. Jean-Pied-de-Port, posee muchos albergues de distintos precios, desde 1 hasta 20 euros la noche, y en algunos, mostrando la concha sólo dejas una colaboración voluntaria. En la Edad Media, durante el s XII, cuando los peregrinos llegaban a Santiago de Compostela, objetivo final del recorrido, caminaban hasta las costas gallegas, y recogían de sus arenas, las conchas varadas por el mar, y se las colgaban en el cuello, como símbolo de haber ultimado el largo peregrinaje. Una vez expandida la costumbre, se convirtió en el emblema del Camino de Santiago.
Mi eventual compañero y yo, dejamos nuestras mochilas en la habitación, devoramos un buen plato de sopa caliente que nos ofreció la anfitriona, y luego, salimos a la calle.
— Mañana tenemos un día duro — Afirmé.
—Cruzaremos los Pirineos, y llegaremos a Roncesvalles, en España.
— Mira — dije —. Esa debe ser la pequeña Iglesia de Notre Dame. ¿Te animarías a entrar?
— Te espero en esa esquina — Me dijo señalando un bar.
Cuando entré a la Iglesia, encontré a varios peregrinos, que levantaban la mirada, escudriñando la fortaleza de sus columnas y el colorido de los vitrales. Percibí que la observaban, no como un lugar donde pudiesen hallar regocijo espiritual, sino como una reliquia curiosa, como un científico examinaría una anómala especie de anfibio. Una forma de apreciar muy alejada de lo que representaba para los reyes del medioevo, en pleno siglo XII. En aquella época: monasterios, iglesias, puentes, caminos, abadías, basílicas; eran los hitos del cristianismo, en un momento donde la presencia musulmana cumplía quinientos años de expansión en la península, y por ello, Sancho VII El Fuerte, rey de Navarra, impulsó el Camino de Santiago, levantando infraestructura en cada rincón, para que el peregrino no sólo transcurra por ella, sino también, de alguna u otra manera evangelice.
Cuando salí de la Iglesia, caminé hasta el bar, y encontré a mi amigo irlandés con una doble sonrisa.
— Une bière — Ordené al mesero.
Luego agregué:
— Oye. No te estaba obligando a entrar.
— Me querías llevar a tu rebaño. Apártate de mí — Me dijo. Acto seguido, soltó una carcajada.
Me quedé algo pasmado.
— Discúlpame. Soy ateo — Dijo.
— ¿Y qué haces en el Camino de Santiago? —Pregunté.
— Tengo motivos personales — Respondió con seriedad.
— Entiendo.
— ¿Y tú buscas indulgencias de la Iglesia? — Dijo en tono de sorna. Yo sonreí.
— Mis motivos tampoco son religiosos.
— Lo importante es encontrarse a uno mismo — Apostilló.
Bebí un gran sorbo de cerveza, y después de una larga charla, volvimos al albergue.
Durante la Edad Media, la Iglesia otorgaba las famosas indulgencias a los peregrinos que realizaban el Camino de Santiago. Una suerte de crédito hipotecario con que el cristianismo premiaba a los fieles que anhelaban lograr un pedazo de terreno en el cielo, sin intereses, y para la vida eterna. Sin embargo, los peregrinos sensatos, lo hacían como un medio de reflexión, para sanar culpas o aliviar penas irresueltas.
Al día siguiente, salimos muy temprano, cruzamos el antiguo puente sobre el Río Nive y empezamos a caminar por la Rue de Espagne, de gran importancia comercial durante la Edad Media, por su estratégica ubicación en la frontera franco-española.
Cuando los rasgos urbanos desaparecieron, encontramos el sendero para ascender a los Pirineos. Luego de dos horas, empecé a resollar y me detuve. El irlandés caminaba cuesta arriba, a pasos largos, sin mirar atrás. Antes de superar los 1,200 metros, lo vi muy lejos. En un momento, se volvió y agitó la mano, como si se estuviese despidiendo de mí. “¿Qué le pasa a este sujeto? Se supone que lo estábamos haciendo juntos”—Dije para mis adentros. Me sentí solo por un momento. Paré, dejé la mochila en el suelo y busqué como un desquiciado el I-Pod en uno de los bolsillos.
En ese momento se me vino a la mente una frase de JJ Rousseau: “Ser adulto es estar solo”. Cuando la leí por primera vez, no entendí el mensaje tan poderoso que se camuflaba en ella. Y eso fue lo que me pasó en ese momento, cuando vi alejarse al irlandés. A veces, precisamos de compañía para esquivar esos momentos de reflexión. Cuando aparecen esos incómodos encuentros con el pasado, buscamos el I-Pod para llenarnos de ruido, en lugar de escuchar la música que corre por nuestra sangre.
Luego de caminar kilómetros contemplando aquella alfombra verde salpicada de ovejas, me encontré con mi niño interno, ese que todos llevamos dentro. Lo cargué, lo abracé, y le dije “Ya está. Todo está muy bien”. No saben lo bien que me sentí.
Manuel Cruz en su articulo: La construcción social de la soledad, logró una frase brillante: “Nos sentimos solos cuando no importamos de la manera que querríamos importar a aquellos que nos importan”. Por eso les digo, a veces es saludable dejar de mirar afuera, y charlar con ese muchachito que llevamos dentro. Curemos esa heridita, que no solemos ver en el día a día, y que con los años, se ha convertido en un lastre innecesario. De este modo, cuando la soledad nos sorprenda, le demos la oportunidad a ese niño de ser nuestro mejor compañero de viaje.
Los escondites del Cronista Errante
Chez l´HabitantRue de la Citadelle 15. Tel. 0559370583
La decoración es básica, pero es una opción a muy buen precio, en el centro del casco viejo, donde percibirá esa atmosfera medieval tan especial, que acoge a peregrinos y no peregrinos. La habitación doble está alrededor de los 20€ y el desayuno está incluido
Subimos por una cuesta, y observé desde arriba unos tejados, que parecían los sombreros rojizos de aquellas casas blancas, desperdigadas al pie de las montañas de los Pirineos Atlánticos.
Detrás de mi, como un riachuelo humano, caminaban los incansables peregrinos, que al igual que yo, se disponían a ingresar al casco viejo, punto de convergencia de tres rutas francesas (Tours, Vézelay y del Puy-en-Velay) pertenecientes al peregrinaje más importante de toda Europa, el Camino de Santiago. Antes de entrar, me volví nuevamente a los tejados rojizos, y observé el contraste con el aire medieval que se respiraba cerca de esa sólida puerta de piedra, que me daba la bienvenida a la ciudadela de St. Jean-Pied-de-Port.
De pronto, me entraron unas ganas enormes de charlar con alguien.
— Este es sólo el comienzo — Le dije a un tipo que estaba a mi lado.
— Restan 950 kilómetros para llegar a Galicia — respondió, con un acento español magullado.
Era delgado y tenía un semblante taciturno, como si recordase con nostalgia todo lo que se cruzase por su mirada.
— ¿Where are you from?— Pregunté.
— I´m from Ireland. Come on, let´s go.
— ¿Tienes dónde pasar la noche?
— No.
— Yo tampoco — Le dije algo desalentado.
— ¿Tienes shell?
— ¿La concha? Sí. Amarrada al cuello, como una cadena de perro.
Cuando descendíamos por el empedrado camino de la Rue de la Citadelle, giramos la cabeza a ambos lados y observamos a varios peregrinos ingresando a los bares o registrándose en los albergues. “Caminemos un poco más rápido que nos quedamos sin nada” — Le dije.
Llegamos a un lugar llamado: Amigos del Camino de Santiago, una casa donde nos dieron: mapas de la ciudadela, una lista de albergues, y el pasaporte del peregrino, un documento que sería sellado en cada ciudad del Camino, los siguientes veinte días, hasta llegar a Galicia.
Mientras avanzábamos, observaba como “la concha”, aparecía de diversas formas, en todos los rincones de aquella callecita; grabadas en las fuentes, como fósiles sobre los umbrales de las puertas, colgadas en las paredes, labradas en piedra o en hierro.
De pronto, encontramos un albergue disponible. Nos acercamos, tocamos la puerta, y apareció una mujer rolliza, de tez blanca, que desnudó su incompleta dentadura cuando nos mostró su sonrisa. Ambos le mostramos la concha que colgaba de nuestros cuellos (como la de su puerta), y nos hizo pasar a su morada, sin más. ¿Esta concha es magia pura? — Pensé.
St. Jean-Pied-de-Port, posee muchos albergues de distintos precios, desde 1 hasta 20 euros la noche, y en algunos, mostrando la concha sólo dejas una colaboración voluntaria. En la Edad Media, durante el s XII, cuando los peregrinos llegaban a Santiago de Compostela, objetivo final del recorrido, caminaban hasta las costas gallegas, y recogían de sus arenas, las conchas varadas por el mar, y se las colgaban en el cuello, como símbolo de haber ultimado el largo peregrinaje. Una vez expandida la costumbre, se convirtió en el emblema del Camino de Santiago.
Mi eventual compañero y yo, dejamos nuestras mochilas en la habitación, devoramos un buen plato de sopa caliente que nos ofreció la anfitriona, y luego, salimos a la calle.
— Mañana tenemos un día duro — Afirmé.
—Cruzaremos los Pirineos, y llegaremos a Roncesvalles, en España.
— Mira — dije —. Esa debe ser la pequeña Iglesia de Notre Dame. ¿Te animarías a entrar?
— Te espero en esa esquina — Me dijo señalando un bar.
Cuando entré a la Iglesia, encontré a varios peregrinos, que levantaban la mirada, escudriñando la fortaleza de sus columnas y el colorido de los vitrales. Percibí que la observaban, no como un lugar donde pudiesen hallar regocijo espiritual, sino como una reliquia curiosa, como un científico examinaría una anómala especie de anfibio. Una forma de apreciar muy alejada de lo que representaba para los reyes del medioevo, en pleno siglo XII. En aquella época: monasterios, iglesias, puentes, caminos, abadías, basílicas; eran los hitos del cristianismo, en un momento donde la presencia musulmana cumplía quinientos años de expansión en la península, y por ello, Sancho VII El Fuerte, rey de Navarra, impulsó el Camino de Santiago, levantando infraestructura en cada rincón, para que el peregrino no sólo transcurra por ella, sino también, de alguna u otra manera evangelice.
Cuando salí de la Iglesia, caminé hasta el bar, y encontré a mi amigo irlandés con una doble sonrisa.
— Une bière — Ordené al mesero.
Luego agregué:
— Oye. No te estaba obligando a entrar.
— Me querías llevar a tu rebaño. Apártate de mí — Me dijo. Acto seguido, soltó una carcajada.
Me quedé algo pasmado.
— Discúlpame. Soy ateo — Dijo.
— ¿Y qué haces en el Camino de Santiago? —Pregunté.
— Tengo motivos personales — Respondió con seriedad.
— Entiendo.
— ¿Y tú buscas indulgencias de la Iglesia? — Dijo en tono de sorna. Yo sonreí.
— Mis motivos tampoco son religiosos.
— Lo importante es encontrarse a uno mismo — Apostilló.
Bebí un gran sorbo de cerveza, y después de una larga charla, volvimos al albergue.
Durante la Edad Media, la Iglesia otorgaba las famosas indulgencias a los peregrinos que realizaban el Camino de Santiago. Una suerte de crédito hipotecario con que el cristianismo premiaba a los fieles que anhelaban lograr un pedazo de terreno en el cielo, sin intereses, y para la vida eterna. Sin embargo, los peregrinos sensatos, lo hacían como un medio de reflexión, para sanar culpas o aliviar penas irresueltas.
Al día siguiente, salimos muy temprano, cruzamos el antiguo puente sobre el Río Nive y empezamos a caminar por la Rue de Espagne, de gran importancia comercial durante la Edad Media, por su estratégica ubicación en la frontera franco-española.
Cuando los rasgos urbanos desaparecieron, encontramos el sendero para ascender a los Pirineos. Luego de dos horas, empecé a resollar y me detuve. El irlandés caminaba cuesta arriba, a pasos largos, sin mirar atrás. Antes de superar los 1,200 metros, lo vi muy lejos. En un momento, se volvió y agitó la mano, como si se estuviese despidiendo de mí. “¿Qué le pasa a este sujeto? Se supone que lo estábamos haciendo juntos”—Dije para mis adentros. Me sentí solo por un momento. Paré, dejé la mochila en el suelo y busqué como un desquiciado el I-Pod en uno de los bolsillos.
En ese momento se me vino a la mente una frase de JJ Rousseau: “Ser adulto es estar solo”. Cuando la leí por primera vez, no entendí el mensaje tan poderoso que se camuflaba en ella. Y eso fue lo que me pasó en ese momento, cuando vi alejarse al irlandés. A veces, precisamos de compañía para esquivar esos momentos de reflexión. Cuando aparecen esos incómodos encuentros con el pasado, buscamos el I-Pod para llenarnos de ruido, en lugar de escuchar la música que corre por nuestra sangre.
Luego de caminar kilómetros contemplando aquella alfombra verde salpicada de ovejas, me encontré con mi niño interno, ese que todos llevamos dentro. Lo cargué, lo abracé, y le dije “Ya está. Todo está muy bien”. No saben lo bien que me sentí.
Manuel Cruz en su articulo: La construcción social de la soledad, logró una frase brillante: “Nos sentimos solos cuando no importamos de la manera que querríamos importar a aquellos que nos importan”. Por eso les digo, a veces es saludable dejar de mirar afuera, y charlar con ese muchachito que llevamos dentro. Curemos esa heridita, que no solemos ver en el día a día, y que con los años, se ha convertido en un lastre innecesario. De este modo, cuando la soledad nos sorprenda, le demos la oportunidad a ese niño de ser nuestro mejor compañero de viaje.
Los escondites del Cronista Errante
Chez l´HabitantRue de la Citadelle 15. Tel. 0559370583
La decoración es básica, pero es una opción a muy buen precio, en el centro del casco viejo, donde percibirá esa atmosfera medieval tan especial, que acoge a peregrinos y no peregrinos. La habitación doble está alrededor de los 20€ y el desayuno está incluido
Restaurante Le Relais de la Nive2-4 place du Général de Gaulle, 64220, St. Jean Pied de Port
Tel. +33(5)59370422
Restaurante de comida regional, con una vista privilegiada del río Nive, en el centro de Saint Jean Pied de Port. Ofrece la posibilidad de comer a la carta o menú del día. Dispone de terraza en el exterior y está equipado para sillas de rueda. Precios medios en el año 2009: de 11€ a 25 € los menús.
Tel. +33(5)59370422
Restaurante de comida regional, con una vista privilegiada del río Nive, en el centro de Saint Jean Pied de Port. Ofrece la posibilidad de comer a la carta o menú del día. Dispone de terraza en el exterior y está equipado para sillas de rueda. Precios medios en el año 2009: de 11€ a 25 € los menús.
Fotografía: Carlos Modonese
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