Perdido. Así me sentía en ese bus colorido cuya televisión a todo volumen parecía no turbar a nadie, excepto a mí. Recuerdo que aquel ruidoso aparato proyectaba un programa popular, el típico formato de los sábados, un presentador al centro de un anfiteatro atestado con espectadores de ojos rasgados. Hasta que el conductor –gracias a Dios- detuvo el vehículo en medio de la carretera. En ese momento, abrió la puerta y todos comenzaron a descender. “¿Esta es la glamourosa Ayutthaya?” – Me preguntaba. El lugar parecía arrasado por la desolación. Cuando me asomé por la ventana pude ver un restaurante de medio pelo y escasas viviendas a los lados. No podía creer que ese era el destino de la “antigua y señorial capital de Tailandia” como referían los libros. “Y ¿Adónde se fueron todos?” – Decía mientras bajaba del vehículo.
Minutos después el bus partió. Una guía bajita, enjuta y sonrisa exagerada se dirigía a un centenar de turistas chinos, un grupo de gringos entraron a un restaurante a comerse todo lo que había, y yo, cruzado de brazos, desolado y perdido como aquel lugar, di unos pasos inconcientes hacia adelante. De pronto divisé una tienda con muchas bicicletas estacionadas en la entrada, crucé la vía y arrendé una. El dueño me comentó dónde estaba el templo más cercano. Me trasladé unos kilómetros hasta que vi el primero, dejé la bicicleta amarrada a un árbol y entré. Cuando levanté la vista, me quedé impactado por el tamaño de tres torres de forma cónica que parecían naves espaciales apuntando al azul del cielo. A su lado habían torres menores, algunas, parecían cortadas por la mitad, como si alguien, en años pasados, hubiese puesto una bomba.
Seguí caminando por ese mar de conos gigantes hasta que di con la estatua de un buda blanco cubierto con una manta amarilla. Su figura rebasaba los diez metros y parecía reposar tranquilo, apoyando su cabeza sobre su mano derecha. Más adelante encontré otro, tallado dentro de un árbol, como si quisiese salir de la misma naturaleza. El último que robó mi atención era imponente, cruzado de piernas, en posición de loto. Pasé mi mano por su porosa textura gris, bastante desgastada por el tiempo. La escultura, arte sobresaliente de los tailandeses, tuvo siempre la influencia del budismo, religión oficial del país. En casi todas las edificaciones sobresalía la presencia de un buda, como guardián eterno de aquellos lugares sagrados. Aproximadamente el 95% de la población profesa esta religión que vio sus orígenes en Tailandia en el siglo III a.C, cuando el emperador Asoka de la India envío misioneros a extender el credo que él había establecido en su reino.
De todos modos, me parecía que se respiraba cierta melancolía en todo el complejo, como si alguien le hubiese extirpado su alma. Los libros decían que en su apogeo, entre los siglos XIV y XVIII, su grandiosidad y lujo era comparable con el París de aquella época, sin embargo, a mí, eso me parecía una afirmación excesiva. Era bonito, sí, pero hasta ese momento se me hacía una ciudadela en ruinas, triste, desamparada, como un niño huérfano en aquel rincón del sudeste asiático. ¿Cómo pudo ser ésta la capital de Tailandia? – Me preguntaba.
A medida que iba recorriendo sus parajes, mis impresiones iban cambiando. Aparecían más torres, que a diferencia de las primeras (de carácter cónico), guardaban una estructura en forma de cúpula, labradas y talladas minuciosamente en ladrillo y piedra. Poco a poco, la antigua ciudadela me fue convenciendo de lo importante que pudo haber sido como foco cultural, y el gran puerto comercial en que se convirtió durante el siglo XVII. Por los tres ríos que confluyen en Ayutthaya (Chao Phraya, el Lopburi y el Pa Sak) navegaban las embarcaciones europeas, japonesas y chinas, cargadas con teca, azúcar, cueros, marfil, pieles y sedas.
Me fui alejando de ahí, y me crucé con un elefante tailandés que paseaba a unos turistas. Los elefantes, que en algún momento fueron dignos protagonistas del ejército del país, son en la actualidad explotados para el turismo.
Transcurrí por las calles, crucé un puente y llegué a un conjunto arqueológico. Era hermoso, no obstante, los restos - como todo lo que había visto - parecían ser parte de algo más grande aún. Decidí pagarle a un guía para que me contará un poco de la historia. Al cabo de un rato, me enteré que la ciudad fue duramente azotada por la guerra con un país vecino, Birmania. Todo lo que hoy se puede apreciar de ella, había sido cubierto de oro en sus años de gloria, cuando el reino de Ayutthaya era la capital. Desafortunadamente, la ambición de los birmanos los llevó a invadirla en 1569 (por quince años). Ayutthaya recuperó momentáneamente su independencia, pero finalmente, a mediados del siglo XVIII fue capturada, saqueada y quemada por el ejército birmano.
Después de escuchar la historia, entendí la desolación que se puede sentir en aquel precioso lugar. Parecía como si la tierra misma aún estuviese reclamando la gloria que siempre le perteneció. La gloria que jamás volvería a recuperar. Con aquel saqueo y con la deportación de la familia real a Birmania se perdió un linaje glorioso de cuatro siglos.
La tarde se iba extinguiendo e invitaba al sol a tomar un descanso. El cielo empezó a sangrar y ennegrecía la silueta de Ayutthaya. Por primera vez dejé de mirarla como las ruinas desoladas, vencidas por el tiempo, y quise imaginarla, como aquella capital esplendorosa de la cual hablaban con orgullo los tailandeses. Me invadió la nostalgia al saber que aquella ciudad, de excelso pasado, se convertirá en algún momento en olvido, como toda fama, como toda especie, como toda vida sobre la faz de la tierra.
Los escondites del Cronista Errante
Hotel Krungsri River
27/2 Moo.11.Rojchana Rd., Kamuang Ayutthaya. 13000 Tailandia.
No está ubicado en el centro, sin embargo, el precio es razonable, las vistas al río son fantásticas y el restaurante es bueno. Si decide movilizarse en coche, el hotel tiene aparcamiento. Un consejo: Hay un auténtico salón de masajes con una excelente relación calidad-precio. Lo dirige una madre y su hija. Sales por la puerta principal, gira a la izquierda y caminas 50 metros.
Tarifa: Desde 30 euros en temporada baja.
Y para comer….
Baan Khun Phra48/2 Th U Thong, Ayutthaya, Tailandia
Dentro de una casa tradicional está ubicado este restaurante. Pequeñito, cálido y de buen servicio, donde podrá disfrutar de una excelente comida tailandesa frente al río, en el centro de Ayutthaya, cerca de los sitios arqueológicos.
Minutos después el bus partió. Una guía bajita, enjuta y sonrisa exagerada se dirigía a un centenar de turistas chinos, un grupo de gringos entraron a un restaurante a comerse todo lo que había, y yo, cruzado de brazos, desolado y perdido como aquel lugar, di unos pasos inconcientes hacia adelante. De pronto divisé una tienda con muchas bicicletas estacionadas en la entrada, crucé la vía y arrendé una. El dueño me comentó dónde estaba el templo más cercano. Me trasladé unos kilómetros hasta que vi el primero, dejé la bicicleta amarrada a un árbol y entré. Cuando levanté la vista, me quedé impactado por el tamaño de tres torres de forma cónica que parecían naves espaciales apuntando al azul del cielo. A su lado habían torres menores, algunas, parecían cortadas por la mitad, como si alguien, en años pasados, hubiese puesto una bomba.
Seguí caminando por ese mar de conos gigantes hasta que di con la estatua de un buda blanco cubierto con una manta amarilla. Su figura rebasaba los diez metros y parecía reposar tranquilo, apoyando su cabeza sobre su mano derecha. Más adelante encontré otro, tallado dentro de un árbol, como si quisiese salir de la misma naturaleza. El último que robó mi atención era imponente, cruzado de piernas, en posición de loto. Pasé mi mano por su porosa textura gris, bastante desgastada por el tiempo. La escultura, arte sobresaliente de los tailandeses, tuvo siempre la influencia del budismo, religión oficial del país. En casi todas las edificaciones sobresalía la presencia de un buda, como guardián eterno de aquellos lugares sagrados. Aproximadamente el 95% de la población profesa esta religión que vio sus orígenes en Tailandia en el siglo III a.C, cuando el emperador Asoka de la India envío misioneros a extender el credo que él había establecido en su reino.
De todos modos, me parecía que se respiraba cierta melancolía en todo el complejo, como si alguien le hubiese extirpado su alma. Los libros decían que en su apogeo, entre los siglos XIV y XVIII, su grandiosidad y lujo era comparable con el París de aquella época, sin embargo, a mí, eso me parecía una afirmación excesiva. Era bonito, sí, pero hasta ese momento se me hacía una ciudadela en ruinas, triste, desamparada, como un niño huérfano en aquel rincón del sudeste asiático. ¿Cómo pudo ser ésta la capital de Tailandia? – Me preguntaba.
A medida que iba recorriendo sus parajes, mis impresiones iban cambiando. Aparecían más torres, que a diferencia de las primeras (de carácter cónico), guardaban una estructura en forma de cúpula, labradas y talladas minuciosamente en ladrillo y piedra. Poco a poco, la antigua ciudadela me fue convenciendo de lo importante que pudo haber sido como foco cultural, y el gran puerto comercial en que se convirtió durante el siglo XVII. Por los tres ríos que confluyen en Ayutthaya (Chao Phraya, el Lopburi y el Pa Sak) navegaban las embarcaciones europeas, japonesas y chinas, cargadas con teca, azúcar, cueros, marfil, pieles y sedas.
Me fui alejando de ahí, y me crucé con un elefante tailandés que paseaba a unos turistas. Los elefantes, que en algún momento fueron dignos protagonistas del ejército del país, son en la actualidad explotados para el turismo.
Transcurrí por las calles, crucé un puente y llegué a un conjunto arqueológico. Era hermoso, no obstante, los restos - como todo lo que había visto - parecían ser parte de algo más grande aún. Decidí pagarle a un guía para que me contará un poco de la historia. Al cabo de un rato, me enteré que la ciudad fue duramente azotada por la guerra con un país vecino, Birmania. Todo lo que hoy se puede apreciar de ella, había sido cubierto de oro en sus años de gloria, cuando el reino de Ayutthaya era la capital. Desafortunadamente, la ambición de los birmanos los llevó a invadirla en 1569 (por quince años). Ayutthaya recuperó momentáneamente su independencia, pero finalmente, a mediados del siglo XVIII fue capturada, saqueada y quemada por el ejército birmano.
Después de escuchar la historia, entendí la desolación que se puede sentir en aquel precioso lugar. Parecía como si la tierra misma aún estuviese reclamando la gloria que siempre le perteneció. La gloria que jamás volvería a recuperar. Con aquel saqueo y con la deportación de la familia real a Birmania se perdió un linaje glorioso de cuatro siglos.
La tarde se iba extinguiendo e invitaba al sol a tomar un descanso. El cielo empezó a sangrar y ennegrecía la silueta de Ayutthaya. Por primera vez dejé de mirarla como las ruinas desoladas, vencidas por el tiempo, y quise imaginarla, como aquella capital esplendorosa de la cual hablaban con orgullo los tailandeses. Me invadió la nostalgia al saber que aquella ciudad, de excelso pasado, se convertirá en algún momento en olvido, como toda fama, como toda especie, como toda vida sobre la faz de la tierra.
Los escondites del Cronista Errante
Hotel Krungsri River
27/2 Moo.11.Rojchana Rd., Kamuang Ayutthaya. 13000 Tailandia.
No está ubicado en el centro, sin embargo, el precio es razonable, las vistas al río son fantásticas y el restaurante es bueno. Si decide movilizarse en coche, el hotel tiene aparcamiento. Un consejo: Hay un auténtico salón de masajes con una excelente relación calidad-precio. Lo dirige una madre y su hija. Sales por la puerta principal, gira a la izquierda y caminas 50 metros.
Tarifa: Desde 30 euros en temporada baja.
Y para comer….
Baan Khun Phra48/2 Th U Thong, Ayutthaya, Tailandia
Dentro de una casa tradicional está ubicado este restaurante. Pequeñito, cálido y de buen servicio, donde podrá disfrutar de una excelente comida tailandesa frente al río, en el centro de Ayutthaya, cerca de los sitios arqueológicos.
Fotografía: Carlos Modonese
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