miércoles, 21 de julio de 2010

Madrid, España: "Amanecer en Madrid"


No sé si atribuírselo al calor del verano o al ánimo febril de los madrileños debido a la clasificación de la selección española a la fase final del mundial de Sudáfrica 2010. El vuelo a Bruselas sale a las tres de la tarde; y sin embargo, siendo aún las cinco de la madrugada, me es imposible conciliar el sueño. Hace calor en Madrid, es cierto; pero más allá del latigazo estacional o el vértigo mundialista, creo que el responsable de mi sonambulismo es el viaje que inicio hoy: viernes 2 de Julio de 2010. Tal vez, el más extenso que haya hecho en mi vida.

Hoy, en este amanecer de cielo incendiado, percibo como los latidos del planeta hacen vibrar el concreto negro de Madrid. Lo puedo jurar. Palpita en mis oídos y en cada célula de mi cuerpo; pero sobretodo, en el corazón que tengo en cada uno de los dedos que escriben estas líneas. Con el alba frente a mí, un puñado de preguntas golpean mi mente antes del viaje: ¿será que es mucho tiempo?; ¿qué inconvenientes aparecerán en el camino?; ¿el seguro médico me cubrirá en todos lados? Es evidente, pues, que con este viaje aparezcan los miedos: inevitables compañeros de la vida. De cualquier manera, considero que es el momento de afrontarlos, mirarlos, desnudarlos, pero de igual modo agradecerles. Porque a ellos, también les debo este prolongado periplo. Si no hay miedo, no hay riesgo. Si no hay riesgo, no hay vida.


Lo que sí es cierto, es que voy en búsqueda de algo mucho más profundo que una dilatada aventura. Algo muy ligado al sentir de un mundo que cada día palpita más fuerte dentro de mí. Un mundo con un sentido más amplio que trabajar varias horas al día, comprar carne el día del descuento, quejarme del tráfico y los gobernantes. Y no es que esté en contra del sistema. Por favor, tarde o temprano, de cualquier manera, estamos dentro de él: en la discusión de un proceso electoral o el precio de la gasolina, ya sea en el cine o en el supermercado. Somos parte de él, y no debemos temerle. Tampoco busco desafiarlo ni preguntarme sobre sus orígenes: para eso tengo toda la vida.


Lo que quiero hoy es seguir disfrutando de este amanecer apocalíptico que me colma de inquietudes. Anhelo llegar al aeropuerto de Barajas, sobrevolar Madrid y llegar a Bruselas, donde me recogerán unos amigos belgas, que me llevaran a los campos Wrechter. Es ahí donde se dará – como todos los años -, uno de festivales de rock más reputados: Wrechter 2010. Aunque no soy un gran amigo del camping, me muero por vivir la experiencia de un Woodstock europeo, beber una cerveza Jupiler y cantar durante los cuatro días de festival. Pero sobretodo, deseo sentir como palpitará este planeta. Este que a veces se esconde de mí, pero que siempre va conmigo en la maleta.


Espero que mis lectores, sepan disculparme. Esta vez, por no hablar de Madrid. Su infalible vida nocturna, la actividad cultural y su gente maravillosa merecen un capítulo aparte, que hoy no abordaré. Por eso, no ofrezco lugares de visita ni consejos de hospedaje. Lo que si les puedo obsequiar, junto a esta alborada incomparable, es una esperanza: una invitación a iniciar conmigo este viaje mágico.

Fotografía: Blog Reflejos

viernes, 16 de julio de 2010

Bahía Solano, Colombia: “Ballenas a la vista”


Escuchar a alguien comentar que jura haber visto a un león pavonearse en los Pirineos es tan absurdo como escuchar que un elefante está reproduciéndose en la selva amazónica. Nuestra lógica intentaría salvar a esos lunáticos de sus delirios respondiendo algo como: “Seguro que a un administrador de circo se le olvido asegurar las puertas”, y otro, no menos cuerdo pero que lo rebasaría en creatividad agregaría: “Por el cambio climático deben estar haciendo pruebas de adaptabilidad de especies a otras geografías”. En fin; algo parecido me ocurrió en una parrillada en Bogotá, capital colombiana. Después de discutir acerca del sucesor ideal de Álvaro Uribe y las desgastadas relaciones con Venezuela, pasamos al no tan inevitable como responsable asunto del medio ambiente. Aquella vez que hablábamos sobre el peligro de extinción de algunos cetáceos, un amigo de la vida me comentó que en Bahía Solano se acostumbraba avistar ballenas. “Pero si estamos en el trópico”, le dije. “Vienen de vacaciones”, respondió con una carcajada.

De modo que resolví averiguarlo por mi cuenta; y un fin de semana a inicios de Julio, estaba aterrizando en el aeropuerto de Bahía Solano, ciudad ribereña del Pacífico colombiano que pertenece al Chocó: único departamento de Sudamérica que limita con Panamá, como también, el único que tiene el privilegio de lucir costas en el océano Atlántico y en el Pacífico. No obstante, y pese a la exhuberancia de su paisaje, según el DANE (Departamento Administrativo Nacional de Estadística), la zona es una de las más desfavorecidas de Colombia: el 80% de su población tiene las necesidades básicas insatisfechas.

En el aeropuerto me esperaba un jeep verde, grande y cuadrado, de esos que parecen haber tenido pasado militar. A pesar de los pocos kilómetros que nos separaba del hotel, el recorrido se extendió por más de una hora; el terreno, accidentado y cenagoso, me hizo pensar que en cualquier momento mis riñones se descolgarían. El sujeto me explicó que el mal estado del camino se debía a que el nivel de lluvias de la bahía era uno de los más altos del mundo, y que esta condición hacía muy difícil el desarrollo agrícola de la región. Al cabo de un rato, llegamos al hotel “El Almejal”: un pedazo de terreno frente al mar, sobre el que aparecen sembrados algunos bungalows rodeados de palmeras. En ese momento, sentí el murmullo de los mosquitos pululando sobre mis piernas, empeñados en extraer varios litros de mi sangre. Saqué de la mochila el objeto imperdible y me bañé en repelente. En esa atmósfera densa y virgen, me atendió una señora amable que había decidido –según me contaba-, hacía más de dos décadas, plantar este hotelito en medio de la selva. La pasión por la naturaleza la llevó a entregar su vida al desarrollo sostenible de la región promoviendo la protección de algunas de sus especies más vulnerables: las ballenas jorobadas o yubarta. Cabe resaltar que la temporada de avistamiento de ballenas está dinamizando la economía de la zona, dejando alrededor de setecientos millones de pesos al año (200 mil euros aproximadamente). Finalmente, luego de cenar un buen plato de congrio acompañado de unos patacones fritos, me levanté de la mesa. “Bueno muchacho a dormir se ha dicho –me dijo-. Mañana a las cinco de la madrugada pasarán por ti”.

A las cinco y media alguien pronunció mi nombre. “Muy bien. Ya voy”, respondí y me incorporé rápidamente. Cuando abrí la puerta, encontré a dos jóvenes de piel negra como la noche, ojos blancos y nariz ancha. Por el inmenso parecido asumí que eran mellizos. Después, una vez a bordo, uno de ellos me comentó en tono de sorna: “¡Qué me salve Dios de ser hermano de éste!”. A la hora que partimos rayaba el sol, dibujando una estela de plata sobre el mar. “Así como ustedes, a las ballenas Yubarta también les gusta venir de vacaciones a Colombia”, decía el moreno con una sonrisa en los labios, luego proseguía, “Cuando se ponen muy frías las aguas del sur, el alimento escasea; por eso, parten de la Antártida y cruzan más de 8.000 kilómetros hasta llegar aquí”.

De pronto uno de ellos se levantó y se paró en la punta de la proa, se sacó la gorra azul que incomodaba su visión y puso la mano derecha sobre su frente, como si estuviera vislumbrando algo. “Tenemos una –exclamó volviéndose a su compañero del timonel -. Noventa grados a la derecha. ¡En marcha!”. Cuando el motor comenzó a rugir y la barca enfiló el objetivo, todos pudimos observar que a unos doscientos metros, como un geiser, un enorme chorro de agua emergía del mar. “¡Vieron el chorro!”, vociferó visiblemente exaltado, “Es expulsado por la nariz que está sobre su cabeza. Lo hace cada vez que asciende a la superficie a respirar”, comentó abriendo sus enormes ojos que se escondían debajo de una gorra azul desteñida por la sal de mar.
Hasta que la vimos: un enorme lomo negro haciendo malabarismos. El guía explicó que los saltos, giros y cantos de las ballenas los hacía -en su mayoría- el macho en el momento de cortejo con la hembra. Entre Junio y Noviembre se repite el ciclo de apareamiento, procreación y amamantamiento de los ballenatos. “Por eso dejan el frío de la Antártida”, decía el timonel esbozando una sonrisa pícara, “¡Qué mejor que el agua calientita para hacer todo esto! ¿Cierto?”. Y tenía razón, la tasa de natalidad es asombrosamente alta en esa zona, del 19 al 28 por ciento, según fuentes del WWF.

De modo que el muchacho que se encontraba de pie en la punta de la proa, sintió un movimiento extraño en la embarcación. “¡Detente!”, gritó. El timonel apagó el motor. “Está acá abajo”, dijo el guía con la seguridad de un viejo lobo de mar, y saltó al interior de la barca. De pronto, el mar hizo un efecto extraño y construyó un tumbo ancho; y el azul del mar comenzó a ennegrecerse; y apareció frente a mí, muy cerca, el inacabable lomo negro, la boca atestada de pliegues y los ojos grises examinándome; mi metro ochenta de estatura y setenta y cinco kilogramos contra sus diecisiete metros de longitud y cuarenta toneladas. Luego la ballena se alejó un poco y saltó nuevamente; pero esta vez, hizo un giro, sumergió el lomo y desapareció. Sí. Estuvo ahí, frente a mí; y yo me había quedado inmóvil, boquiabierto, con el pecho oprimido, sin atinar siquiera a presionar el botón de la cámara digital (gracias a Dios un colega me entregó una copia). Puedo confesarles que aun sabiendo que no eran carnívoras; aquél fue un momento en que percibí que la naturaleza me encontró y observó atentamente, alerta, midiendo mis pasos. Fue un momento donde no hubo miedo, tampoco resignación, tan sólo una entrega genuina a aquello que rebasó mis límites.

Los escondites del Cronista Errante

¿Qué más hacer?…
La noche es el momento ideal para admirar el tortugario artificial, donde se protege esta especie marina para liberarla en la temporada de postura, que va desde septiembre hasta diciembre.

A media hora en lancha de Bahía Solano, o dos horas a pie por playas y valles aluviales, se llega a Punta Huina, paradisíaca playa rojiza bañada por el mar cristalino, ideal para la pesca y la práctica del snorkeling.

La Playa de los Deseos es otro encanto de Huina: un territorio solitario de arena oscura y majestuosos acantilados. También las playas del Cotudo y Becerro, donde se realizan inmersiones a pulmón libre y con tanque a las ruinas del ARC Sebastián de Belálcazar, embarcación de la Fuerza Naval del Pacífico que participó en la batalla de Pearl Harbor.

Hacia el sur, bordeando el Pacífico, se encuentra la ensenada de Utría, donde está ubicado el parque natural que alberga cerca de trecientas especies de aves, entre ellas la mayor variedad de murciélagos en Colombia, y hábitat de numerosas especies de ranas de variados colores, y árboles como el abarco, el abrojo, el caimito, el pojoró, la caoba y la palmera milpesos.

¿Qué llevar?
Las aerolíneas limitan el equipaje permitido a 10 kg por persona, por lo que se recomienda llevar:

-Ropa liviana y fresca
-Zapatos tenis para caminatas
-Careta
-Snorkel
-Linterna
-Un buen libro.


Donde comer y dormir…
El Almejal
Es un conjunto de 12 cabañas independientes (tipo palafito) cada una con baño privado, dos habitaciones y terraza; rodeadas de zonas verdes de flora nativa y con piscina natural de agua corriente. También se han diseñado jardines de mariposas a cielo abierto para observar las diferentes especies en su hábitat, un espectáculo natural multicolor. El Lodge está ubicado entre la selva húmeda tropical y una playa de 2 Km. llamada Playa El Almejal. Se ha dispuesto un área del predio como reserva natural con senderos interpretativos, para actividades lúdicas y educativas.

El Lodge funciona bajo los principios de sostenibilidad, basado en la metodología ZERI (Cero emisiones). Produce hierbas aromáticas y vegetales orgánicos que son usados en el restaurante, ellos son producidos en un horticultivo abastecido por lombricultivo y compostaje.

¿Como llegar?

Desde el exterior: vía Avianca, Copa, Air France, Lufthansa o Iberia a las ciudades de Bogotá ó Medellín.

Vía SATENA: Desde Bogotá y Medellín se toma vuelo a Bahía Solano los días Lu-Mi-Vi-Do.

Ya en el aeropuerto de Bahía Solano, se toman los jeeps y chivas que funcionan como colectivos con un recorrido de 14 Km (7 pavimentado y 7 destapada) hacia El Valle, donde se encuentra El ALMEJAL, éste trayecto tarda aproximadamente 40 minutos.
Tarifas: para 2 personas por tres noches
$1.320.000 (500 euros aproximadamente)
Incluye:
- Traslados terrestres aeropuerto – ALMEJAL – aeropuerto en jeeps colectivos
- Alojamiento en cabañas independientes con baño privado
- Desayunos, almuerzos y cenas diarias
- Reserva natural – Acuario- CanotajeTundó
- Recorrido por la comunidad del Valle
- Velada de despedida en el mirador del ALMEJAL
- CD de música autóctona chocoana
- Seguro hotelero e IVA.

No Incluye: Tiquete Aéreo ($480,000 PROMEDIO)-Tasa aeroportuaria en Bahía Solano ($8.000),

OPCIONALES: Avistamiento de ballenas, escalada y rapel, bodysurf, kayak, pesca deportiva.

Para mayor información: almejal@une.net.co
 
Fotografía: Lilián Perez - Fundación Yubarta

Cataratas de Iguazú, parte 2


Recorriendo Misiones de norte a sur, observaba por la ventana esos cientos de kilómetros oxidados; luego de recorrer 250 de ellos, el bus se estacionó. Desperté de un largo sueño y bajé junto a los demás pasajeros; caminé unos metros y encontré un inmenso campo verde, del cual se empinaba un puñado de flores rojas. A lo lejos se podía ver una suerte de fortaleza.

Seguí caminando unos metros y me detuve frente a un portal rojizo: la entrada principal de la antigua reducción jesuítica de San Ignacio Mini. Si bien lo que veíamos no era más que ruinas, el exquisito labrado de sus resquicios mostraba parte de una ciudadela que en el pasado había sido próspera.

Les cuento un poquito de su historia: San Ignacio Mini fue una de las tantas reducciones que fundaron los jesuitas a inicios del s. XVII en Sudamérica. La Compañía de Jesús - como se le conoce a la orden de los jesuitas - fue muy inteligente en su acercamiento a los guaraníes (indios locales), ya que no tuvieron problemas en tolerar particularismos paganos con tal de convertirlos al cristianismo. Por ejemplo: a cambio de aceptar la monogamia, los indígenas celebraban el matrimonio, pero bajo el rito indígena. Además de esto, abandonaron el sedentarismo y comenzaron a tener conciencia de trabajar dentro de una comunidad: dedicando una mitad de su tiempo a las tierras de la colectividad y la otra a las tierras de sus familias. Otras versiones afirman que los indios aceptaron este nuevo modo de vida porque en las reducciones jesuíticas se hallaban protegidos de los bandeirantes (colonos descendientes de portugueses que invadían territorios) y de la explotación en las encomiendas.

Una vez dentro, paseé por los restos de la plaza, el cabildo y las antiguas casas de los misioneros e indígenas. Cabe resaltar que con las reducciones, el proyecto jesuita había su utopía cristiana: la ciudad de Dios en la tierra. La prosperidad material de éstas, permitió financiar la labor de muchos colegios jesuitas a lo largo y ancho de América. Recelosas por el éxito de la Compañía de Jesús, afloraron las críticas provenientes de otras órdenes religiosas. De esta manera, las constantes acusaciones a los jesuitas por el estilo conciliador en la evangelización; así como también, a su aparente resistencia a los tratados fronterizos entre Madrid y Lisboa –sobre los territorios americanos-, hicieron inevitable su expulsión de los dominios de Carlos III en el año 1768.

Cuando la noche aplastó las formas de las Ruinas de San Ignacio, se inició un espectáculo de luces y sonido. Aunque éste me pareció muy corto, lo importante de la visita fue interiorizar como aquella misión jesuita logró no sólo atesorar una gran riqueza material, sino como supo amalgamar un importante sincretismo cultural.

Los escondites del Cronista Errante

¿Qué más visitar?...

Las minas de Wanda


La mayoría de excursiones -en bus-, que parten desde Buenos Aires hacia Las Cataratas de Iguazú, incluyen el paso por las famosas minas de Wanda, donde se halla un yacimiento de piedras semipreciosas de cristales de cuarzo, amatistas, ágatas y topacios. Recostada sobre el caudaloso río Paraná, permite a sus visitantes apreciar este singular atractivo a cielo abierto o al “natural”, como se denomina a esta clase de yacimientos que se encuentran sobre la faz de la tierra.

¿Dónde dormir y comer?…

Hotel Posada La Sorgente
Av. Cordoba 454 - Puerto Iguazú (3700) Misiones, Argentina
Tel: +54 (3757) 422756 / 424252 / 424072
Tarifa (promedio año): 67 euros

Perteneciente a la familia Spinetti, el hotel ofrece un entorno fresco y natural, con un amplio jardín colmado de plantas nativas y coronado por la piscina nutrida por las vertientes. Ubicado a sólo dos cuadras de la terminal de ómnibus y a tres cuadras del centro, este hotel cuenta con 19 habitaciones, todas con doble cama queen size, baño privado, TV por cable, aire acondicionado, Internet, y vista a la piscina y al jardín.

Aqua Restaurant
Cocina: Argentina
Av. Cordoba y Carlos Thays - Puerto Iguazú, CP3370 , Argentina
+54 3757 422064 www.aqvarestaurant.com
Precio medio: 12 €

Este restaurante tiene un toque elegante y los precios son muy parecidos a los abundantes restaurantes de parrilla de la zona. El servicio es excelente y lo más recomendable, además de las pastas, son los pescados de los ríos Paraná e Iguazú: el surubí, dorado y el pacú. Para los niños tienen dibujos y ceras y vajilla de colores.

- Horarios: todos los días de 12 a 24 hs.
- Área de fumadores.
- Baño para personas con capacidades diferentes.
- Wi Fi , acceso a internet libre.
- Aire Acondicionado.
- Tarjetas de Crédito y Débito: American Express, Visa, Mastercard, Electron, Maestro.
- Idiomas: hablamos español, portugués e inglés.

Fotografía: Puerta del Cielo, Ruinas de San Ignacio - Flickr by Alejandro Mariño

Cataratas de Iguazú, parte 1


Rumbo hacia el norte de Buenos Aires, a las once de la mañana, nos sorprendió en plena carretera una manada de hombres encaramada sobre tractores. Protestaban, una vez más, por la carga impositiva a las exportaciones de soja, girasol, trigo y maíz. Me quité los audífonos del iPod para escuchar de la boca de uno de los agricultores, un recital iracundo en contra de la señora Kirchner, responsable de la nefasta política económica que ha llevado casi a la bancarrota a la República Argentina.
“Vamos, a un lado, boludo”, ordenaba el guía. Luego de una hora, los tractores comenzaron a moverse, y finalmente logramos salir del atolladero. El viaje transcurrió de manera normal: un niño chillón que se creía Iron Man, tres películas malas y un aire acondicionado que me hizo un orificio en la garganta. Lo mejor del camino: la amistad que hice con un argentino. “Loco, te vas a morir cuando veas las cataratas”, me decía; luego agregaba, “pero las tenés que ver por el lado argentino. Lo demás no existe”.

A las seis de la tarde, y luego de veintitrés horas (incluida la hora de huelga), ingresábamos a la Av. Brasil, una de las principales arterias de Foz de Iguazú. Lancé un resoplido de alivio al ver que el pequeño Iron Man bajaba en el primer hotel. Media hora después, el vehículo nos dejaba en el nuestro. “A las siete de la mañana pasamos por ti”, apuntó el guía. En la recepción: sonrisas mulatas, aroma de picanha (corte típico de carne de res en Brasil), y un par de caipirinhas antes de salir a dar una vuelta por la ciudad. Aunque el sol estaba próximo a ocultarse, la humedad era cómplice de la febril atmósfera que se respiraba en la ciudad. No resultó difícil ubicarse en el centro de Foz, y menos aún localizar sus bares; toldos blancos y mesas en las calles; cervezas, caipirinhas y prendas ligeras; y mucha, pero mucha samba rock retumbando en los parlantes.

A la mañana siguiente, llamaron por quinta vez a mi habitación: “Senhor; seu bus esta esperando voce”. Dejé el auricular colgando y me duché a la velocidad del rayo. Después de cinco minutos ya me encontraba dentro del vehículo. “Che, casi te dejamos”, me dijo el guía encogiéndose de hombros. Me senté al lado de mi amigo, bebí un trago de Coca-Cola y sonreí por primera vez al escuchar la voz chillona de Iron Man: “¿Por qué el bus no avanza?”. “Ya nos vamos, hijo. Faltaba uno”, replicó el padre.
Fue así que llegamos a las Cataratas de Iguazú. “Ojo. Vas a verlas del lado argentino”, señalaba mi amigo. Tomamos el tren ecológico: solución que dio el gobierno local a las caminatas destructivas que enmugrecían la naturaleza.

Cuando recorríamos los últimos metros en el tren, escuchamos a lo lejos: el sonido de la furia. Descendimos y caminamos sobre una pasarela de hierro y madera. El estruendo parecía crecer con cada paso que dábamos. Y de pronto, el fin: La Garganta del Diablo. Miles de metros cúbicos de agua, cayendo desde una altura de ochenta metros cada segundo.

Una bruma espesa brotaba del fondo de ésta, el aliento del planeta bañaba mi rostro. Me estremecí al sentir aquél rugido feroz; un murmullo infernal que parecía brotar de las entrañas de la tierra. Me agarré fuerte de la baranda, y luego de unos segundos, me alejé de aquella tormenta infinita. Por unos segundos, tuve la sensación que podría haberme devorado.
Luego, en un paseo más calmo pero no menos fragoroso, recorrimos un sendero inferior que nos llevó a divisar otros saltos: Bossetti, Dos Hermanas y San Martín.

De modo que, habíamos terminado de recorrer los saltos por el lado argentino; y ahora, de camino hacia la parte brasilera, nos detuvimos en una explanada enorme atestada de familias de coatíes. Luego de echar un vistazo al museo de la flora y fauna de la reserva, nos montaron en un bus colorido: dos pisos, abierto, pintado de tucanes. Esta vez, el turno era de Brasil. Un guía rubicundo comentaba que las cataratas habían sido descubiertas por Alvar Nuñez Cabeza de Vaca, a mediados del S. XVI, en una travesía que partió desde el océano Atlántico hacia Asunción. “Saltos de Santa María”, la había llamado, pero luego sería reemplazado por el guaraní: Iguazú, que quiere decir: agua grande.

“La mayor parte del territorio de las Cataratas de Iguazú pertenece a la Argentina; de eso no hay dudas…”, el guía se detuvo para tomar un poco de aire, y luego prosiguió, “…pero señores, el espectáculo está en territorio brasilero…es decir: Dios las hizo en Argentina, pero se sentó a verlas en Brasil”, el sujeto explotó en una carcajada, después agregó: “No tenemos argentinos en el bus, ¿cierto?”. Mi amigo lo escuchó, pero no respondió. Él quería evitar la rivalidad de siempre, o mejor dicho, las eternas discusiones: “Maradona o Pelé; “Río de Janeiro o Mar del Plata; Kuerten o Vilas”. Sin embargo, cuando bajamos, me dijo al oído: “Míralas, luego vos me dirás…”
Cuando llegamos, me detuve en frente de ese panorama inigualable. No le dije nada a mi amigo. Quería seguir atravesando las pasarelas, observar todo, y luego darle mi veredicto.

En ese momento, el guía contó la leyenda sobre Naipur: una bella indígena que se entregó al amor de un guerrero, Caroba. Huyó de la aldea con él; juntos atravesaron la espesura de la jungla. El mito contaba que un dios de la selva, malvado y celoso, al enterarse de esto, creó un precipicio en uno de los tramos del río y las aguas se transformaron en unas cataratas enormes. Naipur, arrastrada por la corriente, se convirtió en una roca en el fondo de las cataratas. Al mismo tiempo, el dios convirtió al guerrero en árbol, y lo plantó en la orilla del abismo, para que pudiera ver a su amada, inmóvil para siempre, en el fondo de las aguas.
Después de escuchar la leyenda, abandoné a mi amigo y comencé a recorrer el largo y ancho de las cataratas sobre la pasarela. Caminé y caminé, hasta que llegué a la Garganta del Diablo (ahora, del lado brasilero). Me quedé mudo.

Cuando abordamos el bus de regreso, encontré a mi amigo dentro, pero no le dije nada. El tampoco me lo preguntó. En mi cabeza seguía dando vueltas aquella leyenda prehispánica. Luego de unos minutos, entre el sopor del calor, escuché la voz de Iron Man: “Las cataratas argentinas son las mejores, papá”, “Así se habla, hijo”, arengó el padre.

Los escondites del Cronista Errante

¿Dónde dormir y comer?….

Pousada Evelina
Rua Irlan Kalichewski N0: 171 Vila Yolanda, Foz do Iguacu, Brasil
Tarifa promedio/año: 30 euros

Evelina y su hija dirigen esta pousada, donde la atención y el desayuno son incomparables. Además de tener estructura propia para realizar excursiones, la información para realizarla por cuenta propia está disponible en varios idiomas.

Bufalo Branco ChurrascariaRua Engeneiro Rebouças 530, Foz do Iguacu, Brasil
045/3523-9744
Cocina: Brasileña
Precio medio: 13 € (16 $)

Bufalo, como la llaman en Foz, no sólo podría ser la mejor picanha de la región, sino que la sirven en abundancia. El lugar es limpio, ideal para grupos grandes y posee un salad bar imperdible.

Fotografía: All colors

Copenhague, Dinamarca: "Entre la realidad y la fantasía"


Inconformidad. Eso era lo que se podía leer en los ojos que se paseaban por la escultura de “La Sirenita”. Debo reconocer que en ese momento, yo estaba totalmente de acuerdo con el sentimiento de frustración que brotaba de las miradas de los turistas. Y es que, a simple vista, ese monumento de escasos 1.25 metros no parecía ser gran cosa; y menos aún, si tenía como fondo al inmenso mar Báltico, y a los buques que bordeaban el puerto de Copenhague.

Yo había decidido ir a visitarla, sí; pero sólo por la devoción que le tenía a Hans Christian Andersen, un danés que inscribió su nombre entre los grandes de la literatura universal, después de publicar a inicios del siglo XIX: “Cuentos Populares”. Uno de estos fue “La Sirenita”, el cual los estudios Walt Disney supo ilustrar de manera brillante en una película para niños.

Cuando el panorama se despejó, me acerqué a esa figura de bronce enmohecida por los años de vientos y sal marina. Percibí cierta nostalgia en la mirada de esa sirena, de quien Andersen cuenta que al enamorarse de un príncipe, decide abandonar la inmortalidad en el mar y aceptar la condición finita del ser humano. Me volví nuevamente a esa exquisita figura de bronce fundido – obra de Edward Eriksen en 1913, en honor al célebre relato- y examiné como sus líneas simples mostraban a la aleta de la nereida adoptando la forma de las piernas de una mujer de carne y hueso. Después de unos cuantos minutos de ensimismamiento, observé a los últimos turistas que se retiraban. Sonreí por la paradoja que me ofrecía el personaje fantástico del cuento de Andersen: la inconformidad de los rostros de los visitantes, contrastaba con la voluntad de la sirena por anhelar ser algo diferente a lo que el universo le había otorgado. Y es que pareciese que el escritor, no quería sino evidenciar que el amor es, tal vez, el único sentimiento capaz de motivarnos a cambiar nuestras circunstancias.

Con la fantasía de “La Sirenita” en la cabeza, tomé la bicicleta y en quince minutos llegué a Overgaden Oven Vandet: una hermosa calle atestada de fachadas coloridas que bordea el canal de Christianhavns. Aun cuando el frío de otoño había desnudado a los árboles, la ciudad nos regalaba un cielo azul que cedía el paso a los rayos de sol para que reverberen en las buhardillas de los predios.

Desde este lugar se puede tomar una embarcación colectiva y dar un paseo por los canales de la ciudad y recorrer el puerto de Copenhague; echar un vistazo a la Nueva Opera, la escultura de “La Sirenita” y la fachada del parque de atracciones del Tívoli.
De modo que, después de recorrer casi todo el camino adoquinado de Overgaden Oven Vandet, giré a la derecha y tomé la vía Badsmandstraede con dirección a Christiania: la ciudad libre de Copenhague.

A unos metros de la entrada a Christiania, encontré una larga línea de bicicletas. Pero, ¿qué es este atolladero?- Dije. Me bajé de la bici y decidí llevarla por la acera hasta un estacionamiento y -tal cual funcionan los carritos en los supermercados- la dejé en un puesto libre y recuperé las veinte coronas que había depositado horas antes, cuando la retiré de otra estación. Y es que se puede afirmar que Copenhague es sinónimo de bicicleta: son de uso público y el 37% de la población la utiliza como medio de transporte. No importa si se trata de señores o niños; altos ejecutivos o carteros; solteros o familias enteras; todos, absolutamente todos transcurren por la ciudad encima de ellas. De esta manera, los ciudadanos daneses colaboran con el medio ambiente, hacen deporte, sortean el tráfico de las avenidas, y por qué no decirlo, evitan los elevados impuestos a los que están sujetos los automotores.

Después de estacionar la bicicleta me sumergí en la fantasía de Christiania, un barrio que alberga una comunidad hippie desde 1971, cuando el ejército danés abandonó un antiguo cuartel. En la actualidad, casi un millar de personas hace parte de este pacífico lugar, siendo fiel a una filosofía anti-capitalista que se basa en el autoabastecimiento. Irónicamente, en algún momento, sus habitantes promovieron marchas separatistas, pero éstas siempre fueron rápidamente controladas por el gobierno danés.
Les confieso que luego de pasear por las pulcras calles de la capital danesa, me sentí algo desorientado al ingresar a este suburbio. Sobre todo cuando vi a dos ancianos de barba larga bebiendo whiskey y jugando a las carreras en sus sillas de ruedas. Busqué un área verde, me tumbé y retomé la lectura de “Cuentos Populares”. Luego de una hora, escuché, a lo lejos, los acordes de una guitarra folk y una voz laxa, similar a la de Jerry García.

¿De dónde vendrá esa música?, me preguntaba. Dejé que el oído me guiará; y atravesé casas untadas de arte callejero, cafés con exposiciones de pintura, tiendas de artesanías, proyectos de arquitectura ecológica, y mucho, pero mucho aroma a cannabis fresco que brotaba de los huertos. Compré una cerveza en una tienda y me acerqué a esa banda improvisada, mixtura de sangre danesa y turca, sonrisa al viento y vinchas de arco iris, que tocaba el clásico “Casey Jones” de Grateful Dead. Una vez liquidada la birra, miré el reloj que marcaba las cinco de la tarde y abandoné el pintoresco barrio de Christiania.

Regresé al parqueadero de bicicletas, deposité veinte coronas y transcurrí por la costa báltica. Después de cuarenta y cinco minutos, había llegado a los Baños Marítimos de Kastrup. Hacía mucho tiempo que deseaba ver este proyecto ecológico, obra del arquitecto Fredrik Pettersson. El complejo tiene baños y el ingreso es gratuito. Sus cálidas plataformas de madera, protegidas por los vientos, tienen el propósito de invitar a gente de todas las edades a conectarse con el mar.
Moría de ganas por saltar al agua desde una de sus plataformas, pero el frío era tremendo. Me quedé observando un buen rato su estructura, la cual nos demuestra que para crear proyectos de esparcimiento público, no necesariamente se necesitan grandes recursos: sólo un poco de fantasía y saber plasmarla en la realidad.

Los escondites del Cronista Errante
¿Qué más visitar?….

Los jardines del Tívoli

Situado en el corazón de la ciudad y abierto al público desde 1843, el Tívoli es el segundo parque de diversiones más grande de Dinamarca después del Bakken. Está compuesto por dos partes; la primera, los jardines donde florecen más de cien mil flores; la segunda, donde se encuentra la sala de conciertos, los escenarios al aire libre y el parque de atracciones,. No te pierdas los fuegos artificiales del lago Tivoli (se realizan dos veces por semana).
Precios: adultos, 11 euros y niños, 6 euros

La Nueva Opera de Copenhague
Tiene un lugar entre las modernas construcciones para ópera del mundo. Se encuentra ubicado en el islote de Holmen y fue una donación a la ciudad del magnate naviero Mærsk Mc-Kinney Møller. El diseño estuvo en las manos del estudio de arquitectura del danés Henning Larsen Tegnestue. Fue inaugurado en el 2005 y su auditorio tiene una capacidad para acomodar entre 1.400 y 1.500 espectadores.

¿Dónde dormir y comer?…

Hotel Zleep Ballerup
Marbaekvej 6, Copenhague 2750, Dinamarca
Tarifa promedio/año: 95 euros

No es tarea fácil recomendar un hotel en un país donde los precios doblan el promedio europeo. Zleep es un hotel limpio con habitaciones simples; el servicio es cálido y amable; pero el único inconveniente es que el trayecto en bus hasta el centro de Copenhague le tomará aproximadamente cuarenta minutos.

Restaurante Zeleste
Store Strandstræde 6, Copenhague, Dinamarca
Cocina: Marisco, Francesa

A pesar de no ser un restaurante gourmet, su atmósfera es acogedora y está ubicado al lado Nyhavn, uno de los puntos más agradables de la ciudad. Los platos de carnes de res y venado son muy recomendables. Tiene mesas adentro y en el patio del restaurante.

Fotografía: Blog sobre turismo