viernes, 16 de julio de 2010

Cataratas de Iguazú, parte 1


Rumbo hacia el norte de Buenos Aires, a las once de la mañana, nos sorprendió en plena carretera una manada de hombres encaramada sobre tractores. Protestaban, una vez más, por la carga impositiva a las exportaciones de soja, girasol, trigo y maíz. Me quité los audífonos del iPod para escuchar de la boca de uno de los agricultores, un recital iracundo en contra de la señora Kirchner, responsable de la nefasta política económica que ha llevado casi a la bancarrota a la República Argentina.
“Vamos, a un lado, boludo”, ordenaba el guía. Luego de una hora, los tractores comenzaron a moverse, y finalmente logramos salir del atolladero. El viaje transcurrió de manera normal: un niño chillón que se creía Iron Man, tres películas malas y un aire acondicionado que me hizo un orificio en la garganta. Lo mejor del camino: la amistad que hice con un argentino. “Loco, te vas a morir cuando veas las cataratas”, me decía; luego agregaba, “pero las tenés que ver por el lado argentino. Lo demás no existe”.

A las seis de la tarde, y luego de veintitrés horas (incluida la hora de huelga), ingresábamos a la Av. Brasil, una de las principales arterias de Foz de Iguazú. Lancé un resoplido de alivio al ver que el pequeño Iron Man bajaba en el primer hotel. Media hora después, el vehículo nos dejaba en el nuestro. “A las siete de la mañana pasamos por ti”, apuntó el guía. En la recepción: sonrisas mulatas, aroma de picanha (corte típico de carne de res en Brasil), y un par de caipirinhas antes de salir a dar una vuelta por la ciudad. Aunque el sol estaba próximo a ocultarse, la humedad era cómplice de la febril atmósfera que se respiraba en la ciudad. No resultó difícil ubicarse en el centro de Foz, y menos aún localizar sus bares; toldos blancos y mesas en las calles; cervezas, caipirinhas y prendas ligeras; y mucha, pero mucha samba rock retumbando en los parlantes.

A la mañana siguiente, llamaron por quinta vez a mi habitación: “Senhor; seu bus esta esperando voce”. Dejé el auricular colgando y me duché a la velocidad del rayo. Después de cinco minutos ya me encontraba dentro del vehículo. “Che, casi te dejamos”, me dijo el guía encogiéndose de hombros. Me senté al lado de mi amigo, bebí un trago de Coca-Cola y sonreí por primera vez al escuchar la voz chillona de Iron Man: “¿Por qué el bus no avanza?”. “Ya nos vamos, hijo. Faltaba uno”, replicó el padre.
Fue así que llegamos a las Cataratas de Iguazú. “Ojo. Vas a verlas del lado argentino”, señalaba mi amigo. Tomamos el tren ecológico: solución que dio el gobierno local a las caminatas destructivas que enmugrecían la naturaleza.

Cuando recorríamos los últimos metros en el tren, escuchamos a lo lejos: el sonido de la furia. Descendimos y caminamos sobre una pasarela de hierro y madera. El estruendo parecía crecer con cada paso que dábamos. Y de pronto, el fin: La Garganta del Diablo. Miles de metros cúbicos de agua, cayendo desde una altura de ochenta metros cada segundo.

Una bruma espesa brotaba del fondo de ésta, el aliento del planeta bañaba mi rostro. Me estremecí al sentir aquél rugido feroz; un murmullo infernal que parecía brotar de las entrañas de la tierra. Me agarré fuerte de la baranda, y luego de unos segundos, me alejé de aquella tormenta infinita. Por unos segundos, tuve la sensación que podría haberme devorado.
Luego, en un paseo más calmo pero no menos fragoroso, recorrimos un sendero inferior que nos llevó a divisar otros saltos: Bossetti, Dos Hermanas y San Martín.

De modo que, habíamos terminado de recorrer los saltos por el lado argentino; y ahora, de camino hacia la parte brasilera, nos detuvimos en una explanada enorme atestada de familias de coatíes. Luego de echar un vistazo al museo de la flora y fauna de la reserva, nos montaron en un bus colorido: dos pisos, abierto, pintado de tucanes. Esta vez, el turno era de Brasil. Un guía rubicundo comentaba que las cataratas habían sido descubiertas por Alvar Nuñez Cabeza de Vaca, a mediados del S. XVI, en una travesía que partió desde el océano Atlántico hacia Asunción. “Saltos de Santa María”, la había llamado, pero luego sería reemplazado por el guaraní: Iguazú, que quiere decir: agua grande.

“La mayor parte del territorio de las Cataratas de Iguazú pertenece a la Argentina; de eso no hay dudas…”, el guía se detuvo para tomar un poco de aire, y luego prosiguió, “…pero señores, el espectáculo está en territorio brasilero…es decir: Dios las hizo en Argentina, pero se sentó a verlas en Brasil”, el sujeto explotó en una carcajada, después agregó: “No tenemos argentinos en el bus, ¿cierto?”. Mi amigo lo escuchó, pero no respondió. Él quería evitar la rivalidad de siempre, o mejor dicho, las eternas discusiones: “Maradona o Pelé; “Río de Janeiro o Mar del Plata; Kuerten o Vilas”. Sin embargo, cuando bajamos, me dijo al oído: “Míralas, luego vos me dirás…”
Cuando llegamos, me detuve en frente de ese panorama inigualable. No le dije nada a mi amigo. Quería seguir atravesando las pasarelas, observar todo, y luego darle mi veredicto.

En ese momento, el guía contó la leyenda sobre Naipur: una bella indígena que se entregó al amor de un guerrero, Caroba. Huyó de la aldea con él; juntos atravesaron la espesura de la jungla. El mito contaba que un dios de la selva, malvado y celoso, al enterarse de esto, creó un precipicio en uno de los tramos del río y las aguas se transformaron en unas cataratas enormes. Naipur, arrastrada por la corriente, se convirtió en una roca en el fondo de las cataratas. Al mismo tiempo, el dios convirtió al guerrero en árbol, y lo plantó en la orilla del abismo, para que pudiera ver a su amada, inmóvil para siempre, en el fondo de las aguas.
Después de escuchar la leyenda, abandoné a mi amigo y comencé a recorrer el largo y ancho de las cataratas sobre la pasarela. Caminé y caminé, hasta que llegué a la Garganta del Diablo (ahora, del lado brasilero). Me quedé mudo.

Cuando abordamos el bus de regreso, encontré a mi amigo dentro, pero no le dije nada. El tampoco me lo preguntó. En mi cabeza seguía dando vueltas aquella leyenda prehispánica. Luego de unos minutos, entre el sopor del calor, escuché la voz de Iron Man: “Las cataratas argentinas son las mejores, papá”, “Así se habla, hijo”, arengó el padre.

Los escondites del Cronista Errante

¿Dónde dormir y comer?….

Pousada Evelina
Rua Irlan Kalichewski N0: 171 Vila Yolanda, Foz do Iguacu, Brasil
Tarifa promedio/año: 30 euros

Evelina y su hija dirigen esta pousada, donde la atención y el desayuno son incomparables. Además de tener estructura propia para realizar excursiones, la información para realizarla por cuenta propia está disponible en varios idiomas.

Bufalo Branco ChurrascariaRua Engeneiro Rebouças 530, Foz do Iguacu, Brasil
045/3523-9744
Cocina: Brasileña
Precio medio: 13 € (16 $)

Bufalo, como la llaman en Foz, no sólo podría ser la mejor picanha de la región, sino que la sirven en abundancia. El lugar es limpio, ideal para grupos grandes y posee un salad bar imperdible.

Fotografía: All colors

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