En la terraza, el rincón más pequeño de
la casa pero en el que más disfruto estar, arrastro una silla y pongo el tema
de conversación. Ella se lleva la taza de café a los labios y no contesta a mi
pregunta. No tiene ganas ni palabras. Se sienta mirando al sol. Yo también me
siento a la mesa, en sentido opuesto, mirando al mar. A ella le gusta el sol,
lo vio asomarse por la sabana durante toda su vida. Yo elijo el mar, donde pasé
todos los veranos de mi infancia. Ella mira al este y yo al oeste. No words.
Durante los últimos días de febrero, el
mes del carnaval, la muerte realizó su inevitable visita. Rozó a algunos pero,
también, se llevó a varios parientes cercanos. Es rara la muerte. Y más aún en
carnaval. ¿Acaso no es paradójico? Aunque reflexionando sobre el origen latín
de la palabra descubro algo: “Carnelevarium” se puede traducir al español como “quitar
la carne”, que hacía referencia a la prohibición religiosa de consumo de carne
durante los cuarenta días de la cuaresma. La muerte se lleva la carne en
febrero: Ahora si cobra algo de sentido.
Luego de la siesta, nuevamente en la
terraza, el rincón más pequeño de la casa, pero donde suceden las preguntas más
grandes, yo vuelvo a tocar el tema, ¿adónde ira el abuelo? Ella no responde. Pestañea
y continua mirando al sol. Yo miro al oeste. Ella al este. Debe ser algo cómo cuando la nube
se convierte en lluvia, le digo. No words. De pronto, en un momento, ella deja de mirar
al este, gira su silla y se sienta mirando al oeste, al mar, donde justo en ese preciso
momento el sol y el mar se funden. Y ahí, ella, me toma la mano.
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