Muchas cosas pasan cuando estoy frente a ese corcho. Este fin de
semana, apenas llegué a Chincha, entré a mi antiguo cuarto donde, salvo ese
corcho, todo ha cambiado. Hace 23 años, cuando me trasladé a Lima para empezar
mi vida universitaria en La Católica, le pedí a mi madre que no lo mueva nunca
de su sitio. Me puse en cuclillas y me inmovilicé. Como siempre, percibí,
extrañamente, como si fuese la primera vez que veía esas fotos. Las revisé una
a una: el ceño fruncido y agobiado por tanta gente en un cumpleaños que celebré
en Jahuay, donde solía veranear de niño; gafas negras y cuerpo erguido en las
montañas de el Camino del Inca; curioso y alerta en los primeros campamentos de
la universidad.
Vi la grieta en la pared, resultado del terremoto del año 2007 que, según mi viejito, fue la única vez en su vida que vio al “diablo calato”. Vi la grieta y volví a las fotos en el corcho. Proveniente del maravilloso árbol del alcornoque, el corcho tiene la noble tarea de guardar los vinos; y de guardar, también, lo mejor de nuestros años en esas fotos. Ahora, cuando hay poca suerte, el oxígeno se cuela en el corcho y avinagra los vinos. O como se dice por acá, los “pica” o siendo más coloquiales, los caga. De modo que, sonreí al ver las fotos, porque es como si la vida hiciese versiones diferentes de uno, cada cinco años. En una foto, de niño, tengo el pelo claro y lacio; en otra zambo, como un casco de moto; en otra aparezco comiendo una concha a la parmesana, los ojos abiertos, gordo y fofo; en la última, debajo a la izquierda, le doy una pitada a un cigarrillo, nada de bacán, al contrario, medio asustado, marginal y periférico. Y ya no quiero seguir mirando fotos. No. Siento un poco de vergüenza.
Vi la grieta en la pared, resultado del terremoto del año 2007 que, según mi viejito, fue la única vez en su vida que vio al “diablo calato”. Vi la grieta y volví a las fotos en el corcho. Proveniente del maravilloso árbol del alcornoque, el corcho tiene la noble tarea de guardar los vinos; y de guardar, también, lo mejor de nuestros años en esas fotos. Ahora, cuando hay poca suerte, el oxígeno se cuela en el corcho y avinagra los vinos. O como se dice por acá, los “pica” o siendo más coloquiales, los caga. De modo que, sonreí al ver las fotos, porque es como si la vida hiciese versiones diferentes de uno, cada cinco años. En una foto, de niño, tengo el pelo claro y lacio; en otra zambo, como un casco de moto; en otra aparezco comiendo una concha a la parmesana, los ojos abiertos, gordo y fofo; en la última, debajo a la izquierda, le doy una pitada a un cigarrillo, nada de bacán, al contrario, medio asustado, marginal y periférico. Y ya no quiero seguir mirando fotos. No. Siento un poco de vergüenza.
Luego vi mi último corcho. El que tenía en Madrid. Ya no existe,
pero sobrevive en una foto que tomé con el I-phone. En él hay una librería de
Corrientes, Argentina. Una mirada de tigre me vigila. Y cuando me sentía estancado
en mis horas de escritura, me volvía a un Vargas Llosa relajado, que me serenaba.
Truman Capote, con la copa de champaña en los labios, era mi cómplice cuando
andaba espeso y necesitaba quitar el corcho de una botella de vino. Pero
también estaba Conrad. El gran Joseph. Su mirada grave y profunda me sugería
que sea solemne con el oficio: vamos, tú puedes hacerlo mejor, Carlos.
Al igual que el corcho que me espera siempre en Chincha, este lo guardo
en el I-phone, porque quiero volver a verlo en unos años, más adelante. Seguramente
vuelva a pasar por la nostalgia, la alegría y la vergüenza. Porque las
versiones de uno mismo, como las aplicaciones del I-phone, siempre se
actualizan.
Vi la grieta de la pared y vi las fotos del corcho. Y al volver a las
fotos, como siempre, volví a ver la grieta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario