El reloj marcaba las nueve de la noche, y ahí estaba yo, con un calor insoportable, en medio de la nada, observando como el chofer brincaba, haciendo señas con las manos en el borde de la carretera, intentando detener a cualquier otro autobús. Habían pasado dos horas desde que el nuestro se averió, cuando restaban sólo unos cuantos kilómetros para llegar a Rachburi. Parecía como si el mismísimo infierno me hubiese enviado esa maldición, después de estar quejándome mentalmente por el nivel de audio del televisor del vehículo.
Me paré de golpe cuando vi que otro autobús paró en la ruta. Nuestro chofer arregló con su colega, luego, el copiloto se volvió a nosotros y nos lo comunicó, yo no entendí nada por supuesto, pero por los gestos adiviné que debíamos subir de inmediato. Las luces internas –gracias al universo- estaban apagadas, caminé hasta el final del pasillo, tomé asiento, abrí la ventana y me quedé dormido. Una hora después, el olor a combustible quemado y el sonido del motor me despertaron. Habíamos llegado. A las doce de la noche, Rachburi, era un pueblo desolado, y la ausencia de algún cartel luminoso de hostal o bar, permitía pensar en lo difícil que sería encontrar transporte. Todas las personas que me acompañaron en la travesía fueron recogidas por familiares, excepto una señora obesa, que aguardaba pacientemente a mi lado. La ansiedad me devoraba de sólo pensar que me quedaría solo en esa calle que cruzaba aquél pueblo de trescientos metros de largo.
Me apuré en hablarle, pero lamentablemente, cualquier idioma distinto al tailandés parecía sonarle a lengua de otro planeta. Ella sonreía amablemente, pero negaba con la cabeza. De pronto, cuando apareció un tuk-tuk (una mototaxi), ella levantó la mano, y un hombrecillo delgado identificó a su señora y estacionó a nuestro lado. Me acerqué y vocalicé el nombre del hotel en Damnoen Saduak al que me dirigía. Él miró a su señora extrañado, ella se encogió de hombros y sonrieron a la vez. Le mostré la guía donde aparecía el nombre en tailandés, y por la forma como entornó los ojos pareció recordarlo. Mi rostro pálido volvió a tomar color, le rogué que me llevara y él accedió. Me senté en el lado derecho del asiento largo del tuk-tuk. El sobrepeso de la señora me obligó a poner la maleta de mi lado, y cuando el hombre giró a velocidad trescientos sesenta grados, pensé en las consecuencias siniestras si no lo hubiese hecho.
Mientras conducía por un estrecho camino asfaltado, la noche sólo me permitía ver siluetas de arbustos negros a ambos lados, que empalizaban campos de cultivo. Después de una hora de camino, por un momento pensé que no llegaríamos a ningún lado, hasta que apareció una calle grande, iluminada, pero absolutamente desierta. Después de dar una y mil vueltas llegamos al establecimiento que parecía más una tienda de abarrotes que un hostal. Cuando toqué el timbre, me abrió un tipo somnoliento y de bigote fino. Agradecí el aventón al hombrecillo del tuk-tuk, le quise dar unos bahts pero no los aceptó, hizo una venía amable y partió rápidamente.
El hotel no llegaba a media estrella, y el sujeto, hablaba un inglés muy malo, pero pudimos comunicarnos. Logré entender que dentro del costo de la habitación estaba incluido el paseo por el mercado flotante al día siguiente. Me comentó que a las cinco de la mañana tocarían mi puerta para iniciar la travesía, me dio un jaboncillo y una toalla celeste desgastada. El cuarto tenía dos camas individuales juntas, unas cobijas rosadas y un baño donde pude identificar la ducha por el orificio del piso. Me bañé con agua helada (no había agua caliente), y cuando salí me desplomé en la cama. Sentí que recién había cerrado los ojos, cuando golpearon mi puerta con fuerza. Me cambié, y cuando bajé, algunos turistas ya esperaban en recepción. Salimos del hostal, caminamos por las calles hasta llegar a un canal ancho donde había tres canoas esperándonos. Un grupo de irlandeses subieron a una, la pareja de japoneses a otra, y yo a la mía, con mi propio balsero, un lujo.
El balsero, que vestía camisa, shorts, sandalias y estaba coronado por un sombrero cónico hecho de paja, me comentaba que antiguamente los canales atravesaban todas las calles de la ciudad, pero la evolución en los años fue desapareciéndolos poco a poco. Remaba lentamente, con respeto, como pidiéndole permiso a esas aguas verdosas que habían transportado el comercio de la zona por siglos. La neblina, diáfana, me permitía observar un tipo de vida desconocido. En lugar de autos estancados en semáforos, aparecían a mi lado personas navegando hacia sus trabajos, niños trasladados al colegio en la canoa de su padre, frutas y verduras en camino hacia al mercado flotante donde nos dirigíamos.
De pronto el mercado flotante apareció ante mis ojos con sus canaletas delgadas, donde cabían hasta tres canoas a lo ancho. A medida que ibas transcurriendo por esas aguas mansas, a ritmo de los brazos del balsero, señoras en sus canoas te ofrecían sus productos. Las muestras de afecto con una fruta como muestra, las sonrisas, la entrega del dinero, el sonido de las voces del comercio, la cocina fatigando los arroces matinales, los colores, los sombreros, las flores, toda esa dinámica comercial acuífera se me hizo fascinante e insólito.
Luego de unas horas, el paseo había llegado a su fin, y regresando al lugar donde me recogieron, me sorprendí al ver entrar al mercado decenas de canoas atestadas de turistas que llegaban en buses desde Bangkok. En ese momento comprendí que había valido la pena dormir la noche anterior en Damnoen Saduak para explorar el mercado real, cuya espontaneidad se empezaba a desdibujar entre las nueve y diez de la mañana. Muchas tiendas de souveniers abrieron al unísono, un hombre, con el cuerpo forjado a pesas apareció con una boa en su cuello, y me ofreció una foto por 20 bahts. Cuando miré a mi balsero, este sonrió y dijo: “Time is money”.
Los escondites del Cronista Errante
El Gran Palacio
Me paré de golpe cuando vi que otro autobús paró en la ruta. Nuestro chofer arregló con su colega, luego, el copiloto se volvió a nosotros y nos lo comunicó, yo no entendí nada por supuesto, pero por los gestos adiviné que debíamos subir de inmediato. Las luces internas –gracias al universo- estaban apagadas, caminé hasta el final del pasillo, tomé asiento, abrí la ventana y me quedé dormido. Una hora después, el olor a combustible quemado y el sonido del motor me despertaron. Habíamos llegado. A las doce de la noche, Rachburi, era un pueblo desolado, y la ausencia de algún cartel luminoso de hostal o bar, permitía pensar en lo difícil que sería encontrar transporte. Todas las personas que me acompañaron en la travesía fueron recogidas por familiares, excepto una señora obesa, que aguardaba pacientemente a mi lado. La ansiedad me devoraba de sólo pensar que me quedaría solo en esa calle que cruzaba aquél pueblo de trescientos metros de largo.
Me apuré en hablarle, pero lamentablemente, cualquier idioma distinto al tailandés parecía sonarle a lengua de otro planeta. Ella sonreía amablemente, pero negaba con la cabeza. De pronto, cuando apareció un tuk-tuk (una mototaxi), ella levantó la mano, y un hombrecillo delgado identificó a su señora y estacionó a nuestro lado. Me acerqué y vocalicé el nombre del hotel en Damnoen Saduak al que me dirigía. Él miró a su señora extrañado, ella se encogió de hombros y sonrieron a la vez. Le mostré la guía donde aparecía el nombre en tailandés, y por la forma como entornó los ojos pareció recordarlo. Mi rostro pálido volvió a tomar color, le rogué que me llevara y él accedió. Me senté en el lado derecho del asiento largo del tuk-tuk. El sobrepeso de la señora me obligó a poner la maleta de mi lado, y cuando el hombre giró a velocidad trescientos sesenta grados, pensé en las consecuencias siniestras si no lo hubiese hecho.
Mientras conducía por un estrecho camino asfaltado, la noche sólo me permitía ver siluetas de arbustos negros a ambos lados, que empalizaban campos de cultivo. Después de una hora de camino, por un momento pensé que no llegaríamos a ningún lado, hasta que apareció una calle grande, iluminada, pero absolutamente desierta. Después de dar una y mil vueltas llegamos al establecimiento que parecía más una tienda de abarrotes que un hostal. Cuando toqué el timbre, me abrió un tipo somnoliento y de bigote fino. Agradecí el aventón al hombrecillo del tuk-tuk, le quise dar unos bahts pero no los aceptó, hizo una venía amable y partió rápidamente.
El hotel no llegaba a media estrella, y el sujeto, hablaba un inglés muy malo, pero pudimos comunicarnos. Logré entender que dentro del costo de la habitación estaba incluido el paseo por el mercado flotante al día siguiente. Me comentó que a las cinco de la mañana tocarían mi puerta para iniciar la travesía, me dio un jaboncillo y una toalla celeste desgastada. El cuarto tenía dos camas individuales juntas, unas cobijas rosadas y un baño donde pude identificar la ducha por el orificio del piso. Me bañé con agua helada (no había agua caliente), y cuando salí me desplomé en la cama. Sentí que recién había cerrado los ojos, cuando golpearon mi puerta con fuerza. Me cambié, y cuando bajé, algunos turistas ya esperaban en recepción. Salimos del hostal, caminamos por las calles hasta llegar a un canal ancho donde había tres canoas esperándonos. Un grupo de irlandeses subieron a una, la pareja de japoneses a otra, y yo a la mía, con mi propio balsero, un lujo.
El balsero, que vestía camisa, shorts, sandalias y estaba coronado por un sombrero cónico hecho de paja, me comentaba que antiguamente los canales atravesaban todas las calles de la ciudad, pero la evolución en los años fue desapareciéndolos poco a poco. Remaba lentamente, con respeto, como pidiéndole permiso a esas aguas verdosas que habían transportado el comercio de la zona por siglos. La neblina, diáfana, me permitía observar un tipo de vida desconocido. En lugar de autos estancados en semáforos, aparecían a mi lado personas navegando hacia sus trabajos, niños trasladados al colegio en la canoa de su padre, frutas y verduras en camino hacia al mercado flotante donde nos dirigíamos.
De pronto el mercado flotante apareció ante mis ojos con sus canaletas delgadas, donde cabían hasta tres canoas a lo ancho. A medida que ibas transcurriendo por esas aguas mansas, a ritmo de los brazos del balsero, señoras en sus canoas te ofrecían sus productos. Las muestras de afecto con una fruta como muestra, las sonrisas, la entrega del dinero, el sonido de las voces del comercio, la cocina fatigando los arroces matinales, los colores, los sombreros, las flores, toda esa dinámica comercial acuífera se me hizo fascinante e insólito.
Luego de unas horas, el paseo había llegado a su fin, y regresando al lugar donde me recogieron, me sorprendí al ver entrar al mercado decenas de canoas atestadas de turistas que llegaban en buses desde Bangkok. En ese momento comprendí que había valido la pena dormir la noche anterior en Damnoen Saduak para explorar el mercado real, cuya espontaneidad se empezaba a desdibujar entre las nueve y diez de la mañana. Muchas tiendas de souveniers abrieron al unísono, un hombre, con el cuerpo forjado a pesas apareció con una boa en su cuello, y me ofreció una foto por 20 bahts. Cuando miré a mi balsero, este sonrió y dijo: “Time is money”.
Los escondites del Cronista Errante
El Gran Palacio
Hotel Arnoma****
Rajdamri Road, 99 - Bangkok 10330 - TailandiaExcelente opción de la capital tailandesa, que se puede convertir en su base para los destinos del interior como: el mercado flotante, el templo de los tigres o la reserva natural de Erawan. Si no desea aventurarse a tener una estancia de una noche al lado del mercado flotante en Damnoen Saduak, puede contratar las excursiones que salen del mismo hotel. El sky train está a sólo cien metros, tiene uno de los centro comerciales más importantes justo al frente y el desayuno bouffet es muy bueno (está incluido en la tarifa). En la parte exterior del hotel podrá encontrar una piscina y una terraza con sombrillas y tumbonas.
Restaurante Mango Tree
37 Soi Tantawan, Surawongse Road
Después de un día ajetreado en Bangkok, dese un gusto en este restaurante de excelente comida tailandesa a buen precio (menús entre 300-700 bahts). La casa antigua es el marco perfecto para la exposición permanente de cámaras antiguas que tiene el restaurante. Se recomienda: el curry picante verde y rojo.
Después de un día ajetreado en Bangkok, dese un gusto en este restaurante de excelente comida tailandesa a buen precio (menús entre 300-700 bahts). La casa antigua es el marco perfecto para la exposición permanente de cámaras antiguas que tiene el restaurante. Se recomienda: el curry picante verde y rojo.
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