No pude haber escogido un momento más oportuno para terminar "El pez en el agua" (Alfaguara, 1993), que en este momento clave del Perú, a pocos días de la segunda vuelta electoral.
Postergué su lectura a principios de los noventa porque, aunque había decidido estudiar Economía, la Literatura me hacía guiños y yo estaba más interesado en un Vargas Llosa arquitecto y artista de ficciones, que en las memorias del candidato que perdió con Fujimori en 1990.
Leyendo “El pez en el agua” me di con la sorpresa que no solo cuenta la biografía del escritor que ingresó a la política por el compromiso moral de sacar a su país de la peor crisis económica de su historia; en paralelo, también muestra al muchacho que sembró la semilla de convertirse en escritor durante su niñez en Cochabamba.
Me impactó mucho ese encuentro que tuvo por primera vez con su padre, cuando tenía diez años y vivía en Piura con los abuelos y los tíos. El Nobel describe ese encuentro no como un recuerdo grato y cariñoso, al contrario, su padre parecía haberlos raptado a él y a su madre para llevarlos a vivir a Lima, lejos del cariño protector de sus abuelos.
A través de pasajes inéditos de su vida, pude desvelar el nacimiento de los personajes que más admiré en sus novelas:
El poeta de la “Ciudad y los perros”, que dejó su acomodada vida miraflorina para descubrir en un colegio militar la complejidad social de un país que no conocía.
Me metí en las entrañas del muchacho periodista que se encendió de pasión por esa tía Julia doce años mayor que él. La tía Julia, que había llegado a Lima para descansar de un fracaso matrimonial, se encontró no con aquel niño que correteaba por los pasillos de su casa en Cochabamba, sino con un hombre maduro y culto a sus 19 años.
Pero a medida que fui avanzando en la lectura, “El pez en el agua” me fue revelando a ese candidato a la presidencia comprometido con sacar al país del subdesarrollo, que presentó en el CADE de 1989 un plan de gobierno que planteaba una reforma educativa responsable, una reducción del ineficiente aparato estatal y unas medidas económicas nutridas con la experiencia de haber analizado a los cuatro dragones del Asia: Japón, Taiwan, Corea del Sur y Singapur. Países sin recursos naturales, superpoblados, devastados por guerras y con una herencia de retraso colonial como el nuestro; pero que apostaron por la promoción de la empresa privada, desarrollaron la industria y modernizaron al estado. De esta manera acabaron con el desempleo y elevaron su nivel de vida de manera notable.
Si bien es cierto que el Perú ha sido un ejemplo de crecimiento económico en la región, en estos últimos 30 años, los resultados de las encuestas nos muestran que el crecimiento económico no significa, necesariamente, el desarrollo de un país.
Ahora, lo importante es construir y no desmoronar. Y las grandes reformas que el país necesita implementar en materia educativa, política y económica no se van a realizar con el gobierno de Perú Libre, porque el modelo de economía cerrada que propone es desechable.
Cerrar la economía puede que tenga esa "noble intención" de apoyar a la industria doméstica, sin embargo, los aprendizajes básicos que nos dejaron los países que la implementaron (Cuba y Venezuela, por citar ejemplos vecinos) nos enseñaron que el monopolio estatal es un canto de sirenas homéricas.
Las empresas públicas, al ser las únicas dentro de un país, se convierten en elefantes blancos: ineficientes por el número de empleados innecesarios y mediocres a nivel productivo e innovación, dado que no existen referentes de competencia en el país.
Estas empresas públicas ineficientes son financiadas con los aportes de los contribuyentes peruanos y subsidiadas de manera indefinida por el Estado que, en su afán por mantenerlas, agota los recursos del país ofreciendo, además, productos y servicios de baja calidad.
Como si esto fuera poco, no solo tendríamos empresas ineficientes con productos y servicios de pésima calidad.
¿Qué es lo más terrible de esto?
Al no haber ninguna otra oferta de productos y servicios, diferente a la que ofrece el Estado, las leyes económicas universales nos muestran su rostro más implacable: inevitablemente se produce un exceso de demanda que hace subir los precios a la estratosfera.
Tendríamos, nuevamente, ese cóctel macabro del subdesarrollo, ese engendro llamado estanflación: una recesión económica sumada a una inflación descontrolada.
Eso ya lo vivimos con el gobierno de Alan García en 1985, no obstante, ahora sería aún más perverso, porque el Señor Castillo podría, al igual que el gobierno de Chávez en Venezuela, cambiar la constitución, controlar los medios de comunicación y perpetuarse en el poder.
Así conseguiría que el barco de los peruanos que trabajamos y hacemos empresa, para tener un país más justo y democrático, se hunda hasta el fondo de lo mares.
¿Es esto lo que queremos?
Esperemos ser sensatos en las urnas y no cedamos a la cultura populista, que lleva a los más desfavorecidos a votar por una opción que los relegaría aún más.
Keiko Fujimori no fue ni es mi candidata, pero estamos en una coyuntura donde debemos elegir no por una persona, sino por el futuro de un país cuya independencia vino de afuera, porque nos la concedió un argentino y un colombiano.
En el año del bicentenario de la independencia, si queremos convertirnos en un país adulto, tenemos la responsabilidad de hacernos cargo de nuestros retos más difíciles.
Esta vez jugamos los peruanos.
Nuestros votos no son necesarios para ganar una clasificación a un mundial, son los goles urgentes para que un país que aún tiene esperanza no se hunda en el agua de los timoratos.
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