Cuando caminé hacia el mar, percibí el estremecimiento de Lúa.
Cumplió cinco meses y observaba el mar con mucha curiosidad.
Seguramente sentí lo mismo en mi primer baño, porque el mar siempre significó para mí un desafío a mi audacia.
Desde que nací hasta mis seis primeros años, tuve el privilegio de que mis padres arrendaran una casita blanca frente al mar del Pacífico del sur peruano, en la playa Jahuay de Chincha.
Mi padre, después de alcanzarnos la leche con los primeros rayos de sol que se filtraban por las viejas ventanas de madera, salía a trabajar a la granja.
Apenas abríamos los ojos, mi madre nos llevaba al mar, a mí y a mi eterna compañera de aventuras, mi hermana Vivi, la negra, como le decimos hasta ahora.
Durante los tres meses que duraba el verano en Perú, todas las mañanas solíamos perseguir cangrejos (o arañas de mar), hacer enormes bolas y castillos de arena, mientras sentíamos deslizarse por nuestras mejillas los chorros de la tierna sandía que mi madre trozaba en las mañanas.
Luego del almuerzo, regresábamos a la playa con el descenso del sol. Era la perfecta invitación para sumergirnos en el mar y querer alcanzarlo, antes de que desapareciese en el horizonte.
Pero para eso había que superar las potentes olas del Pacífico.
Mi memoria marina guarda, como uno de sus tesoros más preciados, el momento en que aprendí a cruzar las olas sin que me revolcaran casi hasta el ahogo.
Hoy contemplo el mar y lo evoco con claridad: esconder la cabeza entre mis brazos estirados y lanzarme como una flecha contra esos cuerpos de agua que eran tres veces mi altura.
Al salir a la superficie, con la boca abierta y los pulmones ávidos de oxígeno, mi hermana Vivi y yo observábamos con sorpresa cómo habíamos vencido a los monstruos del mar. Después de algunos minutos cruzando olas, no había ningún monstruo más que sortear.
Todo era calma.
Lograr pasar la "reventazón" (así la llamábamos), ese lugar donde las olas parecían emerger desde el fondo de la tierra, fue quizá nuestro primer gran logro en la vida juntos. Ese que nos unió aún más como hermanos.
Nos volvíamos a la playa y podíamos ver a los lomos de las olas elevarse, como si fuesen las espaldas negras de un gigante, y la gravedad los hacía caer. El estruendo y las chispas salinas que traía el viento a nuestros rostros sacudían nuestras piernas de miedo.
De modo que, en el momento que hundí las piernas de Lúa en el dócil mar de Cartagena, ella agitó los brazos y sus deditos se erizaron como puntas de estrellas. Parecía descubrir que el mar era muy diferente a una piscina, tenía un dinamismo particular, ¡vida propia!
Volví a sentir en mi pecho ese momento cuando crucé por mí mismo la primera ola, el primer obstáculo natural en la vida.
Y ahora estoy aquí, con mi hija Lúa de cinco meses.
Me entusiasma pensar que nos quedan muchos veranos juntos. Ojalá podamos ver puestas de sol hasta que mi piel se arrugue mucho, tal cual ocurría en mis primeros veranos, cuando mi hermana y yo nos sorprendíamos como, aún siendo niños, nuestra piel envejecía por las horas de agua salada y aventuras marinas juntos.
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