jueves, 8 de noviembre de 2018

Madrugada




El camino hasta Ventanilla toma una hora y media, paso por ti antes de las seis, ¿te queda bien, Gustavo?
Sin problemas, respondió. Como si las madrugadas fueran, desde la presentación de su última novela, un estado natural.
El tono de su voz era bajo, "No estoy del todo bien", justificó con serenidad. Estaba saliendo de un resfrío.
Antes de iniciar la charla, mostró una sonrisa sobria e hizo una pausa. Quizá para articular lo que iba a decir, quizá para proteger su timidez. O ambas cosas.
“Es paradójico. Cuando era niño escribía para no hablar. Ahora me llaman para que hable de lo que escribo...”
La risa estalló en la clase y el tono de voz fue lo que menos importó.

Porque Gustavo, como diría Jorge Drexler en “Estalactitas”, un tema de su último disco, llegó con los bolsillos llenos de tiempo.
Tenía inflamada la garganta, sí, pero también las emociones.
El tiempo que nos regaló su órgano vital fue el que potenció la voz:
“Ustedes se están preparando para trabajar en salón, ¿cierto?”
Está primera pregunta que le hizo a los chicos fue el chispazo que hizo latir algunas lecciones que nos dejó:
El hombre inventa ficciones para poder vivir, como el dinero, necesario para hacer transacciones y no matarnos con las conversiones de los productos de intercambio.
Las abejas y las hormigas trabajan juntas y se organizan, convienen que debe ser así para poder sobrevivir, colaboran para eso.
Todos los animales comen para alimentarse, pero nosotros, los hombres, no solo nos alimentamos cuando comemos, también vivimos una experiencia nutrida de aromas, sabores, texturas y palabras.
Ustedes son los que inventan estas ficciones, les dijo. Y son necesarias para que vivamos esas experiencias memorables.
Mientras más lean, más insumos, más ingredientes tendrán para estimular su creatividad y hacer nacer nuevas experiencias. Para inventar lo que aún no conocemos.

Como la hija que le inventó Gustavo a su hermano. En Madrugada, su última novela.
Una hija que en la vida real apareció de la nada y devolvió esperanzas a una familia que, tal vez, la estaba esperando desde hacía mucho tiempo.
Solo que Gustavo la vistió con un traje distinto.
Porque la Trinidad de “Madrugada” no es la hija de su hermano. Es la hija que él quiso que sea. La que salió de sus entrañas para que sobreviva a la indiferencia, a los viajes interminables en bus, a la familia que no la reconoció, a los metales en el cuerpo, al racismo, a la inequidad.
A las migraciones de provincianos a esa Lima febril y multicolor, que recibió a Trinidad para que ella, con todo su buen humor, gracia y coraje selváticos, se redima.

Gracias Gustavo, por madrugar ese día.
Por la Madrugada que nos hiciste descubrir en tu novela.
Pero, sobre todo, por llegar con los bolsillos cargados de tiempo en este mundo agitado y de agendas apretadas.
Gracias por inspirarnos de manera generosa con tu perspectiva de la ficción, como nutriente para construir experiencias, como un ingrediente para sobrevivir.