viernes, 3 de diciembre de 2010

Creta, Grecia – parte 2: “Las playas del Sur"


Llevaba más de dos horas sentado en el bus con el aire acondicionado al máximo nivel; el sol golpeaba mi rostro y el camino, de sólo una vía, parecía una serpiente negra que cruzaba las montañas áridas de la isla. El bus me zarandeaba hacia a la izquierda y a la derecha. Sentí nauseas. Dejé de leer y posé el libro sobre mis muslos; luego tomé una pastilla para el mareo y cerré los ojos unos minutos. “¡Descubre el sur de Creta!, ¡El sur, amigo!”, me había dicho Jimmy, mi amigo, el músico callejero que conocí en Iraklio. Con esas palabras en la cabeza me quedé profundamente dormido.

Después de un largo trayecto, aunque mantenía los ojos cerrados, me sentía mucho mejor. La pastilla había surtido efecto, además, la carretera ya no era tan escarpada como al inicio. Cuando abrí los ojos, vi como el escaso verde de las montañas contrastaba con la hierba amarilla, quemada por el intenso verano. Luego, levanté la vista y volví a ver a otro, “¿Un burro más?”, me pregunté, arrugando el entrecejo.

Quiero dejar claro que no es que tenga algo en contra de esos nobles cuadrúpedos, sino que en todo el camino no había visto una sola vaca, ¡y menos un toro! Increíble. ¿Acaso no estaba en la tierra del legendario Minotauro? Sí, aquél engendro mitad hombre y mitad bovino que parió Pasifae, la reina de la desaparecida civilización minoica. Según los frescos, la cerámica, y toda expresión de arte cretense, hace cuatro mil años el toro era un animal sagrado. Se le rendía culto y lo sacrificaban en honor a los dioses. Esto me llevó a pensar que, tal vez, sus ritos eran tan intensos y se daban con tanta frecuencia que no dejaron vivo a ninguno, ¡ni siquiera a un semental para prolongar la especie!
Una hora después, llegamos a Mátala: un pueblito incrustado, caprichosamente, entre unas imponentes montañas rocosas que protegían su bahía.

No se me hizo difícil ubicarme, sólo había dos calles bajo la sombra de frondosos árboles. Cuando llegué, el dueño del lugar estaba con su pequeño hijo en la puerta de la entrada. Ambos estaban sentados en sillas de paja y conversaban con la tranquilidad que sólo puede otorgar la brisa marina, aquella que apacigua el alma de los hombres.

El propietario del albergue no se levantó de la silla. Se le veía bastante cómodo. Me dio la llave, dijo algo en griego e hizo un ademán con la mano. Yo mismo descubrí el camino a la habitación. Era blanca, puerta y ventanas azules, vistas a las montañas, una cama y una cocina en donde podía prepararme una buena comida. Dejé el equipaje y caminé hacia el supermercado a comprar los víveres. Fue ahí donde descubrí que atrás había quedado la presencia de los toros en Creta. ¡La carne de vacuno era importada y cara! No había duda: los sacrificios debieron acabar con todos los cuadrúpedos, “Se salvó el burrito de ser un animal sagrado”, pensé. Compré aceite de oliva, albahaca, pasta, cebolla, calamares, y por supuesto, una caja de vino; ah, y mucho yogurt griego y un par de pomos de miel de abeja, “la mejor del mundo en consistencia y sabor”, aseguraban los locales. El culto hacia la comida saludable, simple pero exquisita, es un ritual entre los griegos.

Después de una buena pasta, pregunté al dueño del albergue por una playa tranquila. “Red Beach”, me respondió. “¿No es la playa del pueblo?”, repliqué; “No. Está al otro lado de la montaña. Sigue las señales y llegarás”. Le di las gracias y me fui.
Seguí las señales, tal como me había dicho; y de pronto, tuve frente a mí a esa imponente cadena montañosa: un animal informe que parecía querer tragarme. Sabía que me esperaba una buena trepada, pero no tenía prisa, cargaba agua y había comido bien. Después de media hora de escalada, me volví al mar y pude ver que atrás quedaba la apacible bahía de Mátala. Aún no veía nada de Red Beach, así que imaginé que no estaba ni en la mitad del trayecto. Eso era sólo el comienzo.

Después de un escarpado tramo, había llegado a la cima de la montaña. Levanté la mirada, y vi, a lo lejos, una cerca de rejas. La entrada parecía imposible, sin embargo, decidí averiguarlo yo mismo. El sol ya azotaba mi cuello. Bebí un poco de agua, y luego, caminé hacia el enrejado. ¡Bingo! Había una puerta con un pequeño cartel que decía: “Welcome Red Beach”. El sistema era peculiar: empujabas la puerta que era sujetada por una polea; ésta jalaba una piedra y cuando pasabas se cerraba violentamente. Había que tener mucho cuidado de que no te amputara la mano.

Una vez que crucé la puerta, todo era cuesta. Bajé unos cuantos metros, pero muy despacio, las rocas tenían arenilla y la superficie era muy resbalosa. Salvo alguna planta indómita, nada parecía crecer allí. De pronto, se estrelló frente a mí una vista maravillosa: Red Beach. Nunca en mi vida había unas costas que además de hermosas, infundieran respeto. Ese ejército de cumbres rocosas, inmóvil durante siglos, parecía guardar el secreto de esas aguas diáfanas. Un secreto reservado sólo para mí, porque la playa estaba completamente sola.

Seguí bajando, mudo, casi sin respirar, como si estuviera viviendo una liturgia de la naturaleza. El mar, la arena rojiza, las montañas, y yo, un sujeto que se sentía empequeñecido frente a lo que tenía enfrente de él. De un momento a otro, ya me encontraba a unos metros del mar. Sin embargo, un cartel indicaba algo muy, pero muy claro: playa nudista. “¡Caramba!”, dije para mis adentros. En ese momento pensé que lo mejor hubiese sido quedarme en la playa del pueblo, pero claro me había dado la del explorador cruza-montañas y después de un largo trayecto llegué hasta aquí. “Y ahora, ¡qué diablos hago!”.

Primero me senté sobre la arena, sin quitarme la mochila. La playa no estaba sola, por supuesto. No eran muchos pero había gente. Medité unos minutos. Decidí bañarme con el traje de baño que llevaba puesto. Y mientras ponía la toalla sobre la arena, observaba como la gente paseaba sus pudores de la manera más armoniosa. Miré a un lado, al otro, al cielo, a la montaña, ya no había a qué mirar. “¿Y qué?”, pensé, “una playa nudista no va a detenerme, es lo más puro del mundo”. Así que, el Cronista Errante empezó, lentamente, a despojarse todo lo que llevaba encima: primero la camiseta, luego las bermudas; y una vez sólo piel, ¡al mar!
En el agua me relajé un poco. Tenía medio cuerpo afuera. La parte sumergida sentía el contacto raso, directo con el flujo marino. En ese momento fui un animal más en ese universo puro y limpio, por lo menos ahí.
Me pareció que todo fluía de un modo natural, sin miradas, sin juicios; y es que uno, de esa manera, más desprotegido ya no puede estar. Nadé a mi gusto. Me hacía el que no miraba, pero miraba, obviamente, como todos, claro. De pronto, mi mente comenzó a volar, me imaginé dentro de un gimnasio griego, en el período de Pericles, dos mil quinientos años atrás, todos los atletas desnudos, algunos probando el peso del disco, otros lanzando la jabalina. Y es que la palabra gimnasio procede del griego gymnasium, que quiere decir: “lugar donde ir desnudado". No sé por qué me sentía tan cómodo.
¿Será que el secreto que guardan esas aguas, aquellas montañas estériles es la energía griega de siglos, ese culto al cuerpo como obra y gracia de los dioses del Olimpo?”. Una admiración al cuerpo tal cual es, ausente de culpas. Pues no tengo la respuesta, lo cierto es que volví todos los días que me restaban a esa playa, a ese bendito Edén mortal llamado: Red Beach.

Los escondites del Cronista Errante

¿Dónde comer?…

Hakuna Matata
Playa Mátala


Ubicado en uno de los cabos de la playa, posado sobre el mar y con una vista inmejorable de la bahía. Ideal para tomar un trago, esperando la puesta del sol. Los viernes, la noche se enciende con el sonido de rock clásico de la banda Four of a kind. Los gyros y los pescados a la parrilla son lo mejor de la casa. El litro de vino de la casa está a sólo 6 euros.

¿Dónde dormir?….

Pensión Antonio´s
Tel: 28920 45123 ; s/d/tr €20/25/25; d & tr con cocina €30


Este cálido albergue no solo se ubica a escasos metros de la playa, sino que muchas de sus habitaciones cuentan con cocina y balcón o terraza. Disfrute de la excepcional vista a las montañas. Antonio es una persona muy familiar, no habla español, pero su amabilidad sin límites comprende lo que usted le deseé preguntar.


Publicado en la sección Viajes de http://www.eldebate21.com/

Fotografía: Red Beach, Creta - Carlos Modonese

jueves, 4 de noviembre de 2010

Creta, Grecia - parte 1: "En busca de las raíces"



Hace más de una hora que abandonamos Atenas; bebo un café granizado en la terraza del barco y de sorbo en sorbo me maravillo ante este sol, que anuncia su caída abatiendo una estela de plata en el mar Egeo. Ahora, comienzan a rodar las interrogantes dentro de esta cabecita loca que no me deja tranquilo: ¿Por qué elegí Creta, y no Santorini, Mykonos o Delos?, ¿será porque posee playas inexploradas o por su música hipnótica?, ¿qué atracción mágica ejerce en mi esta isla?
Pierdo la mirada en esa línea que separa el bloque azul del mar y el celeste del cielo, en el horizonte diáfano que tranquiliza mi corazón y le susurra que aún restan siete horas para llegar a Iraklio, el puerto cretense.

Creta fue la cuna de la civilización minoica, según varios historiadores, la más antigua de Europa. Pensando en esto voy atando cabos, y tal vez, haya sido la antigüedad de esta cultura, los cinco milenios que nos separan de ella lo que me trae hasta acá. Ahora, estoy recordando el mito del enamoramiento de Zeus y la ninfa Europa, el dios de dioses se transformó en un toro blanco para llamar su atención, la ninfa montó sobre él y se lanzaron al mar, llegaron hasta Creta y bajo la sombra frondosa de unos plátanos la pareja se unió; mi cabeza se atesta de imágenes de Knossos, el gran palacio de Minos, el rey cretense, en donde su mujer, Pasifae, engendró al famoso Minotauro.
Sí, es cierto, recuerdo que fue su pasado mitológico, y particularmente, el culto inmemorial al toro de esta civilización minoica lo que llamó mi atención. Sin embargo, sé que otras fueron las razones que me trajeron hasta acá. Ahora, le ordeno una tregua a mi mente y vuelvo la mirada al mar; me relajo a pesar de no tener aún la razón más contundente acerca de mi visita a Creta, pero no tengo apuro, presiento que la encontraré durante mi visita a esta mágica isla.

Once y media de la noche. Habíamos llegado al puerto de Iraklio. Caminé cerca de media hora hasta llegar a Dédalo, la vía comercial más importante de la ciudad; observé a un músico callejero afinando su guitarra y me detuve a preguntarle por mi albergue. El sujeto, alto y de aspecto circense, se quitó el sombrero e inclinó su cuerpo levemente, “Bienvenido”, me dijo en un correcto español; luego prosiguió, “kalispera, mi nombre es Jimmy” (Además de significar buenas noches, kalispera tiene una connotación de desear lo mejor al prójimo). “Kalispera, el mío es Carlos”; “encantado, ¿de turismo, Carlos?”, me preguntó mientras liaba un cigarrillo; “sí, algo así”. Luego de una pausa, le interpelé: “¿De dónde eres?”; “larga historia, amigo; verás, nací en Estados Unidos, viví muchos años en México y Argentina, y ahora, estoy en Grecia, ¿qué te parece?”; ”¿y por qué Creta?”, le pregunte; “vine a buscar mis raíces; mi abuelo, que en paz descanse, nació y vivió aquí toda su vida. Nunca lo conocí, pero por lo menos estoy recorriendo sus pasos”.
Después de unos cuantos minutos de charla, Jimmy me acompañó hasta mi hostal; “por aquí estaré si necesitas algo”, me dijo al despedirse. Al día siguiente, subí a la terraza del albergue a tomar un café antes de salir. Vi que a lo lejos se asomaba el azul del mar y medité sobre lo que dijo Jimmy: “Vengo a buscar mis raíces”. Sabía que detrás de esas palabras se escondía mi propósito de viaje. En fin. Liquidé el café, y ahora, a caminar rumbo a la estación, el próximo bus a Knossos salía en media hora.

Sólo veinticinco minutos duró el trayecto en bus hasta el palacio de Knossos -el cual fue descubierto y reconstruido por Sir Arthur Evans a inicios del siglo XX- ; apenas llegué, pagué la entrada y me puse a explorar, minuciosamente, cada rincón de la mítica residencia, sus columnas circulares, la plasticidad de sus frescos (copias de los originales que se exhiben en el museo arqueológico de Iraklio), ¡los laberínticos pasillos!, en donde, supuestamente, se mantenía al Minotauro en cautiverio

Cuenta la leyenda, que el rey Minos le pide a Poseidón un toro para sacrificarlo en su nombre; el dios del mar, agradecido por el gesto, hace brotar de las aguas un toro corpulento y brioso; Minos, encantado con el animal, decide sacrificar a otro en su lugar. Poseidón se enfurece con el engaño y envía una maldición a su esposa, provocándole un voraz apetito erótico hacia el toro. Pasifae no se resiste a la virilidad que le inspira el bovino y se aparea con él, dando a luz al Minotauro, un ser monstruoso de cuerpo de hombre y cabeza de toro. El rey Minos encierra a la bestia, sin embargo, para contener su furia debía cebarlo, periódicamente, con siete doncellas y siete mancebos. El alimento era enviado por el pueblo ateniense, sometido por Creta. Teseo, el legendario héroe de Atenas, se ofreció a ir como parte del alimento, pero con el objetivo de aniquilar al Minotauro. Finalmente logró su cometido.

Según esta leyenda, el toro es, como salta a la vista, un animal divino: símbolo del dios Poseidón. Dentro del palacio los cuernos del animal eran un elemento decorativo; y de hecho, eran las sacerdotisas las encargadas de sacrificarlo en honor a los dioses. Es muy probable, pues, que la civilización cretense heredara el culto al toro de civilizaciones más antiguas, acaso de Egipto -país con el que sostenía un activo intercambio comercial-, cuya divinidad, Apis, también de cuerpo de hombre y cabeza de toro era símbolo de la fertilidad.

De regreso a la ciudad, bajé en la estación del puerto y caminé unos minutos hasta llegar al museo arqueológico de Iraklio. Me quedé impactado con la omnipresencia del toro en el arte de la civilización minoica; en los frescos, la cerámica y escultura ¡el toro estaba ahí, siempre! Por un momento, sentí cierta claustrofobia al estar cercado por miles de estos cornudos mamíferos; sin embargo, logré salir ileso del museo.

El reloj marcaba las seis de la tarde, aún quedaban algunas horas de luz, y decidí caminar hasta mi último destino: la basílica de Agios Titos. Cuando entré, percibí cierta solemnidad en el ambiente, se respiraba paz ahí dentro, la luz era tenue, las velas parecían tallos en un jardín de candelabros y los ornamentos me quitaron el aliento. A mi lado, una mujer se persignaba muchas, muchísimas veces frente a una imagen de la virgen; y yo, pensaba en el crisol de ritos católico-musulmán-ortodoxos que se han fundido aquí, a través de los siglos, una secuencia de cultos unidos en esta misma edificación desde su construcción en el 962 d.C., durante el período bizantino. Y es que esa misma basílica, luego, había sido convertida a mezquita por los turcos y recuperada por el cristianismo ortodoxo en 1923.

Como la vida, el tiempo también fluye, como un río que arrastra realidades, llevándose unos cultos religiosos y trayendo otros. No es raro imaginar que cuatro milenios atrás, ahí mismo, sí, justo debajo de los cimientos de esa basílica, ¡se derramó sangre de toro!, derramamiento de sangre mortal de una divinidad para la purificación de la humanidad, muy parecido, al sacrificio del Jesús cristiano, cordero de Dios que derramó su sangre para quitar el pecado del mundo. La forma cambia, pero el fondo es el mismo.
De modo que, el toro, ese bovino ancestral, alegoría de la virilidad y fertilidad, símbolo de Zeus o Poseidón en la mitológica griega, podría haberse transformado en el Jesús cristiano; ¿y por qué no?, Hera o Afrodita en María; y los ángeles, ¿no son acaso una reencarnación de Eros?; y es que, a través del tiempo, los dioses no han desaparecido, sólo se han transformado.

Salí de la Iglesia visiblemente emocionado; mi propósito se estaba esclareciendo, ver las cosas desde afuera, sin apegarme a ninguna creencia me había llevado a observar todo con mayor lucidez.
Caminé hasta la plaza Morosini, y ¡vaya sorpresa!, me encontré nuevamente con mi amigo Jimmy, pero esta vez, tenía a su lado un niño con un bouzouki en sus manos. Los saludé con una particular efusividad. “Oye, Jimmy, ¿el muchacho es tu hijo?”, le pregunté; él sonrió y respondió: “No. Es un amigo”. Me quedé un rato observando al niño, tenía una mirada con carácter y cuando me la sostenía, podía percibir como hacía brillar esas cuerdas, y extraer de ellas unas melodías hermosas. “¿Te gusta?”, me preguntó Jimmy, luego agregó, “los gitanos tocan muy bien, lo llevan en la sangre”. Realmente me impactaba como me miraba aquél muchacho, directo a los ojos, con el mentón alzado, desafiante, orgulloso de su raza. Cuando terminó, aplaudí y le di una moneda; me volví a Jimmy, ¿Y tú eres gitano?”, “No, yo no soy gitano, bueno, si lo soy, pero de otra manera, yo no hablo su dialecto ¿entiendes?”, yo asentí, y él prosiguió, “soy gitano porque viajo por el mundo y llevo mi música, soy gitano porque me hace sentir libre, sin apegos, sin banderas, sin fronteras, sin naciones, sólo mi música”.
En ese preciso momento, después que Jimmy dijo esto, cavilé acerca del propósito de mi viaje, en aquello que me trajo a Creta y no a otro lugar. Pensé en el fondo de mis entrañas: “Sin apegos ni fronteras…Carlos parece que lo encontraste”, seguí meditando, “sin banderas ni naciones…pues, entonces…tampoco religiones”. Lancé un resoplido y miré al cielo. Me sentí libre, más libre que nunca en mi vida. Di media vuelta y me fui al hostal a descansar.

Los escondites del Cronista Errante
¿Dónde ir?….
Museo Arqueológico de IraklioXanthoudidou 2
Tel: 28102 79000; adulto: 4 euros
Los estudiantes de la Comunidad Europea ingresan gratis.

Este museo, el segundo en importancia después del Museo Nacional Arqueológico de Atenas, es de visita obligada. Guarda la colección más extensa de arte minoico; los frescos, cerámica y escultura lo harán viajar cinco mil años atrás, cuando esta civilización dominaba el comercio mediterráneo y contribuía con los primeros cimientos de la civilización occidental.

¿Dónde comer?…
Fyllo…SofiesPlaza Morosini 33
Al lado de la fuente Morosini, en el corazón de Iraklio, es agradable dar un descanso, observar el tráfico de gente que llega al puerto cretense, y por supuesto, comer un delicioso bougatsa (pastel griego relleno de carne).

¿Dónde dormir?….

Hellas Rent Rooms
Handakos 24; s/d/tr sin baño €10.50/30/42


Este albergue no solo se ubica en pleno centro de la ciudad, sino que todas sus habitaciones poseen balcones, son cómodas y limpias. Lo mejor: la vista y el ambiente que tiene el bar de la terraza, en el último piso del hostal, donde puede beber un trago por la noche acompañado de buena música o tomar un delicioso desayuno antes de salir a caminar por la ciudad.


Fotografía: Palacio Knossos-Creta, by Carlos Modonese

domingo, 3 de octubre de 2010

Olimpia, Grecia: “La magia de Olimpia”


Amanece en el Adriático; el cielo es un arcoíris infinito que une mar y tierra; las montañas azules, dominan el paso de esta máquina del tiempo: el ferry en el que la noche anterior había abandonado el taco de la bota Itálica. Ya han pasado diez horas desde que salí de la costa de Brindisi, y mi cabeza, pletórica de imágenes, aún no descansa; mis pupilas, quieren devorar este mar plateado, que fluye como la vida, que no opone resistencia al paso de una embarcación que avanza firme en el tiempo, encaprichado por unir con un hilo invisible el mundo conocido y el ignorado. Sin embargo, la alborada también ofrece una tregua a mi alma; la mente se esclarece, estoy abandonando la era romana, la de Augusto, y avanzo, imperiosamente, hacia un tiempo aún más remoto, el del mundo griego, el de Pericles. Avanzo hacia el pasado en este barco, un artilugio que cruza milenios desde el mar Adriático hasta el Jónico, parece desesperado por llegar y dibuja estelas blancas sobre estas aguas azules, límpidas de principio a fin; las montañas nos observan, y aquí estoy yo, parado sobre la proa, como un marino del presente que anhela encontrar su origen en lo clásico, buscando el germen de lo que hoy somos en lo inmutable, lo eterno.

Y llegamos a tierras griegas, a Patras, puerto griego del norte de la Península del Peloponeso; tomo un bus rumbo al sur, y después de unas horas –previa escala en Pyrgos-, arribo a Olimpia. Es sorprendente descubrir como un pueblito de escasas mil personas, puede albergar uno de los tesoros más grandes del mundo occidental: la tierra de los Juegos Olímpicos, iniciados en el 776 a.C. A pocos metros de la parada del bus se encuentra el sitio arqueológico; antes de ingresar, visito los dos museos que lo rodean; el museo arqueológico, que preserva las esculturas del santuario; y el museo de las Olimpiadas, inaugurado después de los Juegos Olímpicos de Atenas (2004). La contextualización fue fundamental, y al final del recorrido me doy cuenta que bien valió la pena recorrerlos; ahora, estoy listo para emprender el viaje al pasado mágico de los griegos.
Pero, ¿qué pasó acá?, me pregunto al ingresar, ¿acaso pusieron una bomba atómica? Y es cierto; lo que veo a mi derecha son los restos del Gimnasio, donde los antiguos griegos se entrenaban para participar en las carreras, el lanzamiento del disco o la jabalina. Desafortunadamente, de aquél gran edificio, sólo alcanzo a ver un conjunto de pilastras desbaratadas, tallos de concreto mutilados por la espada del tiempo. Una lástima.

Desalentado por el estado calamitoso del gimnasio, decido seguir adelante; luego de avanzar unos cuantos metros, elevo la mirada y descubro a la izquierda el Felipión. Me maravillo ante la perfección de su base circular, suspiro al percibir el coraje con el que se sostienen, todavía, tres de sus columnas jónicas: clásicas, invencibles, capaces de capturar la atención de cualquier ser vivo. Mientras las examino, siento como la brisa acaricia mis oídos, la naturaleza parece decirme algo, ¿estará murmurando un presagio?, ¿serán las voces de los dioses?, ¿Apolo me querrá decir algo, o bien su hermana Artemisa, o acaso Hera? No; locuras mías que se me ocurren en Olimpia. Continúo recorriendo esta tierra, sagrada para los antiguos griegos durante más de mil años, profanada por los romanos - en el siglo IV d.C.-, quienes, fieles a su nuevo credo (el cristianismo), no sólo prohibieron los juegos por su “oscuro” paganismo, sino que devastaron las estatuas y templos, los ritos y tradiciones de toda una era.

Lo que sí es cierto es que de la magia de Olimpia, nada queda. Sólo ruinas. Ruinas tristes es todo lo que veo. Pero a pesar del desolado panorama, no puedo dejar de visitar el templo más importante: el del omnipresente Zeus, dios de dioses, líder del Olimpo heleno. De no haber seguido la buena señalización del complejo, no habría podido dar con él. Cuando lo encuentro, me detengo de golpe, trago saliva al observar cientos de bloques de piedra desperdigados. ¿Y el templo? ¿Y la estatua de Zeus, dónde está? La figura del dios ya no existe, las columnatas dóricas se han reducido a su tercera parte y el colosal frontón es ahora un conjunto de piedras, incoherentes unas con otras.

¡Qué poco queda del templo de Zeus! Menos mal, el gran Fidias se encuentra varios metros bajo tierra, de lo contrario, se arrojaría desde lo alto del monte Parnaso al ver la condición de su obra maestra. Es el momento en que invoco a la imaginación para que vuele y reconstruya este templo milenario. Cierro los ojos. Sí, ahora puedo ver sus columnas dóricas erguidas, el mármol de los capiteles refulge nuevamente, cientos de personas rinden culto al indiscutible protector de las ciudades estado; ahí están los atletas que llegan a participar a los juegos, los ciudadanos ilustres, los magistrados, todos con sus atuendos inmaculados; vienen de Esparta y Corintio, de la Magna Grecia, también de las islas Cicladas. Ahora, subo por las escalinatas, despacio, con los pasos seguros, ingreso al templo y veo la monumental figura de doce metros de alto que Fidias hizo de Zeus: rígido en su trono, sosteniendo el cetro coronado por el águila; y posada en su mano derecha, Nike, la diosa alada de la Victoria, patrona de los ganadores de las competencias olímpicas. Me impresiono al ver el parecido que tiene Zeus con el dios o el Jesús cristianos. ¿Será que los romanos se inspiraron en la figura de Zeus para representarlos artísticamente? Bueno, no está lejos de ser verdad; los romanos adoraron, por muchos años, la cultura helena. Pensando esto, percibo que más adelante, durante mi recorrido, algo profundo está a punto de ocurrir.

Me alejo del templo de Zeus y sigo con el recorrido. Camino unos pasos y veo el túnel del tiempo, aquél que me conducirá al estadio olímpico. Cuando lo atravieso, mi imaginación vuelve a hacer de las suyas; me remonto veinticinco siglos atrás, y puedo ver, claramente, a los diecisiete mil espectadores exaltados, alentando frenéticamente a sus atletas. Corren con los cuerpos desnudos, puros, vivos, dando todo de sí en la pista de atletismo. Pero, ¿qué pasa ahora? ¿Están corriendo en cámara lenta, o qué? Pareciera que sí. Qué lejos estaban los antiguos velocistas de los recordmen de las olimpiadas de la actualidad; Moses, Lewis o Bolt podrían correr ebrios y vencerían fácilmente a cualquiera de estos muchachos helenos. Es evidente: hay dos mil quinientos años de diferencia.

Pero existe, además de los records, una brecha aún más grande entre los “juegos” antiguos y los modernos. Y es que, en la antigua Grecia, las Olimpiadas no se reducían a romper marcas en las distintas competencias, sino que llevaban impregnadas un elevado componente espiritual. La competencia, para los atletas antiguos, hacía parte de un rito de purificación del alma; su esfuerzo físico y mental se transformaba en una ofrenda, un tributo espiritual a Zeus, padre de todos los dioses y humanos. Podía existir cualquier tipo de diferencia entre las ciudades estado, sin embargo, los “juegos” no se interrumpían, era una “tregua sagrada” (así lo mencionó Andrés Holguín en sus magnificas “Notas Griegas”). Es claro, pues, que había un consenso a lo largo y ancho de toda Grecia en cuanto al carácter religioso de los Juegos Olímpicos; simple y llanamente porque el culto a Zeus estaba por encima de cualquier mezquindad fronteriza o ambición político-militar de las polis griegas. Otra enorme diferencia con las Olimpiadas de nuestro tiempo, era que en la antigüedad, existía, también, un espacio para las contiendas artísticas: poetas, dramaturgos y músicos mostraban en este recinto sus obras. De esta manera, el gran evento en torno a Zeus, se convertía en una ceremonia integral, en un ritual que elevaba el alma. Pero todo eso ha quedado atrás, enterrado en las fosas oscuras del olvido, porque el tiempo vuela, fluye, pasa, sepulta todo lo que pisa en su camino.

Ahora, me encuentro en medio de la pista atlética. Ya no están los fornidos atletas ni los espectadores bullangueros que mi imaginación había dibujado. Todo se anega de silencio. Los almendros y los pinos se agitan con el viento, y la brisa vuelve a golpear mi rostro, pero esta vez, con mucho más fuerza. Zeus, dios de milenios, ¿qué me quieres decir? De pronto, siento que una sombra me cubre casi por completo, elevo la mirada y veo ante mí algo increíble. Me quedó helado. Un águila me sobrepasa, planea mirando a ambos lados, desciende un poco, ¡ahora está a escasos metros! Agita vigorosamente sus alas color de roble, parece llevar algo entre las garras, ¿qué es? Santo Dios; el águila suelta una culebra viva que se bambolea en el aire. ¡Es Zeus! El ave lanza un graznido mirándome fijamente a los ojos, yo dejo de respirar y le sostengo la mirada. Ahora, vuelve a agitar sus poderosas alas y se eleva, vuela alto hasta convertirse en un punto café que motea el turquesa del cielo. Al cabo de unos segundos reacciono, camino unos pasos hacia adelante, pero la culebra ya ha desaparecido Conmovido por aquella vivencia, abro los brazos y le agradezco a Zeus haberse aparecido frente a mí en esta mañana soleada de agosto.

Salgo del recinto atlético, me siento entre restos de fustes acanalados, a la sombra de pinos y olivos, abro mi cuaderno y no paro de escribir. Decantados los sentimientos, levanto la vista. Tengo los ojos inundados de lágrimas. Encuentro sentido a lo que el gran dios me quiso trasmitir: Zeus me está dando las fuerzas que necesito para seguir mi camino, ¡Sigue adelante!, me dijo con esos ojos enérgicos. Lo puedo sentir así. No sé si estoy delirando, en este momento, eso es lo que menos me importa. Si la Virgen María se apareció en Lourdes, México y Tokio, por qué Zeus, dios de la primera gran civilización de Occidente, no se pudo aparecer aquí, frente a mí. En fin, no pretendo convencer a nadie, pero tengo la certeza que así fue y quedará grabado en mi alma de por vida.
Ahora, me retiro del sitio arqueológico con miles de imágenes atestando mi cabeza. Todo parece cobrar vida en Olimpia. De verdad lo creo. Porque en este santuario mágico, puede que las piedras estén desvencijadas, los fustes cortados, el mármol desportillado y las columnas desbaratadas. Todo, parece, haber sido arrasado por la erosión del tiempo; sin embargo, lo que no se ha llevado ni se llevará nunca es la presencia de los dioses. Ellos aún viven aquí, en Olimpia. Gracias Zeus, gracias por todo esto.

Los escondites del Cronista Errante

¿Dónde ir?….
Museo Arqueológico de OlimpiaTel: 26240 22529; adulto: 6 euros (incl. visita al complejo arqueológico)
Los estudiantes de la Comunidad Europea ingresan gratis.

A doscientos metros del complejo arqueológico, este extraordinario museo permite contextualizar al visitante; por esto, recomiendo que lo recorra al inicio. El ensamblaje que se ha hecho de los frontones del Templo de Zeus es espectacular. No deje de admirar la estatua de mármol de Hermes de Praxíteles.

¿Dónde comer?…O TheaTel: 26240 23264
Precio promedio (platos principales): 5-8 euros

Vale la pena hacer el esfuerzo y subir la colina hasta llegar a Floka, una villa a 1.5 kilómetros de Olimpia. Disfrute de la comida local y de la vista que ofrece la terraza de esta típica taberna familiar. Comience por una ensalada griega y por las sabrosas bolas de zucchini; y de segundo plato, un puerco marinado con huevos y tomate o un cordero al orégano ¡Exquisito!

¿Dónde dormir?….
Pensión Poseidon
Stefanopoulou 9; s-35/d-40/tr-45 euros

Tel: 26240 22567

Situado en el mismo centro de la ciudad, Giourgios y Giourgia, los amables dueños lo atenderán de maravilla. Ha sido recientemente renovado; las habitaciones son limpias, tienen TV y aire acondicionado.

Fotografía: Carlos Modonese

lunes, 23 de agosto de 2010

Werchter, Bélgica: "Festival de rock 2010"

Había llegado al aeropuerto de Charleroi, Bruselas; siete de la noche, vuelo retrasado dos horas y una temperatura que rebasaba los 37 grados, ¡qué calor! Y como es de suponer, en el vuelo de Ryanair no me dieron ni las gracias. Salí del avión y recogí el equipaje; afuera, una pareja de amigos belgas me aguardaban con botellas de agua. Subimos al auto -una Citroën Berlingo del año 2001-, y una hora después habíamos llegado a uno de los enormes parking de Werchter. Caminando con las carpas y los sacos de dormir bajo los brazos, se abría paso Werchter, un apacible pueblito belga ubicado al noreste de Bruselas. Apuntando al cielo azul, la torre de su pintoresca iglesia; y el silencio hasta ese momento, se arrastraba por sus calles empedradas, alejando señales de aglomeraciones de gente.

Sin embargo, la gente fue apareciendo, de a pocos; primero, en su presencia invisible en las miles de bicicletas que atestaban los parkings; y segundo, en las innumerables carpas, una al lado de la otra, cubriendo como una marea multicolor las inmediaciones del festival. ”¡Dios mío! ”– dije para mis adentros. Encontramos un claro en el inmenso verde del camping y plantamos la carpa.

Una vez dentro de la carpa, me disponía a sacar la ropa de la mochila, cuando escucho la voz de mi amigo belga: ”Vamos. Debemos buscar un buen lugar”. Salimos volando, tragos de cerveza; la música se escuchaba muy lejos aún, pero cuando ingresamos al enorme recinto, la voz gutural de Billy Joe Armstrong retumbó con claridad: I can not hear you well, fck*** Belgium. Green Day ya estaba en el escenario, mientras nosotros, como el agua, intentábamos filtrarnos por la derecha y llegar lo más cerca posible. Luego de una hora, entendí porque el festival había recibido - en los años 2003, 2005, 2006 y 2007- el premio Arthur, otorgado al mejor festival del mundo. Un escenario enorme, entrega total de la banda de Berkeley, ochenta mil personas y fuegos artificiales a tope, después de cerrar con aquél famoso coro: It's something unpredictable, but in the end it's right. I hope you had the time of your life. Y eso fue lo que pensé en aquél momento: uno de los mejores momentos de mi vida. Sin embargo, no sabía lo que se venía.

Green Day había cerrado el día a lo grande, pero la fiesta siguió a lado de las carpas. Bastaron unas notas de guitarra para que muchas personas se acercaran a la nuestra. Mi amigo belga comenzó a tocar sin parar, una canción tras otra. Nada de protocolos entre nosotros y los desconocidos, sólo las vibraciones que puede hacer surgir la música; un puñado de cervezas; voces altas, algunas buenas, otras malas, pero todas cantándole a la noche. Y al día siguiente: el amanecer, inesperado. Nos sorprendió con la mirada puesta en unos baños portátiles que atraían a miles de personas. Todos querían ducharse al mismo tiempo. Las filas eran eternas y aburridas; y la temperatura fue un factor más para resistirme al aseo matutino. Tenía cerveza en el brazo, sí; cenizas de puchos en los tobillos, sí; el cuerpo perlado de sudor, sí; pero un día sin ducharse no mata a nadie.

Aparte de la billetera, lo único que revisaba en los bolsillos era el programa, subrayando los nombres de las bandas que físicamente podía ver durante el día. Lo que siguió: un día más de opulencia musical. Florence + The Machine, enérgica revelación femenina, voz de trueno y un dominio absoluto del escenario. Absynthe Minded; la agrupación belga demostró como el jazz puede convivir con el rock perfectamente. El toque pop lo puso Pink, quien no desentonó en un festival de hard rock; realizó un espectacular montaje que se inicio al sol y terminó con un espectáculo aéreo – a lo cirque du soleil - bajo la luna.

Y había llegado el último día: domingo 4 de julio. El reloj marcaba las 14:00; y la verdad estaba algo cansado. No me había bañado en tres días, el calor era insoportable dentro de la carpa y sólo tenía tres hamburguesas en el estómago en las últimas setenta y dos horas. Mientras pensaba en ello, mis amigos belgas aparecieron. Nos dirigimos al parking, a media hora del camping. Fue ahí que nos encontramos con otros amigos que tenían el carro abierto, música y mucha cerveza (para variar). Una hora más tarde, me entró un hambre voraz. Uno de ellos sacó del cooler de las cervezas una bolsa grande con presas de pollo. Pensé que lo iban a calentar en una parrilla, pero no; uno a uno iba tomando pechugas, alas y entrepiernas. Cuando la bolsa llegó a mí, tomé una de las últimas pechugas: estaba congelada. Levanté la mirada y vi como todos comían con avidez. Tenía mucha hambre; así que, miré el pollo, lancé un resoplido y me lancé a arrancarle la carne, cartílago a cartílago, hueso a hueso. Lo devoré, me supo a gloria y sentí un caníbal dentro de mí.

A las cinco de la tarde, como una peregrinación, todos se dirigían al escenario principal. Había llegado el turno para Them Crooked Vultures, un trío de lujo formado por Dave Grohl (Nirvana, Foo Fighters) en la batería, Josh Homme (Kyuss, Queens Of The Stone Age) guitarra y voz, y el legendario John Paul Jones (Led Zeppelin) en el bajo; quien como buen músico de estudio estimuló la improvisación en todo momento. A pesar de los años, ¡cómo sigue tocando el bajo, ese monstruo! Luego nos alejamos del escenario para descansar antes del impacto final.

Cuando el reloj marcaba las 23:00, había llegado el momento: Pearl Jam apareció en el escenario. Mi corazón se aceleró cuando observé a Eddie Vedder saludando al público; bebió un buen par de sorbos de vino y arrancó con la incendiaria guitarra de Do the evolution. Salté como una liebre. Luego, la conmovedora Elderly woman behind the counter in a small town; las infaltables Alive e Even Flow. Las luces bajaron cuando recitó Just Breath del último album; Did I say that I want you, did I say that I need you. No obstante, la energía de la banda los llevó a seguir tocando temas del primer álbum (Ten - 1991): Porch y Why go. Despedida con abrazos; el público salió satisfecho. Y yo, más sucio que nunca, ya no tenía hambre, tampoco sed. Eso sí, me sentía vivo. Créanme, sentirse salvaje por unos días es lo más puro que nos puede ocurrir. Como esa pareja belga, que cerca de los cincuenta años sigue plantando su carpa como cualquier adolescente en un festival de cuatro días. Wrechter no es acorde a su edad, les dicen algunos de sus amigos contemporáneos, bullsh***, responden ellos, la edad es mental. Y sí, mientras uno respire hay que vivir la vida como uno quiere vivirla, y no como otros dicen que debemos hacerlo. El próximo año vuelvo a Werchter (si Dios y el universo, así lo permiten). Nos vemos en unos días.

Los escondites del Cronista Errante
¿Dónde dormir?….
Camping Werchter

Existen alrededor de veinte lugares donde acampar en Werchter. Están divididos en tres zonas. El costo por persona es de 18 euros por los cuatro días de festival. Dentro del camping encontrará los servicios (ducha y baños) y lugares donde comer. A pesar de que los precios están bien, recomiendo comer afuera, no sólo por la variedad, sino porque en los campings la gente suele beber en las cafeterías. Al no fumador, el drástico olor a cigarrillo lo puede incomodar.

¿Dónde comer?…

Dentro del recinto hay mucha variedad, pero también los precios se duplican. Por esto, recomiendo que compre la comida fuera del perímetro del concierto, en donde la oferta también es buena: tacos, ensaladas, thai, pizzas, etc. La mejor opción -para mí gusto- fue la hamburguesa belga: generosa carne y muchos vegetales; y a solo 2.50 euros. Guarde su dinerito para comprar cerveza dentro. El calor y la música se lo pedirán en su momento.

Fotografía: Carlos Modonese

miércoles, 21 de julio de 2010

Madrid, España: "Amanecer en Madrid"


No sé si atribuírselo al calor del verano o al ánimo febril de los madrileños debido a la clasificación de la selección española a la fase final del mundial de Sudáfrica 2010. El vuelo a Bruselas sale a las tres de la tarde; y sin embargo, siendo aún las cinco de la madrugada, me es imposible conciliar el sueño. Hace calor en Madrid, es cierto; pero más allá del latigazo estacional o el vértigo mundialista, creo que el responsable de mi sonambulismo es el viaje que inicio hoy: viernes 2 de Julio de 2010. Tal vez, el más extenso que haya hecho en mi vida.

Hoy, en este amanecer de cielo incendiado, percibo como los latidos del planeta hacen vibrar el concreto negro de Madrid. Lo puedo jurar. Palpita en mis oídos y en cada célula de mi cuerpo; pero sobretodo, en el corazón que tengo en cada uno de los dedos que escriben estas líneas. Con el alba frente a mí, un puñado de preguntas golpean mi mente antes del viaje: ¿será que es mucho tiempo?; ¿qué inconvenientes aparecerán en el camino?; ¿el seguro médico me cubrirá en todos lados? Es evidente, pues, que con este viaje aparezcan los miedos: inevitables compañeros de la vida. De cualquier manera, considero que es el momento de afrontarlos, mirarlos, desnudarlos, pero de igual modo agradecerles. Porque a ellos, también les debo este prolongado periplo. Si no hay miedo, no hay riesgo. Si no hay riesgo, no hay vida.


Lo que sí es cierto, es que voy en búsqueda de algo mucho más profundo que una dilatada aventura. Algo muy ligado al sentir de un mundo que cada día palpita más fuerte dentro de mí. Un mundo con un sentido más amplio que trabajar varias horas al día, comprar carne el día del descuento, quejarme del tráfico y los gobernantes. Y no es que esté en contra del sistema. Por favor, tarde o temprano, de cualquier manera, estamos dentro de él: en la discusión de un proceso electoral o el precio de la gasolina, ya sea en el cine o en el supermercado. Somos parte de él, y no debemos temerle. Tampoco busco desafiarlo ni preguntarme sobre sus orígenes: para eso tengo toda la vida.


Lo que quiero hoy es seguir disfrutando de este amanecer apocalíptico que me colma de inquietudes. Anhelo llegar al aeropuerto de Barajas, sobrevolar Madrid y llegar a Bruselas, donde me recogerán unos amigos belgas, que me llevaran a los campos Wrechter. Es ahí donde se dará – como todos los años -, uno de festivales de rock más reputados: Wrechter 2010. Aunque no soy un gran amigo del camping, me muero por vivir la experiencia de un Woodstock europeo, beber una cerveza Jupiler y cantar durante los cuatro días de festival. Pero sobretodo, deseo sentir como palpitará este planeta. Este que a veces se esconde de mí, pero que siempre va conmigo en la maleta.


Espero que mis lectores, sepan disculparme. Esta vez, por no hablar de Madrid. Su infalible vida nocturna, la actividad cultural y su gente maravillosa merecen un capítulo aparte, que hoy no abordaré. Por eso, no ofrezco lugares de visita ni consejos de hospedaje. Lo que si les puedo obsequiar, junto a esta alborada incomparable, es una esperanza: una invitación a iniciar conmigo este viaje mágico.

Fotografía: Blog Reflejos

viernes, 16 de julio de 2010

Bahía Solano, Colombia: “Ballenas a la vista”


Escuchar a alguien comentar que jura haber visto a un león pavonearse en los Pirineos es tan absurdo como escuchar que un elefante está reproduciéndose en la selva amazónica. Nuestra lógica intentaría salvar a esos lunáticos de sus delirios respondiendo algo como: “Seguro que a un administrador de circo se le olvido asegurar las puertas”, y otro, no menos cuerdo pero que lo rebasaría en creatividad agregaría: “Por el cambio climático deben estar haciendo pruebas de adaptabilidad de especies a otras geografías”. En fin; algo parecido me ocurrió en una parrillada en Bogotá, capital colombiana. Después de discutir acerca del sucesor ideal de Álvaro Uribe y las desgastadas relaciones con Venezuela, pasamos al no tan inevitable como responsable asunto del medio ambiente. Aquella vez que hablábamos sobre el peligro de extinción de algunos cetáceos, un amigo de la vida me comentó que en Bahía Solano se acostumbraba avistar ballenas. “Pero si estamos en el trópico”, le dije. “Vienen de vacaciones”, respondió con una carcajada.

De modo que resolví averiguarlo por mi cuenta; y un fin de semana a inicios de Julio, estaba aterrizando en el aeropuerto de Bahía Solano, ciudad ribereña del Pacífico colombiano que pertenece al Chocó: único departamento de Sudamérica que limita con Panamá, como también, el único que tiene el privilegio de lucir costas en el océano Atlántico y en el Pacífico. No obstante, y pese a la exhuberancia de su paisaje, según el DANE (Departamento Administrativo Nacional de Estadística), la zona es una de las más desfavorecidas de Colombia: el 80% de su población tiene las necesidades básicas insatisfechas.

En el aeropuerto me esperaba un jeep verde, grande y cuadrado, de esos que parecen haber tenido pasado militar. A pesar de los pocos kilómetros que nos separaba del hotel, el recorrido se extendió por más de una hora; el terreno, accidentado y cenagoso, me hizo pensar que en cualquier momento mis riñones se descolgarían. El sujeto me explicó que el mal estado del camino se debía a que el nivel de lluvias de la bahía era uno de los más altos del mundo, y que esta condición hacía muy difícil el desarrollo agrícola de la región. Al cabo de un rato, llegamos al hotel “El Almejal”: un pedazo de terreno frente al mar, sobre el que aparecen sembrados algunos bungalows rodeados de palmeras. En ese momento, sentí el murmullo de los mosquitos pululando sobre mis piernas, empeñados en extraer varios litros de mi sangre. Saqué de la mochila el objeto imperdible y me bañé en repelente. En esa atmósfera densa y virgen, me atendió una señora amable que había decidido –según me contaba-, hacía más de dos décadas, plantar este hotelito en medio de la selva. La pasión por la naturaleza la llevó a entregar su vida al desarrollo sostenible de la región promoviendo la protección de algunas de sus especies más vulnerables: las ballenas jorobadas o yubarta. Cabe resaltar que la temporada de avistamiento de ballenas está dinamizando la economía de la zona, dejando alrededor de setecientos millones de pesos al año (200 mil euros aproximadamente). Finalmente, luego de cenar un buen plato de congrio acompañado de unos patacones fritos, me levanté de la mesa. “Bueno muchacho a dormir se ha dicho –me dijo-. Mañana a las cinco de la madrugada pasarán por ti”.

A las cinco y media alguien pronunció mi nombre. “Muy bien. Ya voy”, respondí y me incorporé rápidamente. Cuando abrí la puerta, encontré a dos jóvenes de piel negra como la noche, ojos blancos y nariz ancha. Por el inmenso parecido asumí que eran mellizos. Después, una vez a bordo, uno de ellos me comentó en tono de sorna: “¡Qué me salve Dios de ser hermano de éste!”. A la hora que partimos rayaba el sol, dibujando una estela de plata sobre el mar. “Así como ustedes, a las ballenas Yubarta también les gusta venir de vacaciones a Colombia”, decía el moreno con una sonrisa en los labios, luego proseguía, “Cuando se ponen muy frías las aguas del sur, el alimento escasea; por eso, parten de la Antártida y cruzan más de 8.000 kilómetros hasta llegar aquí”.

De pronto uno de ellos se levantó y se paró en la punta de la proa, se sacó la gorra azul que incomodaba su visión y puso la mano derecha sobre su frente, como si estuviera vislumbrando algo. “Tenemos una –exclamó volviéndose a su compañero del timonel -. Noventa grados a la derecha. ¡En marcha!”. Cuando el motor comenzó a rugir y la barca enfiló el objetivo, todos pudimos observar que a unos doscientos metros, como un geiser, un enorme chorro de agua emergía del mar. “¡Vieron el chorro!”, vociferó visiblemente exaltado, “Es expulsado por la nariz que está sobre su cabeza. Lo hace cada vez que asciende a la superficie a respirar”, comentó abriendo sus enormes ojos que se escondían debajo de una gorra azul desteñida por la sal de mar.
Hasta que la vimos: un enorme lomo negro haciendo malabarismos. El guía explicó que los saltos, giros y cantos de las ballenas los hacía -en su mayoría- el macho en el momento de cortejo con la hembra. Entre Junio y Noviembre se repite el ciclo de apareamiento, procreación y amamantamiento de los ballenatos. “Por eso dejan el frío de la Antártida”, decía el timonel esbozando una sonrisa pícara, “¡Qué mejor que el agua calientita para hacer todo esto! ¿Cierto?”. Y tenía razón, la tasa de natalidad es asombrosamente alta en esa zona, del 19 al 28 por ciento, según fuentes del WWF.

De modo que el muchacho que se encontraba de pie en la punta de la proa, sintió un movimiento extraño en la embarcación. “¡Detente!”, gritó. El timonel apagó el motor. “Está acá abajo”, dijo el guía con la seguridad de un viejo lobo de mar, y saltó al interior de la barca. De pronto, el mar hizo un efecto extraño y construyó un tumbo ancho; y el azul del mar comenzó a ennegrecerse; y apareció frente a mí, muy cerca, el inacabable lomo negro, la boca atestada de pliegues y los ojos grises examinándome; mi metro ochenta de estatura y setenta y cinco kilogramos contra sus diecisiete metros de longitud y cuarenta toneladas. Luego la ballena se alejó un poco y saltó nuevamente; pero esta vez, hizo un giro, sumergió el lomo y desapareció. Sí. Estuvo ahí, frente a mí; y yo me había quedado inmóvil, boquiabierto, con el pecho oprimido, sin atinar siquiera a presionar el botón de la cámara digital (gracias a Dios un colega me entregó una copia). Puedo confesarles que aun sabiendo que no eran carnívoras; aquél fue un momento en que percibí que la naturaleza me encontró y observó atentamente, alerta, midiendo mis pasos. Fue un momento donde no hubo miedo, tampoco resignación, tan sólo una entrega genuina a aquello que rebasó mis límites.

Los escondites del Cronista Errante

¿Qué más hacer?…
La noche es el momento ideal para admirar el tortugario artificial, donde se protege esta especie marina para liberarla en la temporada de postura, que va desde septiembre hasta diciembre.

A media hora en lancha de Bahía Solano, o dos horas a pie por playas y valles aluviales, se llega a Punta Huina, paradisíaca playa rojiza bañada por el mar cristalino, ideal para la pesca y la práctica del snorkeling.

La Playa de los Deseos es otro encanto de Huina: un territorio solitario de arena oscura y majestuosos acantilados. También las playas del Cotudo y Becerro, donde se realizan inmersiones a pulmón libre y con tanque a las ruinas del ARC Sebastián de Belálcazar, embarcación de la Fuerza Naval del Pacífico que participó en la batalla de Pearl Harbor.

Hacia el sur, bordeando el Pacífico, se encuentra la ensenada de Utría, donde está ubicado el parque natural que alberga cerca de trecientas especies de aves, entre ellas la mayor variedad de murciélagos en Colombia, y hábitat de numerosas especies de ranas de variados colores, y árboles como el abarco, el abrojo, el caimito, el pojoró, la caoba y la palmera milpesos.

¿Qué llevar?
Las aerolíneas limitan el equipaje permitido a 10 kg por persona, por lo que se recomienda llevar:

-Ropa liviana y fresca
-Zapatos tenis para caminatas
-Careta
-Snorkel
-Linterna
-Un buen libro.


Donde comer y dormir…
El Almejal
Es un conjunto de 12 cabañas independientes (tipo palafito) cada una con baño privado, dos habitaciones y terraza; rodeadas de zonas verdes de flora nativa y con piscina natural de agua corriente. También se han diseñado jardines de mariposas a cielo abierto para observar las diferentes especies en su hábitat, un espectáculo natural multicolor. El Lodge está ubicado entre la selva húmeda tropical y una playa de 2 Km. llamada Playa El Almejal. Se ha dispuesto un área del predio como reserva natural con senderos interpretativos, para actividades lúdicas y educativas.

El Lodge funciona bajo los principios de sostenibilidad, basado en la metodología ZERI (Cero emisiones). Produce hierbas aromáticas y vegetales orgánicos que son usados en el restaurante, ellos son producidos en un horticultivo abastecido por lombricultivo y compostaje.

¿Como llegar?

Desde el exterior: vía Avianca, Copa, Air France, Lufthansa o Iberia a las ciudades de Bogotá ó Medellín.

Vía SATENA: Desde Bogotá y Medellín se toma vuelo a Bahía Solano los días Lu-Mi-Vi-Do.

Ya en el aeropuerto de Bahía Solano, se toman los jeeps y chivas que funcionan como colectivos con un recorrido de 14 Km (7 pavimentado y 7 destapada) hacia El Valle, donde se encuentra El ALMEJAL, éste trayecto tarda aproximadamente 40 minutos.
Tarifas: para 2 personas por tres noches
$1.320.000 (500 euros aproximadamente)
Incluye:
- Traslados terrestres aeropuerto – ALMEJAL – aeropuerto en jeeps colectivos
- Alojamiento en cabañas independientes con baño privado
- Desayunos, almuerzos y cenas diarias
- Reserva natural – Acuario- CanotajeTundó
- Recorrido por la comunidad del Valle
- Velada de despedida en el mirador del ALMEJAL
- CD de música autóctona chocoana
- Seguro hotelero e IVA.

No Incluye: Tiquete Aéreo ($480,000 PROMEDIO)-Tasa aeroportuaria en Bahía Solano ($8.000),

OPCIONALES: Avistamiento de ballenas, escalada y rapel, bodysurf, kayak, pesca deportiva.

Para mayor información: almejal@une.net.co
 
Fotografía: Lilián Perez - Fundación Yubarta

Cataratas de Iguazú, parte 2


Recorriendo Misiones de norte a sur, observaba por la ventana esos cientos de kilómetros oxidados; luego de recorrer 250 de ellos, el bus se estacionó. Desperté de un largo sueño y bajé junto a los demás pasajeros; caminé unos metros y encontré un inmenso campo verde, del cual se empinaba un puñado de flores rojas. A lo lejos se podía ver una suerte de fortaleza.

Seguí caminando unos metros y me detuve frente a un portal rojizo: la entrada principal de la antigua reducción jesuítica de San Ignacio Mini. Si bien lo que veíamos no era más que ruinas, el exquisito labrado de sus resquicios mostraba parte de una ciudadela que en el pasado había sido próspera.

Les cuento un poquito de su historia: San Ignacio Mini fue una de las tantas reducciones que fundaron los jesuitas a inicios del s. XVII en Sudamérica. La Compañía de Jesús - como se le conoce a la orden de los jesuitas - fue muy inteligente en su acercamiento a los guaraníes (indios locales), ya que no tuvieron problemas en tolerar particularismos paganos con tal de convertirlos al cristianismo. Por ejemplo: a cambio de aceptar la monogamia, los indígenas celebraban el matrimonio, pero bajo el rito indígena. Además de esto, abandonaron el sedentarismo y comenzaron a tener conciencia de trabajar dentro de una comunidad: dedicando una mitad de su tiempo a las tierras de la colectividad y la otra a las tierras de sus familias. Otras versiones afirman que los indios aceptaron este nuevo modo de vida porque en las reducciones jesuíticas se hallaban protegidos de los bandeirantes (colonos descendientes de portugueses que invadían territorios) y de la explotación en las encomiendas.

Una vez dentro, paseé por los restos de la plaza, el cabildo y las antiguas casas de los misioneros e indígenas. Cabe resaltar que con las reducciones, el proyecto jesuita había su utopía cristiana: la ciudad de Dios en la tierra. La prosperidad material de éstas, permitió financiar la labor de muchos colegios jesuitas a lo largo y ancho de América. Recelosas por el éxito de la Compañía de Jesús, afloraron las críticas provenientes de otras órdenes religiosas. De esta manera, las constantes acusaciones a los jesuitas por el estilo conciliador en la evangelización; así como también, a su aparente resistencia a los tratados fronterizos entre Madrid y Lisboa –sobre los territorios americanos-, hicieron inevitable su expulsión de los dominios de Carlos III en el año 1768.

Cuando la noche aplastó las formas de las Ruinas de San Ignacio, se inició un espectáculo de luces y sonido. Aunque éste me pareció muy corto, lo importante de la visita fue interiorizar como aquella misión jesuita logró no sólo atesorar una gran riqueza material, sino como supo amalgamar un importante sincretismo cultural.

Los escondites del Cronista Errante

¿Qué más visitar?...

Las minas de Wanda


La mayoría de excursiones -en bus-, que parten desde Buenos Aires hacia Las Cataratas de Iguazú, incluyen el paso por las famosas minas de Wanda, donde se halla un yacimiento de piedras semipreciosas de cristales de cuarzo, amatistas, ágatas y topacios. Recostada sobre el caudaloso río Paraná, permite a sus visitantes apreciar este singular atractivo a cielo abierto o al “natural”, como se denomina a esta clase de yacimientos que se encuentran sobre la faz de la tierra.

¿Dónde dormir y comer?…

Hotel Posada La Sorgente
Av. Cordoba 454 - Puerto Iguazú (3700) Misiones, Argentina
Tel: +54 (3757) 422756 / 424252 / 424072
Tarifa (promedio año): 67 euros

Perteneciente a la familia Spinetti, el hotel ofrece un entorno fresco y natural, con un amplio jardín colmado de plantas nativas y coronado por la piscina nutrida por las vertientes. Ubicado a sólo dos cuadras de la terminal de ómnibus y a tres cuadras del centro, este hotel cuenta con 19 habitaciones, todas con doble cama queen size, baño privado, TV por cable, aire acondicionado, Internet, y vista a la piscina y al jardín.

Aqua Restaurant
Cocina: Argentina
Av. Cordoba y Carlos Thays - Puerto Iguazú, CP3370 , Argentina
+54 3757 422064 www.aqvarestaurant.com
Precio medio: 12 €

Este restaurante tiene un toque elegante y los precios son muy parecidos a los abundantes restaurantes de parrilla de la zona. El servicio es excelente y lo más recomendable, además de las pastas, son los pescados de los ríos Paraná e Iguazú: el surubí, dorado y el pacú. Para los niños tienen dibujos y ceras y vajilla de colores.

- Horarios: todos los días de 12 a 24 hs.
- Área de fumadores.
- Baño para personas con capacidades diferentes.
- Wi Fi , acceso a internet libre.
- Aire Acondicionado.
- Tarjetas de Crédito y Débito: American Express, Visa, Mastercard, Electron, Maestro.
- Idiomas: hablamos español, portugués e inglés.

Fotografía: Puerta del Cielo, Ruinas de San Ignacio - Flickr by Alejandro Mariño

Cataratas de Iguazú, parte 1


Rumbo hacia el norte de Buenos Aires, a las once de la mañana, nos sorprendió en plena carretera una manada de hombres encaramada sobre tractores. Protestaban, una vez más, por la carga impositiva a las exportaciones de soja, girasol, trigo y maíz. Me quité los audífonos del iPod para escuchar de la boca de uno de los agricultores, un recital iracundo en contra de la señora Kirchner, responsable de la nefasta política económica que ha llevado casi a la bancarrota a la República Argentina.
“Vamos, a un lado, boludo”, ordenaba el guía. Luego de una hora, los tractores comenzaron a moverse, y finalmente logramos salir del atolladero. El viaje transcurrió de manera normal: un niño chillón que se creía Iron Man, tres películas malas y un aire acondicionado que me hizo un orificio en la garganta. Lo mejor del camino: la amistad que hice con un argentino. “Loco, te vas a morir cuando veas las cataratas”, me decía; luego agregaba, “pero las tenés que ver por el lado argentino. Lo demás no existe”.

A las seis de la tarde, y luego de veintitrés horas (incluida la hora de huelga), ingresábamos a la Av. Brasil, una de las principales arterias de Foz de Iguazú. Lancé un resoplido de alivio al ver que el pequeño Iron Man bajaba en el primer hotel. Media hora después, el vehículo nos dejaba en el nuestro. “A las siete de la mañana pasamos por ti”, apuntó el guía. En la recepción: sonrisas mulatas, aroma de picanha (corte típico de carne de res en Brasil), y un par de caipirinhas antes de salir a dar una vuelta por la ciudad. Aunque el sol estaba próximo a ocultarse, la humedad era cómplice de la febril atmósfera que se respiraba en la ciudad. No resultó difícil ubicarse en el centro de Foz, y menos aún localizar sus bares; toldos blancos y mesas en las calles; cervezas, caipirinhas y prendas ligeras; y mucha, pero mucha samba rock retumbando en los parlantes.

A la mañana siguiente, llamaron por quinta vez a mi habitación: “Senhor; seu bus esta esperando voce”. Dejé el auricular colgando y me duché a la velocidad del rayo. Después de cinco minutos ya me encontraba dentro del vehículo. “Che, casi te dejamos”, me dijo el guía encogiéndose de hombros. Me senté al lado de mi amigo, bebí un trago de Coca-Cola y sonreí por primera vez al escuchar la voz chillona de Iron Man: “¿Por qué el bus no avanza?”. “Ya nos vamos, hijo. Faltaba uno”, replicó el padre.
Fue así que llegamos a las Cataratas de Iguazú. “Ojo. Vas a verlas del lado argentino”, señalaba mi amigo. Tomamos el tren ecológico: solución que dio el gobierno local a las caminatas destructivas que enmugrecían la naturaleza.

Cuando recorríamos los últimos metros en el tren, escuchamos a lo lejos: el sonido de la furia. Descendimos y caminamos sobre una pasarela de hierro y madera. El estruendo parecía crecer con cada paso que dábamos. Y de pronto, el fin: La Garganta del Diablo. Miles de metros cúbicos de agua, cayendo desde una altura de ochenta metros cada segundo.

Una bruma espesa brotaba del fondo de ésta, el aliento del planeta bañaba mi rostro. Me estremecí al sentir aquél rugido feroz; un murmullo infernal que parecía brotar de las entrañas de la tierra. Me agarré fuerte de la baranda, y luego de unos segundos, me alejé de aquella tormenta infinita. Por unos segundos, tuve la sensación que podría haberme devorado.
Luego, en un paseo más calmo pero no menos fragoroso, recorrimos un sendero inferior que nos llevó a divisar otros saltos: Bossetti, Dos Hermanas y San Martín.

De modo que, habíamos terminado de recorrer los saltos por el lado argentino; y ahora, de camino hacia la parte brasilera, nos detuvimos en una explanada enorme atestada de familias de coatíes. Luego de echar un vistazo al museo de la flora y fauna de la reserva, nos montaron en un bus colorido: dos pisos, abierto, pintado de tucanes. Esta vez, el turno era de Brasil. Un guía rubicundo comentaba que las cataratas habían sido descubiertas por Alvar Nuñez Cabeza de Vaca, a mediados del S. XVI, en una travesía que partió desde el océano Atlántico hacia Asunción. “Saltos de Santa María”, la había llamado, pero luego sería reemplazado por el guaraní: Iguazú, que quiere decir: agua grande.

“La mayor parte del territorio de las Cataratas de Iguazú pertenece a la Argentina; de eso no hay dudas…”, el guía se detuvo para tomar un poco de aire, y luego prosiguió, “…pero señores, el espectáculo está en territorio brasilero…es decir: Dios las hizo en Argentina, pero se sentó a verlas en Brasil”, el sujeto explotó en una carcajada, después agregó: “No tenemos argentinos en el bus, ¿cierto?”. Mi amigo lo escuchó, pero no respondió. Él quería evitar la rivalidad de siempre, o mejor dicho, las eternas discusiones: “Maradona o Pelé; “Río de Janeiro o Mar del Plata; Kuerten o Vilas”. Sin embargo, cuando bajamos, me dijo al oído: “Míralas, luego vos me dirás…”
Cuando llegamos, me detuve en frente de ese panorama inigualable. No le dije nada a mi amigo. Quería seguir atravesando las pasarelas, observar todo, y luego darle mi veredicto.

En ese momento, el guía contó la leyenda sobre Naipur: una bella indígena que se entregó al amor de un guerrero, Caroba. Huyó de la aldea con él; juntos atravesaron la espesura de la jungla. El mito contaba que un dios de la selva, malvado y celoso, al enterarse de esto, creó un precipicio en uno de los tramos del río y las aguas se transformaron en unas cataratas enormes. Naipur, arrastrada por la corriente, se convirtió en una roca en el fondo de las cataratas. Al mismo tiempo, el dios convirtió al guerrero en árbol, y lo plantó en la orilla del abismo, para que pudiera ver a su amada, inmóvil para siempre, en el fondo de las aguas.
Después de escuchar la leyenda, abandoné a mi amigo y comencé a recorrer el largo y ancho de las cataratas sobre la pasarela. Caminé y caminé, hasta que llegué a la Garganta del Diablo (ahora, del lado brasilero). Me quedé mudo.

Cuando abordamos el bus de regreso, encontré a mi amigo dentro, pero no le dije nada. El tampoco me lo preguntó. En mi cabeza seguía dando vueltas aquella leyenda prehispánica. Luego de unos minutos, entre el sopor del calor, escuché la voz de Iron Man: “Las cataratas argentinas son las mejores, papá”, “Así se habla, hijo”, arengó el padre.

Los escondites del Cronista Errante

¿Dónde dormir y comer?….

Pousada Evelina
Rua Irlan Kalichewski N0: 171 Vila Yolanda, Foz do Iguacu, Brasil
Tarifa promedio/año: 30 euros

Evelina y su hija dirigen esta pousada, donde la atención y el desayuno son incomparables. Además de tener estructura propia para realizar excursiones, la información para realizarla por cuenta propia está disponible en varios idiomas.

Bufalo Branco ChurrascariaRua Engeneiro Rebouças 530, Foz do Iguacu, Brasil
045/3523-9744
Cocina: Brasileña
Precio medio: 13 € (16 $)

Bufalo, como la llaman en Foz, no sólo podría ser la mejor picanha de la región, sino que la sirven en abundancia. El lugar es limpio, ideal para grupos grandes y posee un salad bar imperdible.

Fotografía: All colors

Copenhague, Dinamarca: "Entre la realidad y la fantasía"


Inconformidad. Eso era lo que se podía leer en los ojos que se paseaban por la escultura de “La Sirenita”. Debo reconocer que en ese momento, yo estaba totalmente de acuerdo con el sentimiento de frustración que brotaba de las miradas de los turistas. Y es que, a simple vista, ese monumento de escasos 1.25 metros no parecía ser gran cosa; y menos aún, si tenía como fondo al inmenso mar Báltico, y a los buques que bordeaban el puerto de Copenhague.

Yo había decidido ir a visitarla, sí; pero sólo por la devoción que le tenía a Hans Christian Andersen, un danés que inscribió su nombre entre los grandes de la literatura universal, después de publicar a inicios del siglo XIX: “Cuentos Populares”. Uno de estos fue “La Sirenita”, el cual los estudios Walt Disney supo ilustrar de manera brillante en una película para niños.

Cuando el panorama se despejó, me acerqué a esa figura de bronce enmohecida por los años de vientos y sal marina. Percibí cierta nostalgia en la mirada de esa sirena, de quien Andersen cuenta que al enamorarse de un príncipe, decide abandonar la inmortalidad en el mar y aceptar la condición finita del ser humano. Me volví nuevamente a esa exquisita figura de bronce fundido – obra de Edward Eriksen en 1913, en honor al célebre relato- y examiné como sus líneas simples mostraban a la aleta de la nereida adoptando la forma de las piernas de una mujer de carne y hueso. Después de unos cuantos minutos de ensimismamiento, observé a los últimos turistas que se retiraban. Sonreí por la paradoja que me ofrecía el personaje fantástico del cuento de Andersen: la inconformidad de los rostros de los visitantes, contrastaba con la voluntad de la sirena por anhelar ser algo diferente a lo que el universo le había otorgado. Y es que pareciese que el escritor, no quería sino evidenciar que el amor es, tal vez, el único sentimiento capaz de motivarnos a cambiar nuestras circunstancias.

Con la fantasía de “La Sirenita” en la cabeza, tomé la bicicleta y en quince minutos llegué a Overgaden Oven Vandet: una hermosa calle atestada de fachadas coloridas que bordea el canal de Christianhavns. Aun cuando el frío de otoño había desnudado a los árboles, la ciudad nos regalaba un cielo azul que cedía el paso a los rayos de sol para que reverberen en las buhardillas de los predios.

Desde este lugar se puede tomar una embarcación colectiva y dar un paseo por los canales de la ciudad y recorrer el puerto de Copenhague; echar un vistazo a la Nueva Opera, la escultura de “La Sirenita” y la fachada del parque de atracciones del Tívoli.
De modo que, después de recorrer casi todo el camino adoquinado de Overgaden Oven Vandet, giré a la derecha y tomé la vía Badsmandstraede con dirección a Christiania: la ciudad libre de Copenhague.

A unos metros de la entrada a Christiania, encontré una larga línea de bicicletas. Pero, ¿qué es este atolladero?- Dije. Me bajé de la bici y decidí llevarla por la acera hasta un estacionamiento y -tal cual funcionan los carritos en los supermercados- la dejé en un puesto libre y recuperé las veinte coronas que había depositado horas antes, cuando la retiré de otra estación. Y es que se puede afirmar que Copenhague es sinónimo de bicicleta: son de uso público y el 37% de la población la utiliza como medio de transporte. No importa si se trata de señores o niños; altos ejecutivos o carteros; solteros o familias enteras; todos, absolutamente todos transcurren por la ciudad encima de ellas. De esta manera, los ciudadanos daneses colaboran con el medio ambiente, hacen deporte, sortean el tráfico de las avenidas, y por qué no decirlo, evitan los elevados impuestos a los que están sujetos los automotores.

Después de estacionar la bicicleta me sumergí en la fantasía de Christiania, un barrio que alberga una comunidad hippie desde 1971, cuando el ejército danés abandonó un antiguo cuartel. En la actualidad, casi un millar de personas hace parte de este pacífico lugar, siendo fiel a una filosofía anti-capitalista que se basa en el autoabastecimiento. Irónicamente, en algún momento, sus habitantes promovieron marchas separatistas, pero éstas siempre fueron rápidamente controladas por el gobierno danés.
Les confieso que luego de pasear por las pulcras calles de la capital danesa, me sentí algo desorientado al ingresar a este suburbio. Sobre todo cuando vi a dos ancianos de barba larga bebiendo whiskey y jugando a las carreras en sus sillas de ruedas. Busqué un área verde, me tumbé y retomé la lectura de “Cuentos Populares”. Luego de una hora, escuché, a lo lejos, los acordes de una guitarra folk y una voz laxa, similar a la de Jerry García.

¿De dónde vendrá esa música?, me preguntaba. Dejé que el oído me guiará; y atravesé casas untadas de arte callejero, cafés con exposiciones de pintura, tiendas de artesanías, proyectos de arquitectura ecológica, y mucho, pero mucho aroma a cannabis fresco que brotaba de los huertos. Compré una cerveza en una tienda y me acerqué a esa banda improvisada, mixtura de sangre danesa y turca, sonrisa al viento y vinchas de arco iris, que tocaba el clásico “Casey Jones” de Grateful Dead. Una vez liquidada la birra, miré el reloj que marcaba las cinco de la tarde y abandoné el pintoresco barrio de Christiania.

Regresé al parqueadero de bicicletas, deposité veinte coronas y transcurrí por la costa báltica. Después de cuarenta y cinco minutos, había llegado a los Baños Marítimos de Kastrup. Hacía mucho tiempo que deseaba ver este proyecto ecológico, obra del arquitecto Fredrik Pettersson. El complejo tiene baños y el ingreso es gratuito. Sus cálidas plataformas de madera, protegidas por los vientos, tienen el propósito de invitar a gente de todas las edades a conectarse con el mar.
Moría de ganas por saltar al agua desde una de sus plataformas, pero el frío era tremendo. Me quedé observando un buen rato su estructura, la cual nos demuestra que para crear proyectos de esparcimiento público, no necesariamente se necesitan grandes recursos: sólo un poco de fantasía y saber plasmarla en la realidad.

Los escondites del Cronista Errante
¿Qué más visitar?….

Los jardines del Tívoli

Situado en el corazón de la ciudad y abierto al público desde 1843, el Tívoli es el segundo parque de diversiones más grande de Dinamarca después del Bakken. Está compuesto por dos partes; la primera, los jardines donde florecen más de cien mil flores; la segunda, donde se encuentra la sala de conciertos, los escenarios al aire libre y el parque de atracciones,. No te pierdas los fuegos artificiales del lago Tivoli (se realizan dos veces por semana).
Precios: adultos, 11 euros y niños, 6 euros

La Nueva Opera de Copenhague
Tiene un lugar entre las modernas construcciones para ópera del mundo. Se encuentra ubicado en el islote de Holmen y fue una donación a la ciudad del magnate naviero Mærsk Mc-Kinney Møller. El diseño estuvo en las manos del estudio de arquitectura del danés Henning Larsen Tegnestue. Fue inaugurado en el 2005 y su auditorio tiene una capacidad para acomodar entre 1.400 y 1.500 espectadores.

¿Dónde dormir y comer?…

Hotel Zleep Ballerup
Marbaekvej 6, Copenhague 2750, Dinamarca
Tarifa promedio/año: 95 euros

No es tarea fácil recomendar un hotel en un país donde los precios doblan el promedio europeo. Zleep es un hotel limpio con habitaciones simples; el servicio es cálido y amable; pero el único inconveniente es que el trayecto en bus hasta el centro de Copenhague le tomará aproximadamente cuarenta minutos.

Restaurante Zeleste
Store Strandstræde 6, Copenhague, Dinamarca
Cocina: Marisco, Francesa

A pesar de no ser un restaurante gourmet, su atmósfera es acogedora y está ubicado al lado Nyhavn, uno de los puntos más agradables de la ciudad. Los platos de carnes de res y venado son muy recomendables. Tiene mesas adentro y en el patio del restaurante.

Fotografía: Blog sobre turismo