miércoles, 27 de julio de 2016

Dos a popular

Ayer a las tres de la tarde llegué al módulo de Teleticket en el supermercado de la avenida Pardo, hora en que creía, inocentemente, que no encontraría esa fila que salía del supermercado como la cola de un dinosaurio.
El tipo que estaba delante de mí giró medio cuerpo y me escrutó con cara de pocos amigos, de ningún amigo en su vida, pensé. Una mirada altiva, como si solo él poseyera el mérito de estar en ese concierto que ha dado vueltas en mi cabeza todos estos días desde que lo anunciaron: Guns n´ Roses en Perú.
En el 2010, el vocalista Axl Rose vino a tocar a Lima con su banda. Pero ahora la historia es muy distinta, el 27 de octubre estará por primera vez frente a nosotros la columna vertebral de la mítica banda de Hollywood que se formó en 1985, treinta años que han pasado como un cometa: Axl Rose, Slash y Duff Mc Hagan. 

Pero lo que quiero compartir es que, después de media hora en esa fila somnífera, como esas coincidencias que uno no se explica en la vida, vi ingresar al supermercado a Jota, un viejo amigo mío. Caminaba con las manos en los bolsillos y lo seguía su hija, de seis años. “Acabo de llegar a Lima – me dijo-, solo he venido para comprar las entradas”. En un contexto normal no tendría sentido alguno contar este encuentro, pero es que con Jota y Hache, a los catorce años, decidimos formar una banda de rock en Chincha.
“Qué entrada vas a comprar”, le pregunté. “Popular -me respondió Jota-. Están caras, compadre, y voy con mi esposa”. Su hija se trepaba por sus hombros y le jalaba el cuello hacia atrás. Lo entendía perfectamente, pero ni hablar, por más que estén gordos yo que quería ver a estos tipos lo más cerca posible. “¿Y tú? - me dijo -, ¿cuál vas a comprar?”. “Oriente -le mentí, realmente quería comprar Occidente A-. Pero, Jota – le dije –, nos tomamos unas chelas antes de todas maneras”. “Ok, sí, normal”, respondió Jota, fijando la mirada en el suelo y haciendo pataditas en el aire.
Nos quedamos en silencio unos minutos, mirando la larga fila que nos esperaba. De pronto el silencio se rompió: “Oye – Jota puso su mano en mi hombro -, te acuerdas cuando no te dejamos ser baterista”. Sonreí al recordarlo. Era verdad: yo siempre quise ser baterista, pero a esa edad mis ahorros solo me alcanzaron para comprar una tarola, un platillo hit-hat charles y el bombo. Las tres piezas de segunda, muy viejas. Una tarde adolescente, Hache sacó su guitarra acústica y, en el techo de mi casa, rasgó los acordes frescos de “Used to love her”. Jota se dio cuenta que yo no cogía el ritmo con la tarola y me relegó a la voz. Así que me compré una peluca pelirroja para emular los movimientos de Axl y los tres nos propusimos avanzar. Lo cierto es que el único que sí podíamos afirmar que tocaba algo era Hache. Consagró tantas horas de ensayo que llegó a tocar de memoria todos los solos de Slash. Al escucharlo tocar lo observábamos con admiración, pero cuando la canción terminaba una inevitable sonrisa de envidia nos rebasaba. Porque día a día Hache progresaba, y en mí y en Jota, se iba apagando, lentamente, ese sueño de caminar juntos en la senda del rock. Sin embargo, un día, la profesora de un colegio se enteró que tocábamos en el techo de mi casa, y que mi papá subió un día a la azotea y al ver ese amplificador, la batería y la guitarra conectados y unidos, en un nido de cordones umbilicales, a nuestros brazos, dijo, “Oye, Carlos, ¿tú estás loco, qué te pasa?”. Lo cierto es que a la semana siguiente estábamos en un colegio en Chincha, parados en un escenario con poca luz, al frente de treinta filas de banquetas anticucheras, a punto de tocar solo tres temas de Guns n`Roses. “Era por el Día del Maestro”, me recordó Jota y no sé a quien, carajo, se le ocurrió ubicarnos entre un cover de Las chicas del Can y una marinera. Pésimo. Pero nada importaba en ese momento, porque cuando la tarola retumbó el inicio de Paradise City, los de quinto de media, que se ubicaban en las tribunas de cemento de la canchita de fulbito, fumando a tientas, hicieron espirales de cerveza en el aire y los sacaron del colegio. No hay ninguna foto, ningún video que haya sobrevivido a ese día, pero siempre que me encuentro con Jota lo recordamos como una hazaña. “Y luego vino Patience –recordó Jota -. Ahí ya se calmaron los ánimos porque es lenta, pues, hermano, las profesoras felices”. Pero la canción que yo no iba a olvidar nunca en mi vida fue con la cerramos nuestro número. Se me vino a la memoria esa primera línea de Live and Let Die: When you were young and your heart was an open book. You used to say live and let live (Cuando eras joven y tu corazón era un libro abierto. Solías decir, vive y deja vivir). Tuve un golpe de emoción en el pecho. “¿Te acuerdas de esa?”, me dijo, Jota, que ya había sacado las manos de los bolsillos para amagar tocar la guitarra. Se movía nervioso en la cola, de un lado a otro. Después de comprar sus entradas, Jota me dio un abrazo rockero. “Nos hablamos, compadre, estamos en contacto”, me dijo. Yo lo vi de espaldas, alejándose, saliendo del supermercado hasta desaparecer entre la tormenta humana de la avenida Pardo, cuando una voz femenina me hizo volver a tierra: “Señor, ¿qué sector del estadio va a comprar: Occidente, Oriente…”. “No, señorita –la interrumpí –. Deme dos a popular”.


miércoles, 13 de julio de 2016

Demolition



¿Qué pasa cuando nos desconectamos?
De repente ni siquiera sonreímos al escuchar una historia que nos parece graciosa.
Cuando nos están hablando y la cabeza está en otra escena, pasada o futura.
La distracción nos puede envolver en cualquier momento, claro, lo inesperado es cuando frente a un suceso trágico, el cuerpo se atrinchera y evita que nuestras emociones conecten con él.

Esta situación se torna universal al ver el inicio de Demolition: Davis Mitchell (
Jake Gyllenhaal), banquero exitoso, acaba de perder a su esposa.
Murió en un accidente en auto, a su lado, y Davis, está ahí, preguntándose porque la máquina expendedora del hospital se malogró.
Davis solo atina a escribir al Servicio al Cliente para que le expliquen, por favor, por qué si dejó caer la moneda, el snack se atracó justo antes de suspenderse en al aire.
"Encontré esto molesto porque estaba hambriento. Y también porque mi esposa había muerto diez minutos antes". Así firma la carta, escrita de puño y letra. Y el suegro, otro logro importante de Chris Cooper(American Beauty, 1999/Capote, 2005), no sabe qué puede estar pasando por la cabeza de su yerno.
 

¿Qué pasaría con Davis, realmente? Porque la frialdad interpretada por Jake Gyllenhaal (Brokeback Mountain, 2005/Nightcrawler, 2014) es inquietante.
Me hace pensar que el director de la película, el canadiense Jean Marc Vallé (Dallas Buyers Club, 2013/Wild, 2014), al leer el guión conectó con la gelidez del personaje principal y, quizá, le hizo recordar una lectura de su juventud, “El extranjero”, de Albert Camus, y su impactante inicio:
“Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé. Recibí un telegrama del asilo: «Falleció su madre. Entierro mañana. Sentidas condolencias.» Pero no quiere decir nada. Quizá haya sido ayer.”

La banda sonora y la fotografía son de un cuidado reconocible, pero lo más importante es la metáfora escogida para la película: "Para arreglar algo hay que desarmarlo todo", le sugiere el suegro al saber que tiene un refrigerador malogrado. Y en ese preciso instante, Davis Mitchell
parece comprender qué debía hacer para conectar con un mundo que hasta ese día parecía serle totalmente ajeno: Demolerlo todo, lo tangible y lo intangible, lo que ve y lo que no ve, lo que siente y todo aquello que conserve el perfume del recuerdo. Y en la búsqueda de ese sentido, nosotros también subimos al metro con Davis, corremos por la playa y perseguimos gaviotas al lado Karen Moreno (Naomi Watts) y tocamos la guitarra con su hijo adolescente, interpretado brillantemente por Judah Lewis.
Demoler para volver a crear, una de las claves de la poiesis de
Jean Marc Vallé.

 Foto: Spletnik, Rusia

jueves, 7 de julio de 2016

La riqueza de los otros

Hoy fue mi último día en la UPC.
No se lo dije a nadie en la clase para evitar un momento vulnerable; sin embargo, hay que expresar en el momento lo que está pasando por dentro, es lo propio además de saludable.

Si hay algo que aprendí en esta etapa se resume en la brecha que hubo entre el primer día de clases y mis últimos minutos, hoy, en la universidad. 

Como olvidarlo: ese primer día llegué preparado como para un combate, llevaba con precisión matemática el tiempo que dedicaría a cada diapositiva, la alarma puesta para tomar la lista, los ojos fijos en los que no dejan el celular ni un segundo de sus vidas, la información que desarrollaría desde el inicio hasta el minuto final de las dos horas. 


Todo eso se derrumbó: los chicos me enseñaron a darme cuenta que, al igual que en el ejercicio de escribir una novela, donde la historia cobra vida propia mientras se está tejiendo, en la clase, los alumnos no son grabadoras, ¡preguntan!, tienen inquietudes, quieren comprender un poco más. Ay, las preguntas; situaciones que enfrentaba con respiraciones profundas y sudor en las manos, porque mi cabeza estaba más preocupada en dar la lección que en descubrir algo con ellos.
Después de año y medio enseñando, me di cuenta que la clase asume su propio curso vital cuando los chicos preguntan, se entusiasman al dar su punto de vista y perciben que hay alguien que los escucha con el mismo respeto que exigimos los profesores al dar la clase. Y así no tengamos todas las certezas en algunas situaciones, sembramos un diálogo fecundo que nos enriquece solo por eso: no saber qué responder.


De regreso a casa en la ETUSA no encontré a Daniel Lavalle, el salsero del bus morado, para que su música me alegrara la noche.
Pero si comprendí el aprendizaje de este año y medio al leer en un texto la frase del estadista inglés, Benjamin Disraeli: "Lo mejor que podemos hacer por otro no es solo compartir con él nuestras riquezas, sino mostrarle las suyas".
 


Foto: Benjamin Disraeli