domingo, 3 de octubre de 2010

Olimpia, Grecia: “La magia de Olimpia”


Amanece en el Adriático; el cielo es un arcoíris infinito que une mar y tierra; las montañas azules, dominan el paso de esta máquina del tiempo: el ferry en el que la noche anterior había abandonado el taco de la bota Itálica. Ya han pasado diez horas desde que salí de la costa de Brindisi, y mi cabeza, pletórica de imágenes, aún no descansa; mis pupilas, quieren devorar este mar plateado, que fluye como la vida, que no opone resistencia al paso de una embarcación que avanza firme en el tiempo, encaprichado por unir con un hilo invisible el mundo conocido y el ignorado. Sin embargo, la alborada también ofrece una tregua a mi alma; la mente se esclarece, estoy abandonando la era romana, la de Augusto, y avanzo, imperiosamente, hacia un tiempo aún más remoto, el del mundo griego, el de Pericles. Avanzo hacia el pasado en este barco, un artilugio que cruza milenios desde el mar Adriático hasta el Jónico, parece desesperado por llegar y dibuja estelas blancas sobre estas aguas azules, límpidas de principio a fin; las montañas nos observan, y aquí estoy yo, parado sobre la proa, como un marino del presente que anhela encontrar su origen en lo clásico, buscando el germen de lo que hoy somos en lo inmutable, lo eterno.

Y llegamos a tierras griegas, a Patras, puerto griego del norte de la Península del Peloponeso; tomo un bus rumbo al sur, y después de unas horas –previa escala en Pyrgos-, arribo a Olimpia. Es sorprendente descubrir como un pueblito de escasas mil personas, puede albergar uno de los tesoros más grandes del mundo occidental: la tierra de los Juegos Olímpicos, iniciados en el 776 a.C. A pocos metros de la parada del bus se encuentra el sitio arqueológico; antes de ingresar, visito los dos museos que lo rodean; el museo arqueológico, que preserva las esculturas del santuario; y el museo de las Olimpiadas, inaugurado después de los Juegos Olímpicos de Atenas (2004). La contextualización fue fundamental, y al final del recorrido me doy cuenta que bien valió la pena recorrerlos; ahora, estoy listo para emprender el viaje al pasado mágico de los griegos.
Pero, ¿qué pasó acá?, me pregunto al ingresar, ¿acaso pusieron una bomba atómica? Y es cierto; lo que veo a mi derecha son los restos del Gimnasio, donde los antiguos griegos se entrenaban para participar en las carreras, el lanzamiento del disco o la jabalina. Desafortunadamente, de aquél gran edificio, sólo alcanzo a ver un conjunto de pilastras desbaratadas, tallos de concreto mutilados por la espada del tiempo. Una lástima.

Desalentado por el estado calamitoso del gimnasio, decido seguir adelante; luego de avanzar unos cuantos metros, elevo la mirada y descubro a la izquierda el Felipión. Me maravillo ante la perfección de su base circular, suspiro al percibir el coraje con el que se sostienen, todavía, tres de sus columnas jónicas: clásicas, invencibles, capaces de capturar la atención de cualquier ser vivo. Mientras las examino, siento como la brisa acaricia mis oídos, la naturaleza parece decirme algo, ¿estará murmurando un presagio?, ¿serán las voces de los dioses?, ¿Apolo me querrá decir algo, o bien su hermana Artemisa, o acaso Hera? No; locuras mías que se me ocurren en Olimpia. Continúo recorriendo esta tierra, sagrada para los antiguos griegos durante más de mil años, profanada por los romanos - en el siglo IV d.C.-, quienes, fieles a su nuevo credo (el cristianismo), no sólo prohibieron los juegos por su “oscuro” paganismo, sino que devastaron las estatuas y templos, los ritos y tradiciones de toda una era.

Lo que sí es cierto es que de la magia de Olimpia, nada queda. Sólo ruinas. Ruinas tristes es todo lo que veo. Pero a pesar del desolado panorama, no puedo dejar de visitar el templo más importante: el del omnipresente Zeus, dios de dioses, líder del Olimpo heleno. De no haber seguido la buena señalización del complejo, no habría podido dar con él. Cuando lo encuentro, me detengo de golpe, trago saliva al observar cientos de bloques de piedra desperdigados. ¿Y el templo? ¿Y la estatua de Zeus, dónde está? La figura del dios ya no existe, las columnatas dóricas se han reducido a su tercera parte y el colosal frontón es ahora un conjunto de piedras, incoherentes unas con otras.

¡Qué poco queda del templo de Zeus! Menos mal, el gran Fidias se encuentra varios metros bajo tierra, de lo contrario, se arrojaría desde lo alto del monte Parnaso al ver la condición de su obra maestra. Es el momento en que invoco a la imaginación para que vuele y reconstruya este templo milenario. Cierro los ojos. Sí, ahora puedo ver sus columnas dóricas erguidas, el mármol de los capiteles refulge nuevamente, cientos de personas rinden culto al indiscutible protector de las ciudades estado; ahí están los atletas que llegan a participar a los juegos, los ciudadanos ilustres, los magistrados, todos con sus atuendos inmaculados; vienen de Esparta y Corintio, de la Magna Grecia, también de las islas Cicladas. Ahora, subo por las escalinatas, despacio, con los pasos seguros, ingreso al templo y veo la monumental figura de doce metros de alto que Fidias hizo de Zeus: rígido en su trono, sosteniendo el cetro coronado por el águila; y posada en su mano derecha, Nike, la diosa alada de la Victoria, patrona de los ganadores de las competencias olímpicas. Me impresiono al ver el parecido que tiene Zeus con el dios o el Jesús cristianos. ¿Será que los romanos se inspiraron en la figura de Zeus para representarlos artísticamente? Bueno, no está lejos de ser verdad; los romanos adoraron, por muchos años, la cultura helena. Pensando esto, percibo que más adelante, durante mi recorrido, algo profundo está a punto de ocurrir.

Me alejo del templo de Zeus y sigo con el recorrido. Camino unos pasos y veo el túnel del tiempo, aquél que me conducirá al estadio olímpico. Cuando lo atravieso, mi imaginación vuelve a hacer de las suyas; me remonto veinticinco siglos atrás, y puedo ver, claramente, a los diecisiete mil espectadores exaltados, alentando frenéticamente a sus atletas. Corren con los cuerpos desnudos, puros, vivos, dando todo de sí en la pista de atletismo. Pero, ¿qué pasa ahora? ¿Están corriendo en cámara lenta, o qué? Pareciera que sí. Qué lejos estaban los antiguos velocistas de los recordmen de las olimpiadas de la actualidad; Moses, Lewis o Bolt podrían correr ebrios y vencerían fácilmente a cualquiera de estos muchachos helenos. Es evidente: hay dos mil quinientos años de diferencia.

Pero existe, además de los records, una brecha aún más grande entre los “juegos” antiguos y los modernos. Y es que, en la antigua Grecia, las Olimpiadas no se reducían a romper marcas en las distintas competencias, sino que llevaban impregnadas un elevado componente espiritual. La competencia, para los atletas antiguos, hacía parte de un rito de purificación del alma; su esfuerzo físico y mental se transformaba en una ofrenda, un tributo espiritual a Zeus, padre de todos los dioses y humanos. Podía existir cualquier tipo de diferencia entre las ciudades estado, sin embargo, los “juegos” no se interrumpían, era una “tregua sagrada” (así lo mencionó Andrés Holguín en sus magnificas “Notas Griegas”). Es claro, pues, que había un consenso a lo largo y ancho de toda Grecia en cuanto al carácter religioso de los Juegos Olímpicos; simple y llanamente porque el culto a Zeus estaba por encima de cualquier mezquindad fronteriza o ambición político-militar de las polis griegas. Otra enorme diferencia con las Olimpiadas de nuestro tiempo, era que en la antigüedad, existía, también, un espacio para las contiendas artísticas: poetas, dramaturgos y músicos mostraban en este recinto sus obras. De esta manera, el gran evento en torno a Zeus, se convertía en una ceremonia integral, en un ritual que elevaba el alma. Pero todo eso ha quedado atrás, enterrado en las fosas oscuras del olvido, porque el tiempo vuela, fluye, pasa, sepulta todo lo que pisa en su camino.

Ahora, me encuentro en medio de la pista atlética. Ya no están los fornidos atletas ni los espectadores bullangueros que mi imaginación había dibujado. Todo se anega de silencio. Los almendros y los pinos se agitan con el viento, y la brisa vuelve a golpear mi rostro, pero esta vez, con mucho más fuerza. Zeus, dios de milenios, ¿qué me quieres decir? De pronto, siento que una sombra me cubre casi por completo, elevo la mirada y veo ante mí algo increíble. Me quedó helado. Un águila me sobrepasa, planea mirando a ambos lados, desciende un poco, ¡ahora está a escasos metros! Agita vigorosamente sus alas color de roble, parece llevar algo entre las garras, ¿qué es? Santo Dios; el águila suelta una culebra viva que se bambolea en el aire. ¡Es Zeus! El ave lanza un graznido mirándome fijamente a los ojos, yo dejo de respirar y le sostengo la mirada. Ahora, vuelve a agitar sus poderosas alas y se eleva, vuela alto hasta convertirse en un punto café que motea el turquesa del cielo. Al cabo de unos segundos reacciono, camino unos pasos hacia adelante, pero la culebra ya ha desaparecido Conmovido por aquella vivencia, abro los brazos y le agradezco a Zeus haberse aparecido frente a mí en esta mañana soleada de agosto.

Salgo del recinto atlético, me siento entre restos de fustes acanalados, a la sombra de pinos y olivos, abro mi cuaderno y no paro de escribir. Decantados los sentimientos, levanto la vista. Tengo los ojos inundados de lágrimas. Encuentro sentido a lo que el gran dios me quiso trasmitir: Zeus me está dando las fuerzas que necesito para seguir mi camino, ¡Sigue adelante!, me dijo con esos ojos enérgicos. Lo puedo sentir así. No sé si estoy delirando, en este momento, eso es lo que menos me importa. Si la Virgen María se apareció en Lourdes, México y Tokio, por qué Zeus, dios de la primera gran civilización de Occidente, no se pudo aparecer aquí, frente a mí. En fin, no pretendo convencer a nadie, pero tengo la certeza que así fue y quedará grabado en mi alma de por vida.
Ahora, me retiro del sitio arqueológico con miles de imágenes atestando mi cabeza. Todo parece cobrar vida en Olimpia. De verdad lo creo. Porque en este santuario mágico, puede que las piedras estén desvencijadas, los fustes cortados, el mármol desportillado y las columnas desbaratadas. Todo, parece, haber sido arrasado por la erosión del tiempo; sin embargo, lo que no se ha llevado ni se llevará nunca es la presencia de los dioses. Ellos aún viven aquí, en Olimpia. Gracias Zeus, gracias por todo esto.

Los escondites del Cronista Errante

¿Dónde ir?….
Museo Arqueológico de OlimpiaTel: 26240 22529; adulto: 6 euros (incl. visita al complejo arqueológico)
Los estudiantes de la Comunidad Europea ingresan gratis.

A doscientos metros del complejo arqueológico, este extraordinario museo permite contextualizar al visitante; por esto, recomiendo que lo recorra al inicio. El ensamblaje que se ha hecho de los frontones del Templo de Zeus es espectacular. No deje de admirar la estatua de mármol de Hermes de Praxíteles.

¿Dónde comer?…O TheaTel: 26240 23264
Precio promedio (platos principales): 5-8 euros

Vale la pena hacer el esfuerzo y subir la colina hasta llegar a Floka, una villa a 1.5 kilómetros de Olimpia. Disfrute de la comida local y de la vista que ofrece la terraza de esta típica taberna familiar. Comience por una ensalada griega y por las sabrosas bolas de zucchini; y de segundo plato, un puerco marinado con huevos y tomate o un cordero al orégano ¡Exquisito!

¿Dónde dormir?….
Pensión Poseidon
Stefanopoulou 9; s-35/d-40/tr-45 euros

Tel: 26240 22567

Situado en el mismo centro de la ciudad, Giourgios y Giourgia, los amables dueños lo atenderán de maravilla. Ha sido recientemente renovado; las habitaciones son limpias, tienen TV y aire acondicionado.

Fotografía: Carlos Modonese

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