martes, 22 de septiembre de 2009

París, Francia: "Una luz en Montmartre"


En verdad les digo, hacia las seis de la tarde no había encontrado lo que andaba buscando en Montmartre. Ese barrio que decían había sido cuna de la bohemia parisina a partir de mediados del siglo XIX, lucía esa tarde abarrotada de turistas apretujados, y yo, como una ovejita más del rebaño subía entre ellos, somnoliento y agobiado, por las escaleras que nos llevaría al Sacre Coeur. Mientras los jardines de la empinada cuesta lucían cubiertos de jóvenes porro-en-mano escuchando a un moreno desgarbado cantando “Redemption Song” de Bob Marley, yo luchaba por esquivar a miles de hombres que ofrecían cinco llaveros de la Torre Eiffel a un euro. Cuando llegué a la cima, apareció frente a mí aquella iglesia de enorme cúpula bizantina, vigilante sobre la montaña, tan blanca que parecía hecha de nieve. La escalada había valido la pena pero la angustiante multitud me obligó a refugiarme detrás de ella. Bajo la sombra de su imponente figura y de las gárgolas guardianas incrustadas en sus paredes, lejos del bullicio, los kebabs y crepes de nutella, encontré un café minúsculo con la madera pintada de azul y toldo amarillo. La luz crepuscular invadía su interior cubriéndola con un manto de paz que me invitó sentarme. “Un café largo por favor” – Ordené al único mesero del lugar. Levanté la mirada y vi a un hombre vestido con una camisa blanca y gabán azul desteñido pintando sobre un lienzo en el extremo opuesto del café, casi en la esquina donde dos callecitas se cruzaban. Me puse de pie para apreciar su trabajo, cuando percibió que me acercaba se protegió dándome la espalda. Ante ese gesto me detuve y cuando iba a dar la media vuelta, me lanzó un silbidito de canario e hizo un gesto con la mano invitándome a tomar asiento. Su perfil estaba marcado por un ceño fruncido, concentrado en lo que quería reflejar en el lienzo. Me gustó notar que tomaba lo que hacía con seriedad. Llevaba el pelo engominado peinado hacia atrás y una barba roja tupida con algunas canas sembradas. Lentamente me senté a su lado para no interrumpirlo. De pronto una gata negra salió debajo de la mesa, saltó a sus piernas, abrió sus tremendos ojos amarillos y me miró fijamente como alertándome “¿Cleopatra qué pasa? El señor es un amigo. Debes ser mas amable” El pintor hizo una pausa, relajó su frente y mientras le hacía unas caricias bebió un sorbo del vaso de agua que había sobre la mesa.

− ¿Por qué no mezcla los colores en su paleta? – Pregunté.
− Yo pongo los colores uno al lado del otro –Me explicó señalando el lienzo-. Es la sensibilidad del ojo humano la que debe hacer el trabajo de mezcla.
− Existen infinitas posibilidades mezclando los colores en la paleta - Repliqué.
− Hijo. Yo pinto. No tomo fotografías –Sentenció.
− ¿Qué lo trajo a Paris?
− El arte, la vida, -le decía gesticulando con las manos- pero sobretodo la atmósfera de la que tanto hablan, oxígeno para todo artista.

Él no respondió y luego les juro que me sorprendió.

− ¿Porqué quiere ser escritor? – Me preguntó
− ¿Por qué pregunta eso?
− Veo que lleva una libreta pequeña. Es ahí donde toma apuntes ¿No es así? Tengo amigos escritores que hacen lo mismo. ¡Ay la memoria de los escritores! –decía tomándose la cabeza sonriendo-. Siempre les falla por estar metidos en sus burbujas.

Era la primera vez que sonreía desde que empezamos a conversar. Que tipo tan intuitivo –Dije para mis adentros-. ¿En que momento se habría dado cuenta de la libreta? ¡Si no deja de mirar el lienzo! En fin.

Ensimismado, sobre una noche estrellada, trazaba con pinceladas libres algunas nubes de apariencia arremolinada que se ahogaban en el infinito de su centro.

− ¿Porqué quiere ser escritor? – Insistió.

Dejé el vaso sobre la mesa, me tomé la barbilla y empecé a cavilar algo nervioso.

− Con la escritura siento que libero emociones. Con ella disfruto alegrando a los demás.
− Olvídese de los demás. Piensa en lo que tú quieres de la escritura y proyéctalo.

Les digo que yo no entendía porque ese tipo me decía todo eso, pero su sabiduría callejera me animó a pedir ya no un café sino una cerveza. Le ofrecí una al artista pero se negó a recibirla. Insistí un poco más, él hizo una sonrisa de medio lado y asintió. “Dos cervezas por favor”- Ordené al mesero.

− ¿Usted no libera emociones cuando pinta? – Pregunté.
− Claro que sí, pero la pintura es más que una catarsis muchacho. Con ella lo que busco es expresar Mi Verdad y no La Verdad. Eso te da el carácter en un medio donde lo más fácil es copiar. Lo genuino no tiene precio.
- Fíjate –Decía, sin dejar de mirar la noche estrellada de su lienzo-. Yo adoro los colores intensos, aportan la luz a mis cuadros. Hace un tiempo hice un retrato de un padrecito que me caía bien, años después un escultor francés lo compró y dijo: “Este cuadro tiene demasiado color. Es muy pesado. ¿Dónde está el blanco?”. ¡Preguntaba por el blanco! ¿Puede creerlo? -Bajó el pincel y empezó a reírse a arcadas.
- ¿Entonces porque lo quería? –Le pregunté.
- Porque era auténtico. Eso fue lo que me dijo. Lo vez hijo. Este es un ejemplo de lo que te estaba diciendo. Encuentra Tu Verdad. Encuentra Tu Voz muchacho.

La concentración de ese hombre al pintar y al mismo tiempo hablándome de esa manera tan sensata me tenía anonadado. “¿Otra cerveza?” “Estoy bien gracias”- Me respondió-. Pedí una cerveza más al mesero. Se hacía de noche pero el tipo seguía pintando a la luz del farol que alumbraba el suelo lustroso de la calle empedrada.

− ¿Cuánto cobra por sus cuadros?
− No cobro por ellos- Respondió y yo escupí la cerveza con una risotada. Él me siguió con una risa aún más estruendosa.
− ¡Cómo te preocupa eso! ¿Cierto?
− De algo debemos vivir ¿No?
− No pienses vivir del arte. Vive el arte -Cuando dijo eso yo no supe que responder. Él prosiguió-. Mis cuadros no tienen precio por ahora. Mi hermano está financiando mi carrera. Es un gran tipo y tiene dinero. Algún día, después de mi muerte, tendrán mayor valor y lo que recaude por ellos será para él.

Luego de unas horas, la calle estaba vacía y el aire ahora era fresco, como la noche misma. Mi mente, relajada por las cervezas ya no pensaba, sólo contemplaba como el artista terminaba de moldear con los dedos aquellas nubes de apariencia lúgubre. La gata se subió a la mesa, daba vueltas hasta que eligió una de las esquinas para sentarse. La composición de su pelaje negro, los ojos amarillos y la luna llena al fondo, me pareció la de un afiche estilo Toulouse Lautrec. En ese momento tuve la sensación de que todo estuviese impregnado de una magia especial. De pronto y de golpe, se me vino a la mente el Autorretrato de Van Gogh que había visto en el Museo de Orsay aquella tarde. Su rostro preocupado y la barba roja eran increíblemente parecidos a los de este pintor. “Una cerveza más por favor”. El mesero se había ido pero el artista fue por ella y me la trajo sin decirme nada, como si estuviera en su casa. Me puse de pie y caminé hacia el baño, lavé mi cara y me miré en el espejo intentando buscar un momento de lucidez. “¡Un momento! –Dije-. Este hombre dice que pintó a un sacerdote y que ese cuadro lo compró un escultor famoso. Según recuerdo –me rascaba la barbilla-, El Retrato del Padre Tanguy es de Van Gogh y ¡Lo compró Rodin! Cuenta además que su hermano esta financiando su carrera, tal cual lo hizo Theo con su hermano Vincent. Y hoy, frente a mí está haciendo La Noche Estrellada, el cuadro que pintó un año antes de suicidarse. No, no puede ser –Decía moviendo la cabeza-. Debo estar borracho. Todo es pura y simple coincidencia”. Mi pecho se heló al pensar que podía estar frente a un muerto. ¡Nada menos que frente al loco de Arles! Le rogué a mi mente un poco de calma. En ese momento decidí salir y examinar el otro perfil del artista callejero, porque la historia contaba que Van Gogh se mutiló la oreja derecha en una pelea con Gauguin. “¡Eso resolverá mi duda! – Pensé-. Pero, ¿Y si ese hombre resulta no tener la oreja derecha? ¿Qué haré entonces? ¿Saldré despavorido? Nadie me irá a creer lo que he visto. Me tildarán de loco. Me iré a la tumba con ese recuerdo insólito. ¡Calma! Saldré y lo verificaré yo mismo”. Cuando salí del baño, el pintor ya había guardado el lienzo y estaba desarmando el caballete. Se había puesto una boina negra de gamuza y la gata frotaba el cuerpo entre sus piernas.

− Ya se hizo tarde. Es hora de irme - Dijo.
− ¿Porqué no caminamos juntos? ¿Va a tomar el metro? – Pregunté intentando ponerme a su derecha para ver su otro perfil, pero el tipo me evadía moviéndose de manera sutil.
− Vivo al lado del cementerio de Montmartre. Muy cerca de aquí -Dijo mientras encendía un cigarrillo.
− Me permite acompañarlo –Dije dando un paso adelante, procurando una vez más ponerme del otro lado, pero la gata lanzó un gruñido que me espantó. Él la levantó susurrándole algo en el oído.
− Muchas gracias –Me dijo con un tono amistoso-. Disfruto caminar sólo.

Se empezó a alejar de espaldas mirándome a los ojos y me soltó una frase después de lanzar una enorme bocanada de humo. “Importa Tu Verdad muchacho. Recuérdalo siempre”.

Esa noche no pegue el ojo, escribí una y cada una las palabras que están leyendo, tomé un vaso de whiskey en mi habitación de un hotel barato en Porte de Cliché y me quedé dormido. Al día siguiente me levanté, tomé el metro hacia el Sacre Coeur, subí la colina y llegué al mismo café de la noche anterior.

− Oiga –Le dije al mesero que recogía unos platos de las mesas-. ¿A que hora viene el pintor que estuvo el día de ayer?
− ¿De qué pintor me está hablando? –Preguntó extrañado.
− Aquel que tiene un parecido a Van Gogh. Pelo engominado, barba roja, tiene una gata negra. ¿Lo recuerda?
− No exactamente. A este café vienen miles de pintores todos los días del año.

Cuando dijo esto, una sensación de nostalgia me sorprendió. Era mi último día en Paris. Caminé cuesta abajo y pasé por la casa donde el pintor holandés había vivido durante sus años en Montmartre. Tocando sus paredes y la puerta de la fachada, recordé sus trazos libres, los colores cálidos, la luz de su Verdad. Retrocedí para ver sobre la puerta la placa conmemorativa que grabó el Ayuntamiento de Paris. Sonreí, deslicé las manos en mis bolsillos y me fui.

*Fotografía: Carlos Modonese
París, Septiembre 2009

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