jueves, 5 de febrero de 2015

Toño el de Cartagena



Fotografía: Cartagena de Indias / Patricia Patrón

Veinte años después, había vuelto a pisar una cancha de tenis de polvo de ladrillo. Fue en Bogotá, en el 2006. Mi suegro, Ricardo, rolo de nacimiento pero cartagenero de corazón, me invitó a jugar a su club, el Bogotá Tennis Club. Acepté algo indeciso, porque no jugaba hace mucho tiempo y porque no conocía a ninguno de sus amigos.   
Me encontré a un grupo de señores que jugaban dobles. Me saludaron de manera cordial, con el mucho gusto y demás, pero en algunas miradas percibía cierta preocupación. Uno de ellos, Jorge, se acercó a mi suegro y le habló al oído. Él hizo un ademán con la mano, como diciendo, “despacio”. No debí haber venido, pensé (mordiéndome los labios), estos tipos juegan seguido. De pronto, me alivió ver que los señores jugaban como yo. No eran buenos. Tampoco malos. Pero sí eran dañados, como dicen los bogotanos. No aplaudían las buenas jugadas ni guardaban silencio, por el contrario, durante el partido comenzaban a tomarse el pelo con un humor garciamarquiano, de un mordacidad desmesurada. A mi me dio gusto ver a mi suegro en ese contexto, jugando y luego observando desde el restaurante, sirviéndose unos tragos de vodka y montándosela a todos. Al final, sazonados por el licor y las bromas, se dirigían al sauna y conversaban unas horas más, adentro, al lado de un televisor gigante que solía pasar tenis o fútbol. Cuando salí del sauna, escuché que uno le decía al otro: Así que ese era Toño el de Cartagena. Y soltaban unas risas, largas e interminables. Más de uno se ahogaba en ellas. Cuando aparecía a la mesa, Alvaro, Canal y Tello notaron mi gesto fruncido. En ese entonces yo tenía dándome vueltas en la cabeza el cambio de trabajo y el cambio de ciudad. Se van a Medellín, se adelantó mi suegro. Tómese algo viejo Charlie, me dijo, ya cuando esté en Medellín pensará en eso. Ahora estamos aquí. Y yo no me podía quitar eso de la cabeza. No se ponga serio, hombre, me dijo Jorge Guzmán, el compinche de dobles de mi suegro, bajo y de barba tupida, ojos lúbricos y grandes, con la risa más estruendosa y simpática de todas. Ese es, pues, Toño, el de Cartagena, repetía entre risas; y mi suegro se inclinaba y me decía: Sabroso Charlie, llevándose el vodka a los labios.

Dejé el tenis a los 10 años cuando mi familia decidió, de manera inesperada, dejar Lima e irnos a vivir a Chincha, un pueblo costero a 200 kilómetros al sur del Perú. No fue algo voluntario. A mí me encantaba el tenis. Pero el día en que me aparecí con mi raqueta en el Complejo Deportivo de Chincha, todos me miraron como si hubiese llegado con un traje espacial. No entendía por qué, en el complejo había una cancha de tenis, justo al lado de las cuatro paredes de Frontón, donde mujeres, ancianos y niños le pegaban con fiereza a esa pelota de goma negra. Yo no los miré al pasar y me dirigí a la cancha de polvo de ladrillo; quería jugar tenis y ya está, por qué me miran así, sigan jugando su Frontón, ese deportucho, carajo, me decía. La cancha de tenis no estaba marcada con cal. Tarea prácticamente imposible porque parecía el desierto rojo de Namibia. La red estaba muy baja, con una curva en el medio y muchos huecos, como el calzoncillo viejo de un gigante. Ante la mirada atónita de todos, que me rodearon como si fuese a realizar alguna proeza, me puse algo nervioso y quise ensayar un saque. Al dejar caer la pelota de tenis, no botó. Se enterró en la cancha. Ese día empecé a jugar Frontón. 

Ricardo, cuéntale la de Toño; Jorge Guzmán le ponía la mano en el hombro a mi suegro, como buscando su aprobación. Un vodka más para el yerno, le pidió mi suegro al mesero.
Conocería a Toño, después, en uno de mis viajes a Cartagena, a la casa de playa de mis suegros. Toño era un burro con mirada melancólica (qué burro no tiene esa mirada) que se encargaba de jalar una carretilla para levantar la basura de la playa. Era un burro esbelto y eficiente, que además le gustaba llevar a los niños sobre su lomo. Aparentemente el calor cartagenero lo tenía un poco deprimido y, un día, se rebeló y no quiso volver a trabajar ni a llevar niños sobre su lomo ni nada. Andaba atado a una palmera, cabizbajo, moviendo las orejas para espantar a los mosquitos que invaden los manglares cartageneros a las 6 de la tarde.

Fotografía: Blog La CINEFILIA NO ES PATRIOTA

Pero durante nuestros años en Madrid, mi suegro sufrió de una operación en el estómago, que casi lo deja fuera de las canchas de la vida. Paula, su única hija y mi mujer, lo recordaba a cada instante en nuestro apart-estudio de Atocha, 90. No tuvo ni un día de sosiego hasta que pudo viajar a Bogotá a visitarlo. Ricardo, mi suegro, le decía que detestaba esa válvula asquerosa que salía de su estómago. Paula lo convencía para que le ofreciese mantras de amor a esa válvula maravillosa, que cumplía la noble función de mantenerlo vivo. La visita de Paula fue vital. En pocos días mi suegro recuperó el ánimo caminando todas las mañanas con ella, a paso lento, mientras hablaban como perfectos cómplices.

Mi suegro volvió a la canchas de tenis con el ánimo fortalecido y decidió, con inusual firmeza, crear la “Copa Toño”. En su primera edición, este verano del 2015, todos los amigotes del Bogotá Tennis Club viajaron a Cartagena a jugar la copa, pero a sobre todo mirar las puestas de sol con los vodkas en la mano; y a recordar a Toño el de Cartagena, cuya leyenda se encumbró en una asamblea de propietarios del condominio. Ahí se habían dado cita todos los propietarios para tratar algunos puntos de buena convivencia. Entre los puntos a tratar estaba la crítica situación de Toño. El burro se negaba a trabajar y la basura se acumulaba en la playa. No era flojo y no estaba enfermo, ¿por qué no se movía, entonces?, preguntaron los propietarios. Jairo, el guardián del condominio, un lugareño de piel morena, un conocedor de la fauna cartagenera, parecía un hombre especializado en psicología de asnos. Se sacó el sombrero vueltiao y miró al público con ligero rubor (Un rubor en un moreno pasa de oscuro a oscuro violeta). Debemos comprarle una burra, dijo con una voz apagada de tristeza. Mi suegro, que presidía la reunión, tomó la palabra: Estamos o no de acuerdo en dar una cuota extraordinaria para comprarle una burra a Toño. Para que recupere de una buena vez el ánimo, dijo con gesto grave. Todos los asistentes a la asamblea se miraron, levantaron los hombros, asintieron, y que lógico, pero que sea una buena burra, dijo una señora de rulos rubios con exceso de rubor en los labios. Ahí, todos rieron y esas risas se extendieron al club bogotano.   
Ningún propietario estuvo presente en el momento del encuentro de estos dos animales, pero Jairo, el guardián, comentó en la siguiente asamblea que fue un espectáculo hermoso. A partir de ahí, Toño volvió a trabajar mejor antes. Volvió a la vida.

Fotografía: Copa Toño, Verano 2015, Cartagena de Indias. De izquierda a derecha: Ricardo Muñoz, Rómulo Niño, Ismael Tello, Alvaro Rodríguez, Mauricio Canal, Adriana de Canal, Jorge Guzmán / Patricia Patrón  

LOGO COPA TOÑO 2015 / Cartagena de Indias

                       

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