domingo, 26 de noviembre de 2017

Sin nacionalismos


La tarde que Gareca nos dejó sin mundial fue el día que más triste vi a mi padre. 
Por ello, a una semana de la clasificación a la Copa Mundial Rusia 2018, quise reflexionar evitando el excesivo fervor que me contagiaron las tribunas el pasado miércoles. Saborear el triunfo pero con el paladar más limpio, como cuando se prueba un buen vino que ya recibió oxígeno, antes de ser disfrutado en el brindis de la gran celebración.                               
Es decir, sin pasiones desbordadas.

El martes pasado, un día previo al partido y tres antes del cumpleaños de mi padre, el celular saltó a las siete de la noche. Contesté en voz baja, amparado en el silencio de mi estudio para no despertar a mi hija de siete meses.
 Cada minuto de sueño de ella representa un mundo de posibilidades para mí. Al contestar, escuché: "Porque creo en ti...", cantaba una voz a murmullos. "No me jodas, Diego, por favor", le exigí. “Tengo tu entrada en la mano -me confirmó con sarcasmo-. Mi hijo no tiene tantas ganas de ir al partido y ésta solo la merece alguien que esté sufriendo por estar ahí”. 

Apenas colgué llamé a Chincha, a la casa de mi viejo: “El miércoles viajo a primera hora a Lima, ¿dónde vemos el partido?”, me preguntó. Le comenté que tenía una entrada y la línea quedó en silencio un par de segundos. Me contestó que tranquilo y si por algún motivo no podía ir al estadio, él me podía reemplazar.                       
Ambos nos reímos: sabíamos lo que significaba todo eso.

Desde esa noche una sonrisa me rebasó naturalmente, una sonrisa incrédula aún, pero solo hasta que estuvimos a punto de entrar al estadio, el miércoles 15 de noviembre.La noche calurosa apuraba las latas de cerveza en la avenida Petit Thouars y vimos algo curioso. La multitud blanquirroja comenzó a alentar creyendo ver el bus del equipo peruano, cuando nos dimos cuenta que veintitantos rostros blancos se asomaban a las ventanas y grababan con sus teléfonos ese espectáculo, quizá, nunca antes visto ni en un partido de rugby. El equipo de Nueva Zelanda había llegado al estadio.

Para alguien como yo, un aficionado al fútbol que nunca disfrutó un mundial, es un poco difícil apagar la pasión, sin embargo, quiero ser lo más objetivo posible, contar lo que esto ha significado sin ningún afán nacionalista. Además, sabemos perfectamente lo que ese “narcisismo colectivo” está causado en distintos rincones del mundo, desde la Norteamérica de Donald Trump hasta la Cataluña de Carles Puigdemont, desde la Corea del Norte de Kim Jong-un hasta la Inglaterra de Boris Johnson. El extremo nacionalismo, en lugar de tender puentes, parece querer separarnos del instinto humano más básico: el sentido común.


Gareca anota el empate en Buenos Aires (30 junio, 1985) Foto: El Gráfico

Antes de ingresar al Nacional, en la fila nos sorprendió un matiz onírico: Perú todavía no había clasificado, pero unos tipos con ushankas y carpetas en la mano, apuntaban nombres y teléfonos, y ofrecían paquetes a Rusia que incluían un viaje en el Transiberiano, visita a la Plaza Roja en Moscú y algunos días en la antigua capital rusa, la San Petersburgo de los zares.

Al escalar las gradas del estadio el verde encendido del campo, poco a poco, se fue incrustando en mis pupilas. Me sentía como flotando hasta que canté el himno: con cariño, pero con prudencia. 

Cuando vi la seguridad de Tapia en el dribbling antes de que la pelota llegase a Advíncula, quien de un zapatazo casi rompió el poste al minuto 2 del primer tiempo, intuí que Perú podía volver a un mundial.    
Gareca se tomó de los pelos e inmediatamente se me agolpó entre las sienes la bronca de sus palabras en una entrevista que le hicieron en un canal de televisión, a pocos meses de haber aceptado ser el técnico de la selección peruana para lograr un objetivo en apariencia imposible.                      

Su bronca estaba relacionada con el inevitable recuerdo del 30 de junio de 1985. Yo tenía diez años y mi padre nos prometió, a mí y a mi hermana, llevarnos a un parque de diversiones en la avenida Javier Prado, después del partido.
 Esa tarde, si Perú quería estar en México 86, debía hacer una gesta heroica y ganarle en Buenos Aires a la Argentina del mejor Maradona, veintipocos años y con el anhelo de un gran mundial, después del fiasco que significó España 82 para los de Río de la Plata.              

Nunca lo había hecho, pero mi padre me pidió que por favor le comprara tabaco. No fue para fumar. Él fumaba solo cuando bebía "trago corto" con sus amigos; ron, vodka, pisco o lo que fuese. 

Apenas comenzó el partido, desprendió el papel de los cigarrillos para mascar el tabaco rubio. Pero solo hasta el minuto 2, cuando Julián Camino le encajó una patada criminal a Franco Navarro. Esa patada de Camino al mejor delantero peruano en muchos años le hizo escupir el tabaco, ¡ay!, hasta ahora me duele ver la repetición de Navarro en el piso con la pierna tiesa y la camilla asistiéndolo. Camino no solo mereció la tarjeta roja, también que lo sacaran del fútbol para siempre.                       
No pasó lo uno ni lo otro. En cambio, el árbitro del partido, el brasileño Romualdo Arppi Filho, bajito y de movimientos chaplinescos, recibiría como premio pitar la final del mundial de México 86, un año después.                                    
Y esto no es nacionalismo. Así fue.

Lo cierto es que, mientras todos los peruanos nos frotábamos la pierna como si nos hubiesen pateado el alma, Pedro Pablo Pasculli metía el primero para Argentina, luego de la única escapada de Maradona a Reyna.              
El próximo rey del fútbol sacó un centro imposible y Pasculli, de media vuelta, puso el 1-0 en Buenos Aires.                  
Perú lo tenía difícil, debía ganar como lo había hecho en Lima una semana antes, pero hasta ese momento Argentina tenía los boletos para México 86.Por eso, cuando la semana pasada confirmé la solidez de Alberto Rodríguez al fondo, despejando con sobriedad esa pelota amenazante y el balonazo preciso de Trauco para Cueva que avanzaba por izquierda: ocurrió. En el minuto 28 Christian Cueva le rompió la cintura al neozelandés, entregó con el empeine esa elegante pelota a un Farfán que la clavó al medio, arriba del portero. 
Farfán anota el 1-0 a Nueva Zelanda en Lima. Foto: Depor

Lo celebré fuerte y sin lágrimas porque sabía que aún restaba mucho tiempo. Debo confesar que, durante los casi cuarenta años sin mundial, he podido desarrollar una cautela implacable, un cerco que puede hacer que mi corazón dejé de latir por varios segundos. Para no sentir.

Porque los peruanos de mi generación sabemos que nuestra ilusión ha sido vencida aún jugando como los dioses. Como en ese partido en Buenos Aires, el 30 de junio de 1985, hace 37 años, cuando Uribe la bajó de cabeza y Velásquez empató; y luego la magia de Cueto saltando como una gacela en ese terreno enlodado de Buenos Aires, se escapó entre varios y metió el pase en callejón para que Barbadillo cogiera esa pelota y la enterrara en el arco argentino. Perú 2 - Argentina 1. Increíble: Si el primer tiempo hubiese acabado con ese marcador, Argentina debía ganar el repechaje con Chile para asistir al mundial que campeonaría al año siguiente.

Debe ser por eso que, cuando Farfán metió el 1-0 la semana pasada, la cautela también se notaba en el gesto de Ricardo Gareca.  
Porque hace 37 años, cuando restaban 8 minutos para que Perú eliminase a Argentina de México 86, vino esa jugada de Pasarella: la paró de pecho por derecha y lanzó la pelota al corazón del área. El barro impedía que la pelota avanzará con facilidad y los peruanos corrían hacia ella para cuidarla y despejarla, no obstante, las piernas corajudas del flaco Gareca se colaron nadie sabe cómo y su ímpetu infló las redes peruanas. 

Aunque Gareca metía a Argentina en el Copa del Mundo de México 86, él nunca celebraría esa clasificación argentina. No solo porque el gol se lo atribuyeron a Pasarella, sino por una razón que, quizá, perfiló su rostro pellejudo durante todos estos años, los mismos flecos de piel que, seguramente, fueron marcando el de mi padre desde ese 30 de junio de 1985, cuando acabó ese partido en Buenos Aires.

Esa tarde mi viejo cumplió su promesa: nos llevó a mí y a mi hermana al parque de diversiones de Javier Prado. Sin embargo, cada vez que salíamos del “Tagadá”, “La Montaña rusa” o “Los carros chocones”, nuestras sonrisas se estrellaban con la pared de su rostro, más gris que cualquier nubarrón limeño. 
De vuelta a casa, con los ojos acuosos, volvió a ver el partido en un acto masoquista. Al final de la repetición, antes de los comerciales, recuerdo que escuché: “Flameará una vez más, en México, la bandera bicolor…”, la canción que José Escajadillo compuso especialmente para esa eliminatoria. Perú ya había estado en México 70 y se esperaba su presencia en México 86. Pero esa pierna de Gareca borraría la ilusión de mi padre por ver a Perú en un cuarto mundial.

Con diez años cumplidos, ese iba a ser para mí el primer mundial de Perú. Pero yo nunca me hubiese imaginado en el parque de diversiones que, ese gol de Gareca, bautizaría mi largo peregrinaje por el sendero de la desdicha deportiva. Tal vez la cara triste de mi padre, esa tarde, fue un presagio de lo que se venía en mi vida y, por ello, se me vino a la cabeza el miércoles pasado. Perú ganaba 1-0 y yo ya no miraba el partido. Escrutaba las líneas del rostro de Gareca y tenía la certeza que su historia no se podía comparar con la de Didí, ¡háganme el favor! 
Gareca y Didí comparten una simpática casualidad. Ambos, con sus goles, sacaron a Perú de los mundiales de 1958 y 1986, respectivamente. Y luego, su sabiduría como técnicos nos clasificó nuevamente a la fiesta máxima del balómpie: Didí a México 70 y Gareca a Rusia 2018.

Pero lo de Gareca fue distinto.


Gareca y el equipo, celebrando la clasificación al mundial. Foto: Depor

Cuando pensaba en esto vino una jugada confusa en el minuto 65: La pelota se paseó en el área y Christian Ramos fusiló al arquero. Perú 2 - Nueva Zelanda 0. 
El Nacional estalló. Los jugadores no podían escuchar las indicaciones de Gareca por el estruendo y, cuando el árbitro pitó el final, ya nada importaba, todos los brazos del país apuntaron al cielo: volvimos a un mundial.    Flotando en los aires de los vestuarios, durante la celebración, parecía que las grietas en la cara de Gareca volvían a cerrarse y se dibujaba el gesto travieso de ese joven rockero argentino que parecía en los ochenta.                             
Esto confirma que lo de Gareca fue distinto a lo de Didí. Didí pudo ir al mundial de 1958 luego de su gol a Perú; en cambio, a Gareca no solo le quitaron el gol, tampoco lo convocaron al mundial.Este es su primer mundial, el que le negaron, y, también, nuestra revancha.                          
La blanquirroja representa estas revanchas compartidas, la nuestra y la del flaco. La mía y la de mi padre, que cumplió setenta y dos años y hoy carga a mi hija de siete meses con las cejas pobladas de canas y con los ojos brillantes, resueltos por la vida que construyó a su modo.                       
Yo lo observo furtivamente y me alegra que estas arrugas, forjadas con los goles que nos llevaron a Rusia, sean arrugas de celebración, las mismas que han diluído el recuerdo de esa cara triste que le vi en el parque de diversiones de Javier Prado, hace 37 años. Y repito, esto no es nacionalismo.




Publicado en Habla el Balón (Colombia) / 22 de noviembre, 2017.

No hay comentarios:

Publicar un comentario