miércoles, 18 de marzo de 2015

El Diez



 

Ni una michelada más, nada de Dobles X ni rodajas de limón dentro de Coronas, le dije al mesero. Acodado en la barra de un bar del aeropuerto bebía la última Coca Cola y no quería nada que tuviese recuerdo a Cancún. Tenía la cabeza entre mis dos manos, mirando sin interés un partido de fútbol; cuando de pronto, vi salir del baño a un gordito de pecho inflado con el mentón altanero y gafas negras. Delante de él, un sujeto pálido y musculoso, con una nariz tan afilada como la punta de un lápiz. El sujeto, rapado como un neo nazi, cargaba dos grandes maletas en las manos. El gordito, que iba con camiseta blanca y pantalón Adidas, no llevaba nada en la manos, salvo su celular, al que miraba todo el tiempo. El de nariz filuda giraba la cabeza de un lado a otro, todo el tiempo. Una actitud algo pretenciosa. Pero a pesar de los tatuajes sobre los músculos, cubiertos solo con un bivirí blanco (musculosa para los amigos de la península), al graffiti humano no lo miraba nadie. Me puse de pie de inmediato y los seguí, detrás, casi pegado a sus talones.

Coincidimos en la misma puerta de embarque del vuelo con destino Lima, que hacía escala en Panamá. Ya en la manga, a punto de entrar en el avión, estaban unos pasos delante de mí. Saqué de mi mochila, lentamente, mi cámara analógica. Me quedaba solo una foto por tomar: resoplé de alivio. La mayoría de las fotos de ese rollo las había tomado sin ganas, quizá, representaba lo que ese viaje a Cancún había sido para mi: un chicle al que se le agota el dulce en un segundo. México tiene lugares espléndidos y la Riviera Maya, también, pero a esa parte donde me tocó ir no la salvaba ni el mar de siete colores. Por sus calles solo transcurrían zombies hipnotizados por una música alta pero sin alma, tragos gigantes pero adulterados, rubias grandes pero infladas. Un paraíso de goma.

Pero ya no importaba nada, ¡tenía al Diez delante de mí! Y nadie lo había notado. Ni lo miraban. Diego estaba sentado sobre su maleta, con la espalda apoyada en la manga, la mirada en el piso. El guardaespaldas lo cubría con las dos piernas abiertas y los brazos cruzados. Corría el año 2002. No era el Maradona que vi en el año 81 en un partido con Alianza Lima en Matute, con la cabeza de borrego y bailarín de la cancha; pero, tampoco, el nuevo engendro de la cirugía plástica que vi hace unos días en la televisión, con labios carnosos y rosados. En esa manga de avión, en Cancún, el Diez estaba pasado de kilos; sin embargo, aún conservaba un destello de la expresión pícara del niño que corre detrás de un balón como si fuese un helado.


Foto: minuto1.com

Cogí mi cámara con las dos manos, pasé saliva y di un paso adelante. ¿Diego?, le dije. El Diez no levantó la cabeza, el guardaespaldas, en cambio, sí estiró el brazo tatuado (alcancé a ver uno de Sam El Pirata). ¿Adónde vas pibe? Contigo no quiero hablar, le dije, y me volví nuevamente al Diez. 22 de junio de 1986, minuto 55, segundo gol a los ingleses; julio de 1987, 75,000 hinchas asistieron a tu presentación pública en el San Paolo de Nápoles; 1979, campeonato mundial juvenil... Pará, me interrumpió el Diez. Dejá al pibe, le murmuró al tatuado, mientras se apoyaba en Sam El Pirata para ponerse de pie con dificultad. ¿De dónde sos?; de Perú, Diego, de Perú. Le di la cámara al guardaespaldas, que se sintió un poco tonto y lanzó la placa. Apenas me la devolvió, todas las personas de la fila comenzaron a caer como kamikazes. Al Diez le cambió la cara y el guardaespaldas estiró los brazos, que no le hinchen las pelotas al Diego, ¿ok? Ya en el avión, el Diez iba en un asiento con la mirada pegada a la ventana. Comía Doritos con ansiedad. Durante el vuelo fui al baño varias veces con el propósito de acercarme a él, pero el guardaespaldas, atento, levantó la cabeza y me fulminó con la mirada en todas las oportunidades. Desistí en todas.    


 Foto: Miguel Gutiérrez / EFE

Lo primero que hice llegando a Lima, lógicamente, fue ir a la calle Porta a una tienda Tu rollo en 1 hora. Lo dejé y me di quince vueltas seguidas por el parque Kennedy, haciendo tiempo antes de recogerlo. Cuando llegué a la tienda me di con una sorpresa: el dueño de la tienda, bajo y obeso como un cuy con dientes de platino, ya había colocado la foto revelada en la puerta de vidrio, en la misma entrada del local. Ahí estaba yo, en medio de personas que posaban con Gisela Valcarcel, Machín, Julinho, Eva Ayllón y Almendra Gomelsky. Me enervé tanto que arranqué la foto de la puerta y me fui del local, dejando todas mis fotos de Cancún, ahí, reposando en algún cajón de esa tienda Tu rollo en 1 hora.

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