jueves, 24 de octubre de 2019

Annemie


    Foto: Paula Muñoz
Ayer Anemmie llegó de Belgica y me entregó una copia impresa de Jahuay en holandés.
¿Qué les puedo decir acerca de lo que sentí cuando vi esa barca en la portada?
Fue como contener un dique a punto de quebrarse.
Creo que me van a entender un poco si les cuento que, hace quince años, me dijeron en el aeropuerto: Usted no puede viajar a Estados Unidos.
Con una mueca confiada le mostré la visa de Canadá estampada en mi pasaporte y
le dije a la chica del counter que no viajaba a Estados Unidos, que mi destino era Canadá.
Así es, señor. Pero usted va a hacer una escala de dos horas en Nueva York y no tiene la visa de Estados Unidos.
¿Y eso qué importa?, le dije. Yo no pienso salir del aeropuerto de Nueva York.
Corría el 2004 y el ataque a las Torres Gemelas había activado los controles gringos a un nivel paranoico.
En fin. Lo cierto es que no pude viajar.
Dos grandes amigos de la universidad, que en ese entonces vivían en Montreal, me espera
ban para hacer un viaje que con certeza recordaríamos toda la vida. No obstante, me negaron la entrada a Estados Unidos y el ansiado viaje a Canadá nunca llegó a concretarse.
Esa mañana, cabizbajo, le di la espalda al aeropuerto Jorge Chávez y tomé un taxi a casa. Al llegar me tiré a la cama y lloré con rabia, maldiciendo a la chica de la agencia por no haberse dado cuenta de ese detalle.
La llamé incansablemente y no contestaba el teléfono. Cuando finalmente descolgó el auricular, le comenté el daño terrible que me había hecho.
Se disculpó por lo que había pasado y porque no podía devolverme el dinero.
No me de el dinero, pero quiero irme donde sea, ¡pero ya mismo!
Me dio un vuelo a Cuzco y lo tomé sin pensarlo. Quería huir de la ciudad.
En ese viaje nunca pensé que iba a llegar en bus hasta Puno. Que iría a montarme en una barca de madera hacia la isla de Taquile y quedarme cinco noches en la casa de unos campesinos, en medio del lago Titicaca.
Menos iba a imaginar que en esa casita de caña y adobe, hace quince años, conocería a una pareja de belgas, Bart y Annemie, junto a sus hijos Liesje y Bram.
Cobijados por la estrellas, compartimos vino e historias durante las cinco noches frías de Taquile. Me preguntaron si me animaba a viajar a Bélgica al año siguiente. Les confesé que nunca había viajado a Europa, sin embargo, percibí algo en aquella invitación que me motivó a ahorrar y a hacerlo.
En julio del año siguiente (2005), Annemie me recogió en Amsterdam y condujo su auto hasta su casa en Neelpert, un pequeño pueblo belga. Ahí nos esperaba Bart con una enorme bandera peruana colgada en la puerta de su garaje y un chupe de camarones hecho por ellos.
Nunca imaginé ese recibimiento. Como tampoco imaginé que Annemie se convertiría en una amiga del alma. Una amiga que visitó cada ciudad de Colombia, España y Chile en la que viví, antes de que Jahuay se publicara en Lima, en mayo del 2015.
De hecho, trabajamos juntos en la traducción en los últimos tres años, porque Annemie se motivó a querer comprender la historia y compartirla con sus amigos de Neelpert.
Voy a extrañar los viernes en los que Annemie y yo nos comunicábamos por Whatsapp para resolver sus dudas acerca del sentido de algunas frases del libro: "¿Qué es un zambo? ¿Qué quieres decir con un pecho inflado de República Argentina?, ¿Cuál es el símbolo de las grietas y las astillas?”.
El año pasado, cuando Annemie acabó de traducirla, Bart fue el primero en leerla y decirle que Jahuay merecía ser publicado en su idioma. ¿Te imaginas algún día que esta traducción se publicara en Bélgica? Nos mirábamos y reíamos incrédulos. Porque lo increíble es que Annemie no es una traductora de oficio, pero se convenció de hacerlo sola y enviar el manuscrito a Boekscout, una editorial holandesa.
Quince años después de haberla conocido en esa isla puneña, parece un sueño ver nuestros nombres impresos en una misma portada. Y entiendo aún más aquella frase de Picasso cuando decía: “Un cuadro solo vive gracias a quien lo mira”.
En esta portada, ahora, puedo ver cosas que hace quince años no podía llegar a comprender.
Observo las grietas del cauce de ese río seco y agradezco que los gringos me hayan negado ese viaje a Canadá para visitar a mis entrañables amigos de la universidad.
Porque no sabía que esos vientos impulsarían la vela de esa barca que me llevaría a conocer en la isla de Taquile a Annemie.
De modo que, esta no es solo la historia de una traducción. Esta es la historia de una amistad hecha a prueba de fronteras. La misma que cuenta Annemie en esa carta de puño y letra que aparece pegada en la librería de su pueblo, Neelpert, donde ella compraba los libros desde que era una niña.
Así es, ella, Annemie, la amiga, la traductora, la que hizo posible este libro, este inolvidable regalo en mi cumpleaños número cuarenta y cuatro.
  Foto: Annemie Reijnders

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