jueves, 19 de agosto de 2021

El primer día

 


Comenzamos a vivir el primer día de clases de Samara cuando llegamos a esa hermosa montaña verde donde está enclavado su colegio y nos sorprendió una lluvia torrencial.
Era lo último que quería que le pasara a Samara el día de su ingreso al colegio.
Paula y yo esperábamos un día soleado y brillante de nuevas posibilidades.

De pronto me llegó la imagen de mi primer día de clases en el Inmaculado Corazón.
Mi paciente madre se había pasado casi toda la noche anterior forrando los últimos cuadernos y libros. El olor plástico del Vinifan se mezclaba con el de la madera de los colores y los lápices, y el de las hojas de mi primer diccionario Rances.
Apenas se abrieron las grandes puertas del colegio, mi madre me cogió de la mano para acompañarme hasta el lugar donde haríamos la formación, sin embargo, una monja rosada se adelantó con un megáfono en la mano y soltó una instrucción militar: Parents outside, pleasssssseee!
En ese preciso instante otra mamá se puso de rodillas y le dijo a su hijo en el oído que no podía acompañarlo, debía entrar solo al colegio.   
No olvidaré nunca ni el nombre ni la cara de ese niño: el pobre comenzó a llorar como si hubiese visto un asesinato delante de él. 
Con una bendición, mi madre me dio un beso en la frente y atravesé con el corazón galopando ese enorme patio de cemento. 
Con las dos manos cargaba un maletín que pesaba una tonelada de puro amor de madre, llena de todo lo que pudiese necesitar para que no me faltase nada en mi primer día de clases: todos los cuadernos, todos los libros, todos los lápices, todas las reglas y, por supuesto, el rojo, pesado y gigante diccionario Rances (¿A qué masoquista se le ocurriría cargar un diccionario hoy?). 

En aquel lejano día en Lima no hubo sol, pero tampoco la lluvia de la sabana de Bogotá, que recibía a todos los padres con las prisas de quién busca un refugio en medio de una tormenta.
Cogí la mano de Samara y comenzamos a subir las escaleras en la montaña: A los de Kinder 4C les toca en la biblioteca, nos dijo alguien. 
No llegamos mojados, pero sí algo apurados por los goterones que parecían balas  queriendo reventar el paraguas.
Antes de ingresar a la biblioteca nos recibieron con un oportuno café caliente y me sorprendió ver, en la pared de la entrada, los títulos de varios escritores que admiro.
Una vez dentro, nos saludo una chica alta: Buenos días, yo soy Ani, se inclinó hacia Samara, le puso un sticker con su nombre en el pecho y le dijo que había estado esperando con ilusión conocerla.
Samara sonrió de medio lado, pero no soltó mi mano.
Nos organizaron en mesas con otros padres y sus niños. 
Vimos un video del cuento de Chester, un mapache que se despedía de su mamá en el primer día de clases.
Luego Ani nos pidió presentarnos como papás y a cada niño le hizo una pregunta.
A Samara le preguntó qué quería ser de grande.  Chef, respondió con determinación. 
Me gustó escuchar a todos los profesores haciendo una presentación personal e inspirando a los niños con los temas que les iban a enseñar.
Y al final, Ani nos entregó unos colores, cuerdas, cola, tijeras y papeles de colores.
Nos pidió que hagamos una obra de arte con nuestros hijos, la misma que se colocaría en un mural dentro de su salón, para que recuerden cómo fue ese primer día de clases.

Los días que le siguieron al primero han sido de todo tipo: no quiero ir al colegio, tengo miedo, ¡hoy fue un día de montaña!, tengo sueño, ¡vamos a hacer la obra del Principito!, conocí a Lucía, me duele la barriga, etc. 
Aunque no puedo saber cómo serán los días que vendrán, las olas de mi memoria siempre traerán su primer día de clases, cuando Samara conoció su colegio en la montaña verde, soltó nuestras manos, pegó escarcha brillante y pintó corazones azules.

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