viernes, 11 de marzo de 2022

La pulga

 


Hoy por la mañana mi hija Samara no quería despertar.
Tenía mucho sueño y el cansancio le endurecía los gestos.
Yo también me siento algo difuso.
Ayer vi un largo reportaje sobre la guerra.
Aunque ahora tengo un poco más de claridad sobre los hechos, una inevitable confusión me recorre el cuerpo entero.
Quizá porque me siento muy pequeño ante todo lo que está ocurriendo. 
No poder hacer algo grande, relevante, me hace caminar por un sendero invisible y frío. 
Sin huellas de luz intento ahorcar a la razón.
Las sábanas, el agua en los hombros, el sabor del café pierden sentido.
Solo se me viene a la cabeza una reflexión de Victor Frankl. 
En su libro El hombre en busca de sentido narra su experiencia en los campos de concentración nazi. 
Escribe que cuando el horror de la guerra lo circundaba se dio cuenta que nada ni nadie podía vencer lo único que podía controlar:
Su voluntad de compartir el pedacito de pan que tenía para comer.
Su capacidad de elegir acerca de lo que quería pensar.
La ilusión de su propósito lo salvó.
Pienso en Frankl, mientras llevo a Samara en el auto.
“¿Papi, jugamos a la pulguita?”.
En las mañanas siempre jugamos a la pulguita que no se quiere despertar ni bañar ni desayunar para ir al colegio. 
Juntos bañamos a la pulguita con agua tibia, la vestimos y le damos la avena.
Al bajar del auto pongo a la pulguita en su mochila, y a Samara le acomodo la mascarilla (tapabocas) y le digo en el oído que cuide a su pulguita.
Que se cuide mucho. Mucho.
Le suelto la mano. La dejo ir.
La observo mientras vuelvo a subir al auto.
Comprendo que yo también soy una pulga.
Una pulga que elige ser amable con Samara.
Elijo ser alguien mejor.
Elijo la paz dentro de mí.

Foto: Dibujo de Samara (4 años). Lo tituló “Muñeca en la selva”

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