martes, 23 de marzo de 2010

Providencia, Colombia: "Un paraíso llamado Providencia"


Partimos desde Bogotá, capital colombiana, hacia la isla de San Andrés. Dormía yo plácidamente, sin esperar nada del mundo, hasta que el avión comenzó a descender. Fue en ese momento que abrí la ventana, y observé por primera vez el mar del caribe colombiano. Mi boca se abrió lentamente, como si quisiese tragar aquellas imágenes para que el inconsciente las haga aparecer en los sueños. Mis pupilas absorbían las distintas tonalidades del mar, donde cabía la ilusión de estar viendo lagos turquesas superpuestos en un océano infinito. Aterrizamos en San Andrés, pero no para quedarnos, sino para tomar el trasbordo en una pequeña avioneta que llevaría a sólo quince privilegiados, hasta una isla aún más pequeña, un paraíso llamado Providencia.

Como si todo hubiese sido urdido milagrosamente, me encontraba leyendo el retazo final del microcuento de Julio Cortázar llamado “Historia verídica”.

“A este señor le lleva un rato comprender que los designios de la Providencia son inescrutables, y que en realidad el milagro ha ocurrido ahora”

Resolví en ese momento buscar en mi pequeño diccionario el significado de la palabra Providencia, y encontré que la primera definición que le otorgaba la Real Academia Española es: El cuidado que Dios tiene de la creación y sus criaturas. Fue en ese momento que encontré todo el sentido el haber llamado Providencia a este punto verde, que pareciese querer esconderse de todo aquello relacionado a “desarrollo” o “desarrollo sostenible” como le llaman ahora. Ocultarse para permanecer intocable a través del tiempo, como un secreto de pocos, porque en la genética de las cinco mil personas que la habitan está grabado el sentido de la preservación, un anhelo que surge desde el significado de su nombre, Providencia.

La avioneta sobrevoló aquella isla de 17 km2 de abundante en vegetación que parecía haberse posado sobre el turquesa más claro del océano. Sus montañas, semejantes a unos volcanes verdes, lucían en sus faldas unos techos de casitas que imitaban el color del mar.

El piloto, que inclinó la avioneta hacia un lado, inició el descenso y logró un éxito abrumador luego del aterrizaje. Las quince personas que estuvimos ahí, aplaudimos a rabiar. Un gesto de sobrevivencia si tenemos en cuenta lo diminuta que resultó ser la pista de aterrizaje. ¡Y el aeropuerto!, muy semejante a una cajita de cartón, pero abierta.

Afuera un taxista se me acercó. Era un moreno alto y pelo cano ensortijado que se apuró en extenderme su mano. Pude sentir su piel callosa, de años de tierra y sol. Mientras conducía hacia el hotel, me hablaba en un dialecto ininteligible. De a pocos fui entendiendo algunas palabras, y comprendí que su idioma era un inglés con matices isleños (creole english). De pronto, lancé un fuerte resoplido debido a ese calor infernal que mordía mi cuello y las orejas, y el hombre me ofreció tomar algo. Así que paramos en una pequeña caseta ubicada en un muellecito. Mientras bebía una cerveza fría, escuchaba que de la radio del auto salían las tonadas del gran Bob y a unos metros un niño con las trenzas de un rastaman jugaba descalzo en un muellecito.

“…Said said, said I remember when we used to sit. In the government yard in Trenchtown. Oba, ob-serving the hypocrites. As they would mingle with the good people we meet. Good friends we´ve had, oh good friends we've lost along the way. In this bright future you can't forget your past. So dry your tears I say. No woman, no cry…”

La música de Marley me conectó con el espíritu de aquél lugar, y una vez en el hotel, dejé mis cosas en la habitación y me arranqué la ropa como el propio increíble Hulk. Luego bermudas, camiseta, sandalias ¡Y a la calle! Arrendé una moto y empecé a recorrer las playas de la isla, cada una mejor que la anterior. Primero llegué a Agua Dulce, luego recorrí Sur Oeste y al final de la tarde estuve en Manzanillo, una playa donde por la noche tuve la suerte de ver tocar un par de bandas de reggae latino en el Bar “Rolando”.

Al día siguiente por la mañana, llegó la embarcación que nos llevaría a bucear. Una marea ondulante de montañas verdes aparecía ante nosotros cuando nos alejábamos de esta isla, que alguna vez fue astilladero de Sir Henry Morgan o el Pirata Morgan, quien con el consentimiento del gobernador de Jamaica y la Corona británica realizó ataques marítimos contra las posesiones españolas en Santiago de Cuba, Puerto Príncipe, Maracaibo, Portobelo, Santa Marta y Panamá. Después de una hora, la lancha se detuvo, nos pusimos el equipo de buceo y previas recomendaciones empezamos a descender a un mundo ajeno, donde el tiempo parecía respirar a un ritmo más lento. Cuando tocamos tierra, observé a mi lado la barrera de coral semejante a un muro enorme, poroso y amarillo, que servía de fondo a una peregrinación de peces azules, mientras el sol filtraba sus rayos en el agua. La claridad hacía perfecta la visibilidad y permitía observar los distintos colores de las algas, rayas, peces y corales. Luego de una hora de magia en ese mundo desconocido ascendimos lentamente, subimos a la lancha y volvimos al hotel.

Luego de comer un congrio acompañado de arroz con coco, tomé una siesta, y por la tarde salí a hasta la playa. De pronto, cuando me disponía a recoger un mango del suelo, una moto se detuvo y se ofreció llevarme (En Providencia la gente es amable y si te encuentras caminando en el mismo sentido de los vehículos, basta levantar el dedo para que ellos se detengan). La moto me dejó en la playa y yo caminé unos metros hasta llegar a Richard´s Place, el bar de Richard, un auténtico rastaman que me preparó un mojito superlativo y con quien disfruté una buena charla bajo la atenta mirada del sol que tornaba violáceo el horizonte.

Mientras el sol se ocultaba, le pregunté a Richard: “¿Qué más hay para hacer en la isla?” “Nothing (Nada)” – Respondió a secas. Yo asentí con la cabeza, y al ver que no agregaba nada más, empecé a reír, y él rió también agitando las trenzas de su cabeza. Cuando escuché esa sabia respuesta, recordé un artículo de Xavier Guix que decía:

“Occidente se ha especializado en la capacidad de transformar el mundo, mientras que en Oriente ha predominado la contemplación, la aceptación de la vida como es”.

Mi realidad era Providencia en Colombia, no el Oriente, no obstante, después de escuchar la respuesta de Richard comprendí que eso era lo que debía hacer los siguientes siete días que me quedaban en aquella joya caribeña: Contemplar.

Los escondites del Cronista Errante

Buceo en Providencia


El parque Old Providence McBean Lagoon consta del arrecife de coral más extenso de Colombia, con un total de 32 km de largo. Si desea hacer buceo superficial (skorkeling) recomendamos vaya a Cayo Cangrejo. Los hoteles de la isla brindan el servicio de transporte. Por otro lado, si nunca en su vida a buceado con tanque y desea aprender, esta es su oportunidad. La academia de Felipe Cabeza, contigua al hotel Sol Caribe, consta de un equipo profesional especializado, paciente y que ofrece una clase didáctica en la orilla.

Hotel Sol Caribe

Una opción muy buena justo frente al mar.

Tarifa Plan de 2 Noches: $1.090.000 (280 euros)
Incluye: Pasaje aéreo ida y regreso a Providencia, alojamiento de dos noches, desde acomodación doble, pensión completa: desayuno, comida y cena.
No incluye: Impuestos aéreos, tarjeta de Entrada a la isla, tarjeta de Asistencia Medica, traslados aeropuerto/hotel/aeropuerto.

Y para comer….

La mayoría de hoteles cuentan con servicio de restaurante, pero usted obtendrá más calidad fuera de ellos. Si le gusta la comida italiana, recomiendo Pizza Place en la playa Agua Dulce. Sin embargo el más gourmet de todos es Donde Martín. Las muelas de cangrejo al ajillo están increíbles.

Fotografía: Carlos Modonese




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