sábado, 13 de junio de 2020

Prosas Apátridas

Mi hija cumplió tres años hace un par de sábados.
Es de abril, igual que yo.
Que sus estrellas se parezcan a las mías me llena de un orgullo quizá algo tonto.
No hicimos grandes cosas en su cumpleaños, salvo jugar, hacer una torta de mandarina y una video conferencia con la familia para cantarle el japiverdei (si la vieran cómo saltaba en el sillón).
La belleza de contemplar lo simple, sin duda alguna, ha sido uno de los grandes regalos de esta cuarentena.
Darme esas treguas en mi escritura, en mi trabajo, para observarla curioseando sus objetos, me hace sentir la gratitud.
Samara es aún esa niña que me recuerda Julio Ramón Ribeyro en un inolvidable retazo, sobre su hijo, en sus Prosas Apátridas:
"Ahora que mi hijo juega en su habitación y que yo escribo en la mía me pregunto si el hecho de escribir no será la prolongación de los juegos de la infancia. Veo que tanto él como yo estamos concentrados en lo que hacemos y tomamos nuestra actividad, como a menudo sucede con los juegos, en la forma más seria. No admitimos interferencias y desalojamos inmediatamente al intruso. Mi hijo juega con sus soldados, sus automóviles y sus torres y yo juego con las palabras. Ambos, con los medios de que disponemos, ocupamos nuestra duración y vivimos un mundo imaginario, pero construido con utensilios o fragmentos del mundo real. La diferencia está en que el mundo del juego infantil desaparece cuando ha terminado de jugarse, mientras que el mundo del juego literario del adulto, para bien o para mal, permanece. ¿Por qué? Porque los materiales de nuestro juego son diferentes. El niño emplea objetos, mientras que nosotros utilizamos signos. Y para el caso, el signo es más perdurable que el objeto que representa. Dejar la infancia es precisamente reemplazar los objetos por sus signos".

No hay comentarios:

Publicar un comentario